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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (43 page)

Pero ¿cuántos? ¿Cuánto tiempo había pasado? Había dormido dos veces, una bajo los escombros de la torre y otra vez bajo la estación.

Pensó en su madre, y en los cuidadosos planes que supuestamente debían sacarlo de allí a tiempo para volver a casa y que ella no se preocupara en exceso. Esperaba que estuviera bien, y que no hubiera hecho ninguna locura, y que el miedo no la hubiera vuelto loca; sin embargo, tenía la sensación de haber cometido un tremendo error.

Dentro de la bolsa que Minnericht le había dado encontró unos pantalones limpios, una camisa y calcetines sin un solo agujero. Se quitó la ropa sucia que llevaba y se puso las nuevas prendas, que sentía limpias y nuevas contra su piel. Incluso los calcetines de lana eran suaves, y no le rozaban en absoluto. Era extraño llevarlos puestos junto con sus viejas botas. Las botas sabían que sus antiguos calcetines estaban gastados, y se habían acomodado para arropar los callos de sus pies. Ahora ya no tenían nada que arropar.

Encima de la palangana, en un estante, Zeke encontró un espejo. Lo usó para inspeccionar la herida de su frente, y para examinar los lugares que le dolían pero que no podía ver.

Aún parecía un niño que había estado jugando en el barro, pero ahora lo parecía algo menos que en los últimos años. Le gustaban sus nuevas ropas, aunque la mano vendada echara a perder en cierto modo el conjunto.

Yaozu llegó y abrió la puerta sin hacer ruido. A Zeke estuvo a punto de caérsele el espejo cuando vio el reflejo distorsionado y diminuto, en una de las esquinas, del asiático. El muchacho se dio media vuelta y dijo:

—Podías llamar a la puerta.

—El doctor desea que lo acompañes en la mesa. Ha pensado que quizá tengas hambre.

—Ya lo creo que tengo hambre —dijo Zeke, aunque se sintió tonto al hacerlo. Había algo en la espléndida habitación y las ropas limpias que le hacía pensar que debería comportarse mejor, o hablar con más educación, o tener mejor aspecto… pero no podía mejorar tanto con tan escaso aviso previo. De modo que añadió:

—¿Qué vamos a cenar?

—Pollo asado, creo. Puede que también haya patatas, o fideos.

A Zeke se le hizo la boca agua. Ni siquiera recordaba la última vez que había visto un pollo asado.

—¿A qué esperamos? —apremió con un genuino entusiasmo que eclipsó cualquier temor que le quedara aún. La advertencia de Angeline y su propia inquietud se desvanecieron mientras seguía a Yaozu hacia el pasillo.

Pasaron por otra puerta sin cerrojos, esta vez con dragones tallados en las esquinas, y llegaron a una sala que parecía un recibidor sin ventanas; y al otro lado, había un comedor que no hubiera desentonado en un castillo.

Una mesa larga y estrecha con un mantel blanco por encima recorría longitudinalmente la estancia, y a intervalos regulares había sillas de altísimos respaldos. Solo había dos asientos preparados, no en extremos opuestos, de modo que los que iban a cenar apenas se vieran la cara, sino bien cerca el uno del otro, en el cabecero de la mesa.

El doctor Minnericht ya estaba sentado a la mesa. Por encima del hombro le susurró algo a un extraño hombre vestido de negro con el ojo izquierdo ciego, pero Zeke no pudo oír lo que decían. La conversación tocó a su fin cuando Minnericht mandó retirarse a su conspirador y se dirigió a Zeke.

—Debes de estar hambriento. Desde luego, pareces famélico.

—Sí —dijo Zeke, sentándose en la silla sin preguntarse dónde iba a comer Yaozu. Le daba lo mismo. Ni siquiera le importaba si Minnericht era un nombre falso o no, o si este hombre solo fingía ser su padre. Lo único que le importaba era el apetitoso pedazo de ave que tenía ante sí.

Junto al plato había una servilleta doblada en forma de cisne. Zeke ni la tocó; fue directamente a por la pata de pollo.

Minnericht cogió un tenedor, pero no criticó la vehemencia del muchacho. En lugar de eso, dijo:

—Tu madre debería haberte alimentado mejor. Sé que las cosas no son fáciles en las Afueras, pero, francamente, los chicos de tu edad tienen que comer bien.

—Me da de comer —dijo Zeke entre bocados al muslo. Y de repente las palabras de Minnericht se quedaron atascadas entre sus dientes como un minúsculo hueso del ala del pollo. Estaba a punto de pedir explicaciones cuando Minnericht hizo algo realmente sorprendente.

Se quitó la máscara.

Tardó un rato en hacerlo, y pareció un procedimiento francamente complicado, uno que implicaba desabrochar varias hebillas. Sin embargo, cuando el último broche quedó suelto y la pesada máscara cayó, el doctor tenía un rostro humano después de todo.

No era un rostro apuesto, y no estaba completo. Una cicatriz tan grande como la huella de una mano iba de su oreja hasta su labio superior. Uno de sus ojos tenía dificultades para abrirse y cerrarse, puesto que la piel destrozada se aproximaba demasiado a su borde.

Zeke trató de no mirar fijamente, pero no pudo evitarlo. Y tampoco pudo dejar de comer. Su estómago se había apoderado de todo su cuerpo, y controlaba su rostro y sus manos. En esos momentos, le habría resultado inconcebible dejar el muslo en el plato.

—Puedes mirar si quieres —dijo Minnericht—, y deberías sentirte un privilegiado. Solo me quito la máscara en dos lugares: en este comedor y en mis aposentos privados. Puedo contar con los dedos de una mano la cantidad de gente que conoce el aspecto que tengo bajo la máscara.

—Gracias —dijo Zeke, y estuvo a punto de puntuar la palabra con un signo de interrogación, porque no sabía si sentirse halagado o preocupado. Y después mintió—: No está tan mal. He visto cosas peores en las Afueras, gente quemada por la Plaga.

—Esto no son quemaduras de la Plaga. Solo son quemaduras por fuego, que tampoco están mal. —Abrió lentamente la boca y empezó a comer, a bocados más pequeños que su acompañante, que se habría metido la pata entera en la boca si no lo estuviera mirando nadie. El rostro del doctor estaba parcialmente paralizado; eso era evidente, a juzgar por el modo en que sus labios se movían y una de sus fosas nasales se negaba a moverse cuando respiraba.

Y cuando el doctor habló sin la máscara filtrando sus palabras, Zeke detectó el cierto esfuerzo que le suponía hablar claramente.

—Hijo —dijo, y Zeke se estremeció, pero no dijo nada—. Me temo que tengo noticias… bastante malas.

Zeke masticó lo que pudo y tragó el resto antes de que se le escapara.

—¿Cuáles?

—Ha llegado a mi conocimiento que tu madre te está buscando, aquí en la ciudad. Una manada de podridos atacó el lugar donde buscaba información, y no hay ni rastro de ella. Como dije antes, estamos teniendo bastantes problemas con ellos ahora mismo, así que supongo que no podemos llamarla imprudente por toparse con ellos.

El muchacho dejó de comer.

—Espera, ¿qué? ¿Qué? ¿Está bien? ¿Ha venido aquí a buscarme?

—Eso me temo. Supongo que hay que reconocerle su persistencia, aunque no sea la mejor madre del mundo. ¿Es la primera vez que ves una servilleta?

—No… ¿dónde está?

El doctor pareció reconsiderar su enfoque, y recompuso rápidamente la explicación:

—Nadie me ha dicho que esté muerta, y no hay pruebas de que la hayan mordido y se haya convertido. Simplemente… ha desaparecido… después del ataque. Puede que aún aparezca.

No quedaba gran cosa en su plato, pero Zeke ya no se veía capaz de terminárselo.

—¿Vas a buscarla? —preguntó, pero no estaba seguro de qué respuesta prefería, de modo que no quiso insistir cuando Minnericht se tomó unos segundos en responder.

—Tengo hombres buscándola, sí —dijo.

A Zeke no le gustó el matiz de forzada cautela que oyó en sus palabras, y tampoco el tono que Minnericht empleó.

—¿Qué quiere decir eso? —Su voz aumentó en tono y volumen cuando prosiguió—: Sé que no es una madre perfecta, pero yo tampoco soy un hijo perfecto, y nos las hemos arreglado hasta ahora. Si está aquí, y si está en problemas, tengo que ayudarla a salir. Tengo que… ¡Tengo que salir de aquí, y buscarla!

—De ninguna manera —dijo Minnericht con autoridad, aunque su lenguaje corporal era inexistente, como si no supiera cómo actuar—. No lo harás.

—¿Quién lo dice? ¿Tú?

—No es seguro salir de la estación. Ya debes de haberte dado cuenta de eso, Ezekiel.

—Pero es mi madre, y todo esto es culpa mía, y…

Minnericht rompió su hieratismo al fin y se puso en pie, empujando su silla hacia atrás y dejando que su servilleta cayera al suelo.

—Por muy culpa tuya que sea, soy tu padre, y te quedarás aquí hasta que yo decida que no hay peligro.

—¡No!

—¿Crees que no podré retenerte? Muchacho, estás muy equivocado.

—No, tú no eres mi padre. Creo que me estás mintiendo. Aunque no sé por qué ibas a querer que nadie creyera que eres Leviticus Blue, porque todo el mundo lo odia. —Zeke se puso en pie y estuvo a punto de plantar la mano en el plato debido a las prisas—. Hablas de mi madre como si la conocieras, pero no es cierto. Apuesto a que ni siquiera sabes su nombre.

Minnericht cogió su máscara y comenzó a ponérsela. Se la puso como si fuera una armadura, como si fuera a protegerlo de los ataques verbales.

—No seas ridículo. Se llamaba Briar Wilkes cuando me casé con ella, y Briar Blue después.

—Todo el mundo sabe eso. Dime cuál es su segundo nombre —demandó, triunfante, Zeke—. ¡Apuesto a que no lo sabes!

—¿Qué tiene eso que ver con todo esto? Tu madre y yo… fue hace mucho tiempo. ¡Más tiempo del que tú llevas en este mundo!

—Menuda excusa, doctor —dijo Zeke, y las lágrimas que había estado reteniendo se transformaron en sarcasmo—. ¿De qué color son sus ojos?

—Cállate. No sigas, o te callaré a la fuerza.

—No la conoces. Nunca la has conocido, y tampoco me conoces a mí.

El casco finalmente se cerró sobre el rostro del doctor, aunque apenas había probado bocado.

—¿Que no la conozco? Muchacho, la conozco mejor que tú. Conozco secretos que nunca ha compartido contigo…

—Me da igual —dijo Zeke, y las palabras iban acompañadas de una cierta desesperación—. Tengo que ir a buscarla.

—Te he dicho que mis hombres están buscándola. ¡Esta es mi ciudad! —añadió con cierto fervor—. Es mía, y si está en algún lugar…

Zeke lo interrumpió:

—Entonces, ¿también es de tu propiedad?

Para su sorpresa, Minnericht no lo contradijo. En lugar de eso, dijo fríamente:

—Sí. Igual que tú.

—No voy a quedarme.

—No tienes elección. O, para decirlo de otro modo, sí la tienes, pero no es una gran opción. Puedes quedarte aquí y vivir cómodamente mientras otros buscan a tu madre extraviada, o puedes salir a la superficie sin máscara y asfixiarte, o convertirte, o morir de alguna otra manera horrible. Eso es todo. No hay otra cosa que puedas hacer, así que más vale que vuelvas a tu cuarto y te pongas cómodo.

—Ni hablar. Voy a salir de aquí.

—No seas idiota —escupió Minnericht—. Te estoy ofreciendo todo lo que ella te ha negado durante toda tu vida. Te estoy ofreciendo un legado. Sé mi hijo, y descubrirás que es una posición envidiable, independientemente de viejos rumores o prejuicios, o de malentendidos entre esta ciudad y yo.

Zeke estaba pensando rápido, pero no estaba pensando mucho. Necesitaba una máscara; eso lo sabía. Sin máscara estaba bien jodido, Minnericht tenía razón en eso.

—No quiero… —comenzó a decir, pero no sabía cómo terminar la frase. Lo intentó de nuevo, menos apasionadamente y con algo de la frialdad que veía en la máscara del doctor—. No quiero quedarme en mi cuarto.

Minnericht detectó un principio de acuerdo, de modo que se calmó un poco.

—No puedes ir arriba.

—Ya —concedió Zeke—, eso lo entiendo. Pero quiero saber dónde está mi madre.

—No menos que yo, te lo aseguro. Si te prometo algo, ¿te comportarás como un muchacho educado?

—Puede.

—Bien, me arriesgaré. Te prometo que si encontramos a tu madre, la traeremos aquí sana y salva y podrás verla. Y después los dos podréis marcharos, si queréis. ¿Te parece justo?

Pero ese era el problema, la verdad. Parecía demasiado justo.

—¿Cuál es el truco?

—No hay ningún truco, chico. Y si lo hay, será cosa de tu madre. Si le importas tanto como dice, te animará a quedarte. Eres un chico muy listo, y creo que podríamos aprender mucho juntos. Puedo darte una vida mucho mejor que ella, y, a decir verdad…

—Ah, ya lo entiendo. Vas a pagarla para que se marche.

—No seas vulgar.

—De eso se trata, ¿no? —preguntó Zeke, que ya ni siquiera estaba enfadado. Solo estaba sorprendido, y decepcionado, y confundido. Pero ahora tenía una promesa, y fuera a mantenerla Minnericht o no, al menos era un comienzo—. Y me da igual. Arreglaos entre vosotros. Me da lo mismo. Lo único que quiero saber es si está bien.

—Entonces podemos entendernos, ¿lo ves? La encontraré y la traeré aquí. Ya discutiremos los detalles más adelante. Pero, por ahora, creo que este primer intento de cena familiar… pongámosle fin —dijo, mirando más allá de Zeke, hacia un hombre que estaba de pie en el umbral de la puerta.

Era el mismo hombre de negro con el ojo lechoso. Alzó la barbilla como si quisiera llamar la atención del doctor Minnericht.

—Quiero una máscara —dijo Zeke antes de que el momento pasara por completo y el doctor dejara de prestarle atención.

—No te hace falta.

—Me estás pidiendo que confíe en ti. ¿Cómo voy a hacerlo si tú no confías en mí ni un poco? —argumentó Zeke.

—Eres muy listo. Me alegra que sea así. Pero el único motivo por el que podrías necesitar una máscara es para salir de las instalaciones, y aún no estoy dispuesto a creer en tu palabra si me dices que te quedarás aquí por voluntad propia. Así que temo que voy a tener que rechazar tu muy razonable propuesta.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Zeke, que comenzaba a irritarse a causa de la grandilocuencia de su interlocutor.

—Quiere decir que no necesitas máscara. Pero también quiere decir que no tendrás que quedarte en tu cuarto. Puedes ir adonde quieras. Sé adónde podrás y adónde no podrás ir, y créeme, mientras estés en mi reino, no habrá ningún lugar donde no pueda encontrarte. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo —dijo Zeke, abatido, con un encogimiento de hombros.

—Yaozu… mierda, Lester, ¿dónde se ha metido Yaozu?

—No sabría decirlo, señor —respondió Lester, y lo que sus palabras significaban no era que no supiera dónde estaba, sino que prefería no decirlo delante de Zeke.

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