Zeke la tiró del brazo.
—No está lejos de aquí. Sígueme.
—¿Estás seguro? —Briar no parecía dispuesta a seguirlo, pero Zeke la cogió de la mano y tiró de ella.
—Sí, estoy seguro —dijo—. Aquí es donde Yaozu me trajo, y recuerdo este sitio por mis mapas. Vamos. Está al otro lado de la calle, por aquí. Las hogueras son de gran ayuda —añadió—. ¡Puedo ver por dónde voy!
—Vale —dijo Briar, y dejó que la alejara de las hogueras y de los chinos armados hasta los dientes con sus máscaras y sus palas.
Zeke tomó el recodo más próximo y se detuvo de repente.
Briar chocó con su espalda, haciéndolo avanzar un par de pasos sobre un pequeño mar de podridos. Todos estaban echados en el suelo, pero algunos de ellos comenzaban a dar las primeras sacudidas tentativas que los despertarían del todo. Había docenas agolpadas allí, y puede que cientos más tras ellos, más allá, donde la oscuridad y la Plaga ya no les permitían ver nada.
—No te pares —dijo Briar, y se puso por delante—. Tenemos menos de un minuto. Por todos los cielos, Zeke, ¡corre!
Zeke no la contradijo, y no vaciló; echó a correr tras ella, saltando sobre los cuerpos, buscando la calle que había debajo de ellos, cuando podía. Briar siguió avanzando en la dirección que Zeke le había indicado, y para dar ejemplo pisoteaba todas las cabezas y torsos que se interponían en su camino. Tropezó en una ocasión, al pisar una pierna que rodó bajo ella como el tronco de un árbol, pero Zeke la ayudó a no perder el equilibrio, y pronto abandonaron esa calle y su legión de cadáveres enojados e inmovilizados.
—A la derecha —dijo Zeke.
Briar aún estaba al frente, de modo que abría el camino y seguía las indicaciones de Zeke al mismo tiempo. El olor dentro de su máscara era un elixir de miedo y esperanza, de caucho y cristal y carbón. Lo respiró profundamente, porque no tenía elección; estaba jadeando, y había olvidado lo difícil que era correr y respirar al mismo tiempo con la cabeza atrapada bajo el artefacto. Zeke también jadeaba, pero era más joven, y, a su manera, más fuerte.
Briar no sabía si lo era realmente, pero desde luego así lo esperaba.
El tiempo que habían comprado con Daisy estaba consumiéndose ya; y aunque no fuera así, se estaban alejando tanto del lugar de la detonación que los podridos no lo habrían oído, y no los habría detenido.
Dos calles más, y otra carrera.
Zeke se detuvo y trató de orientarse.
—Por favor, dime que no estamos perdidos —rogó Briar. Se acercó al muro más próximo y pegó la espalda en él, indicándole a Zeke que hiciera lo mismo.
—No estamos perdidos —dijo Zeke—. No. Allí está la torre, ¿la ves? Es la cosa más alta que hay por aquí. Y el fuerte estaba por ahí. Estamos justo encima, más o menos.
Tenía razón. Se abrieron paso a tientas por la calle, que se encontraba sumida en tinieblas y bañada en la Plaga, hasta que dieron con la puerta principal, cerrada con cerrojo desde dentro. Briar le dio un golpe, sabiendo que se arriesgaba a atraer atenciones no deseadas, pero sabiendo también que debía correr ese riesgo. Tenían que entrar, porque los podridos se acercaban. Briar ya podía oírlos, aproximándose, y ya no podían correr más.
La bolsa que colgaba a lo largo de su pecho y que golpeaba su cadera era peligrosamente ligera, y no se atrevía a mirar cuánta munición le quedaba. La respuesta era «no mucha», y mucho se temía que eso ya bastaba para provocarle náuseas, sin necesidad de conocer más detalles.
Zeke se unió a ella, y golpeó la puerta con puños y pies.
Entonces, del otro lado de la puerta llegó el sonido de cosas pesadas que se apartaban y se echaban al suelo. Las filas de maderos que conformaban las paredes y las puertas del fuerte comenzaron a moverse, y la grieta entre los maderos se abrió lo suficiente para que cupieran una mujer y un muchacho, justo antes de que la primera avanzadilla de podridos tomara la esquina y cargara.
Briar reconoció a los hombres por sus siluetas antes incluso de ver sus rostros.
Fang, un hombre pequeño y perfectamente inmóvil.
El capitán Cly, un gigante a quien nadie jamás habría confundido con ningún otro hombre.
La luz no inundaba el complejo amurallado, pero se filtraba lo bastante para poder ver. Había linternas repartidas a la manera china, atadas con cuerdas, iluminando el camino desde las alturas. Dos hombres trabajaban con una herramienta que escupía fuego y chispas, y un tercero bombeaba un generador de vapor que jadeaba y expulsaba nubes calientes, sellando las fisuras abiertas de la Naamah Darling.
La nave sorprendió a Briar, no había sido capaz de verla a través del aire espeso como la miel, pero ahí estaba: casi majestuosa, a pesar de sus numerosos parches.
Le dijo a Cly:
—Creía que no ibais a volver por un tiempo.
—No pretendía hacerlo… —dijo el otro. Señaló con el dedo a otro hombre, que les daba la espalda y contemplaba las reparaciones en curso—. Pero el viejo Crog se metió en un lío.
—¿Que me metí en un lío? —El capitán se dio media vuelta; parecía tan enojado que Briar vio cómo enrojecía su rostro incluso a través de su máscara—. No me metí en ningún lío. ¡Un idiota hijo de perra se marchó con la Cuervo Libre!
—Hola, eh… capitán Hainey —dijo Briar—. Lamento mucho oír eso.
—Tú lo lamentas, yo lo lamento, y todos los hijos de Dios lo lamentan —dijo con furia—. La nave más poderosa en kilómetros a la redonda. ¡La única nave de guerra que alguien logró robar de cualquiera de los dos bandos, y han tenido las narices de robármela a mí! Y tú no sabes la suerte que tienes —dijo, señalando con el dedo a Briar.
—Lo sé, lo sé. Últimamente soy muy consciente de eso —le dijo Briar—. ¿Y por qué?
—Ahora que me han robado la Cuervo Libre —respondió Hainey—, no podría sacarte afuera, y solo Dios sabe con quién te habrías tenido que contentar. Pero este capullo dijo que me ayudaría a recuperarla, así que aquí estamos.
—Como ves —añadió Cly—, a Crog no le fue muy bien, pero me alegra que al menos tú pudieras salir. Sufrimos algunos daños —dijo, inclinando la cabeza para referirse a los trabajadores, que habían abandonado sus herramientas y se deslizaban por cuerdas que descendían por un costado de la nave—. Podrías preguntarle a tu chico qué pasó. ¿Qué coño hacías a bordo de la Cuervo Libre? He estado intentando averiguarlo desde que comprendí quién eras.
Zeke, que había mantenido la boca cerrada con la esperanza de que no le prestaran atención, dijo tímidamente:
—Me dijeron que la nave se llamaba Clementine. Y solo estaba intentando volver a las Afueras. Fue idea de la señorita Angeline. Dijo que me sacarían y me dejarían en las Afueras. No sabía que era una nave robada, ni nada —murmuró.
—Bueno, pues es una nave robada. Yo la robé primero, y como es debido. La reparé. La convertí en un pájaro espléndido. La convertí en la Cuervo Libre, y es mía porque yo la reconstruí, vive Dios.
—Lo siento mucho —dijo Zeke en voz baja.
—Así que fue Angeline quien te llevó allí, ¿eh? Pero ella nos conoce a la mayoría de nosotros —dijo Cly, arañando con gesto ausente un punto en el que su máscara no era lo bastante holgada para ajustarse cómodamente por encima de su oreja—. No creo que te metiera en una nave cuyo capitán no conocía.
—Dijo que lo conocía —explicó Zeke—. Pero creo que no lo conocía demasiado bien.
—¿Y dónde está? —casi gritó Croggon Hainey—. ¿Dónde está esa india loca?
—Está regresando a las criptas —dijo Briar, tratando de otorgar un cierto aire de irrevocabilidad a sus palabras—. Y creo que deberíamos ir pensando en despegar. Las cosas están bastante feas allá, en la estación, y solo van a empeorar.
—Eso no me preocupa —dijo Hainey—. Este fuerte puede bloquear prácticamente cualquier cosa. Voy a encontrar a esa mujer y…
Porque quería resultar de ayuda, Zeke dijo:
—El nombre del capitán era Brink. Era pelirrojo, con los brazos llenos de tatuajes.
Hainey se quedó muy quieto mientras asimilaba esta información, y después sus brazos se agitaron de nuevo, y volvió a golpear el aire.
—¡Brink! ¡Brink! ¡Conozco ese nombre! —Se dio media vuelta, aún pateando y golpeando todo y nada, y caminó de vuelta hacia la nave, blasfemando y profiriendo amenazas que Brink no podía escuchar.
Andan Cly contempló a su colega recorrer el patio del fuerte a amplias zancadas hasta desaparecer tras la Naamah Darling. Después, se giró hacia Briar y comenzó a decir algo. Pero ella se le adelantó.
—Capitán Cly —dijo—, sé que no planeabas volver a atravesar el muro tan pronto, pero me alegra verte igualmente. Y… —Hizo una pausa, pues no sabía cuál sería la mejor manera de formular su solicitud—. Espero poder pedirte otro pequeño favor. Puede resultarte muy rentable, y no tendrás que desviarte de tu camino.
—¿Rentable, eh?
—Totalmente. Cuando despeguemos, quiero hacer una parada en mi vieja casa. Quiero que Zeke vea dónde vivía su madre. Y, como quizá recuerdes, mi marido era un hombre rico. Sé dónde está escondido parte de su dinero, y estoy segura de que ni siquiera los saqueadores más exhaustivos habrán logrado encontrarlo. Hay… escondites. Me encantaría compartir contigo lo que pueda sacar de allí.
Como si no hubiera oído el resto, Zeke dijo:
—¿De verdad? ¿Vas a llevarme allí? ¿Me enseñarás la vieja casa?
—De verdad —dijo Briar, aunque decirlo hizo que se sintiera más cansada de lo que cabría esperar por su edad—. Te llevaré allí, y te lo enseñaré todo. Todo —repitió—. Si el buen capitán es tan amable como para llevarnos, claro.
Croggon Hainey apareció tras el costado de la Naamah Darling, aún visiblemente furioso.
—¡Espero que Brink se lo haya pasado de puta madre con mi nave, porque cuando lo coja voy a romperle el cuello!
Cly miró a Hainey y entrecerró los ojos, un gesto que se acercaba más a una sonrisa que a un fruncimiento de ceño.
—Si existe la posibilidad de sacar beneficios —dijo—, creo que podré convencerlo para hacer una parada no prevista. Además, es mi nave. Iremos a tu casa si quieres. ¿Hay algún sitio donde podamos atracar, o al menos atar un ancla?
—Hay un árbol en el patio, un viejo roble. Ya está muerto, sin duda, pero debería de bastar para anclaros unos minutos.
—Te tomo la palabra —dijo el otro. La miró de arriba abajo, y también a Zeke, antes de decir—: Podemos despegar cuando queráis.
—Cuando esté listo, capitán —dijo Zeke, y rodeó con el brazo a su madre, lo que la sorprendió y agradó a partes iguales.
Sin duda la alegraba, pero también hacía que se sintiera un poco triste. Siempre supo que Zeke crecería algún día, pero no esperaba que sucediera tan pronto, y no estaba segura de cómo reaccionar.
Estaba infinitamente cansada, y le dolían los ojos a causa de tantos días de preocupaciones y de dormir poco, por no hablar de uno o dos golpes en la cabeza. Se apoyó en el muchacho, y, si no llevara el viejo sombrero de su padre, le habría recostado la cabeza en el hombro.
Cly echó un vistazo a su espalda, y, al ver que sus hombres habían terminado las últimas reparaciones, le preguntó a Fang:
—¿Está Rodimer a bordo de nuevo?
Fang asintió.
—Ah, Rodimer —dijo Briar—. Lo recuerdo. Me sorprende que no haya estado aquí fuera parloteando.
Sin ceremonia, Cly dijo:
—Ha muerto. Cuando chocamos, se rompió algo… dentro de él, quiero decir. Se encontró bien al principio, pero después empeoró. Y ahora… no lo sé. Supongo que lo llevaremos a casa. Que su hermana decida qué hacer con él.
—Lo siento mucho —dijo Briar—. Me caía bien.
—Y a mí —admitió el capitán—. Pero ya no hay nada que podamos hacer. Venga, vámonos de este lugar. Estoy harto de esta máscara, y de este aire. Quiero salir de aquí. Vamos —dijo—. Es hora de volver a casa.
Y, en menos de media hora, la Naamah Darling había despegado.
Se elevó con cautela mientras el capitán comprobaba los propulsores, los depósitos, y la dirección. Ascendió bastante ligera para ser un vehículo tan grande, y pronto dejaron el fuerte bien abajo.
Croggon Hainey ocupó el asiento de Rodimer y cumplió con sus deberes de navegación en malhumorado silencio, por medio de gestos con las manos y movimientos de la cabeza. Briar y Zeke se acurrucaban juntos en el extremo más apartado del cristal frontal, ligeramente agrietado, y contemplaban la ciudad desde las alturas.
—Vamos a quedarnos dentro de la Plaga por el momento —dijo Cly—. Si subimos más, encontraremos vientos cruzados, y no quiero exponerla a ese tipo de cosas hasta que esté seguro de que está preparada. Mirad, abajo a la izquierda. ¿Veis la estación?
—La veo —dijo Briar.
Veía las aceras entrelazadas como dedos, permitiendo a los transeúntes entrar y salir del barrio en el que la estación a medio construir se erigía junto a las llanuras de barro en el límite de Seattle, junto al gran muro. Las hogueras de abajo iluminaban la escena, y los hombres que se encargaban de ellas parecían ratoncitos.
La Naamah Darling pasó quizá demasiado cerca de la torre del reloj de la estación. El rostro vacuo de un reloj grande como un dormitorio los contempló ociosamente, sin mecanismos que midieran el tiempo y sin manos que lo comunicaran. Era un fantasma de algo que nunca había llegado a ocurrir.
Por encima de las calles volaba la aeronave; los podridos las invadían. Se movían en grupos, chocando como idiotas de pared en pared, como si fueran canicas caídas de una bolsa. Briar sintió una enorme lástima por ellos, y deseó que alguien, algún día, les diera descanso de nuevo. En otro tiempo fueron personas. Merecían algo mejor.
Mientras el vehículo se elevaba aún más, junto a la colina más alta de la ciudad, Briar pensó en Minnericht, y ya no estuvo tan segura. Puede que no todos ellos se merecieran algo mejor. Pero algunos sí.
Y miró a su hijo a su pesar. Él miraba por la misma ventana, y contemplaba la misma ciudad arrasada. Sonreía, no porque le pareciera bonita, sino porque la había vencido, y ahora tendría la única recompensa que había querido. Briar lo miró mientras sonreía, tratando de que no se diera cuenta de que lo estaba mirando. Le gustaba que sonriera, y se preguntó durante cuánto tiempo seguiría haciéndolo.
—Briar, voy a necesitar que me des algunas indicaciones —anunció el capitán Cly—. Sé que vivías en esta colina, pero no sé dónde exactamente.