»Pero entonces, tu abuelo vino a buscarlo. Es decir, todos estaban buscándolo, pero si alguien sabía adónde había ido Levi, sería yo, así que aquí es donde vino.
»No había hablado con él desde que me marché para casarme. A mi padre nunca le gustó Levi. Creía que era demasiado mayor para mí, y supongo que tenía razón. Pero, sobre todo, creía que Levi no era un buen hombre, y supongo que también tenía razón acerca de eso. Así que, la última vez que hablé con tu abuelo, lo llamé mentiroso por decir que mi marido era un criminal; y le mentí en su cara cuando le dije que no sabía dónde estaba. Pero estaba aquí mismo, en este laboratorio.
—Ojalá hubiera llegado a conocerlo —dijo Zeke—. A tu padre, quiero decir.
Briar no sabía cómo responder a eso, y la respuesta que no encontraba se atascó en su garganta hasta que logró decir:
—Ojalá lo hubieras conocido, sí. No era siempre un hombre afectuoso, pero creo que le habrías gustado. Creo que habría estado orgulloso de ti.
Después, se aclaró la garganta y dijo:
—Pero para él fue horrible, la última vez que nos vimos. Lo eché a patadas, y nunca volví a verlo con vida. —Añadió, más para sí misma que hablándole a Zeke—: Y pensar que fue Cly quien lo trajo a casa. Realmente, este mundo es un pañuelo.
—¿El capitán Cly?
—Sí, el capitán Cly, aunque entonces era más joven, y no era capitán, imagino. Puede que te lo cuente cuando volvamos a la nave. Te contará cómo ocurrió en realidad la fuga de la prisión, dado que siempre has tenido tantas ganas de saberlo. Si alguien puede contarte cómo pasó todo en realidad, es él, porque estuvo allí.
»Pero, esa noche, más tarde, cuando mi padre vino aquí buscando a Levi, bajé al laboratorio, aunque sabía que no debía. Tu padre se enfadó bastante, y dijo que no debía bajar allí sin su permiso. Pero bajé y entré cuando no miraba. Estaba bajo esa cúpula, trabajando con llaves o tuercas, con la espalda sobresaliendo y la cabeza enterrada en las entrañas de la Boneshaker. Así que no me vio.
Zeke comenzaba a trepar hacia el panel del piloto, hacia esa burbuja de cristal que era más grueso que el ancho de la palma de su mano. Alzó su linterna por encima de la cabeza tanto como pudo y miró a través de la superficie arañada.
—Hay algo dentro.
Briar siguió hablando más rápido:
—Abrí la puerta del laboratorio, y justo allí había un montón de bolsas en las que ponía «Primer Banco Escandinavo». Allí, donde está esa mesa partida en dos, había varios sacos, puestos en fila y repletos de dinero.
»Me quedé quieta, pero me vio igualmente. Se enderezó en ese asiento y me miró como si no me conociera de nada, y empezó a gritar. Me dijo que me fuera, pero, cuando se dio cuenta de que también había visto el dinero, intentó otra cosa: admitió que lo había robado, pero me dijo que no sabía nada del gas. Juró que había sido un accidente.
—¿Qué pasó con el dinero? —preguntó Zeke—. ¿Aún queda algo por aquí? —Inspeccionó lo que quedaba en pie de la estancia, y, al no ver nada, comenzó a escalar hacia el asiento de la Boneshaker.
Briar continuó:
—Ya había escondido la mayoría. Lo que vi fue solo una pequeña parte que no había escondido aún. Me llevé un poco cuando me marché, y aproveché cada centavo. Así era como comíamos cuando eras pequeño, antes de que empezara a trabajar en la planta de tratamiento de aguas.
—¿Y el resto?
Briar suspiró profundamente.
—Lo escondí en el piso de arriba.
Y añadió, rápidamente, antes de que Zeke tuviera oportunidad de verlo por sí mismo:
—Levi intentó convencerme de que huyéramos juntos y empezáramos de nuevo en otro sitio, pero yo no quería ir a ningún otro sitio. Y, de todos modos, era evidente que había estado haciendo planes para huir sin mí. Empezó a gritar, y yo estaba enfadada, y estaba asustada. Y en esa mesa, en la que solía estar allí, vi uno de los revólveres que estaba intentando convertir en algo más grande y más extraño.
—¡Madre!
Briar no dejó que la interjección la detuviera.
—Lo cogí —dijo—, y le apunté con él, y se rió de mí. Me dijo que fuera arriba y que cogiera todo lo que quisiera llevarme, porque nos íbamos a marchar en la Boneshaker, que nos marchábamos de la ciudad en una hora. Si prefería, podía quedarme aquí y morir como todos los demás. Y me dio la espalda; se puso a trabajar de nuevo en la máquina, como si yo no estuviera allí. A él nunca le importé una mierda —dijo, como si acabara de ocurrírsele—. Creía que era joven y tonta, y lo bastante bonita para no desentonar en su salón. Creía que no tenía arreglo. Pues se equivocaba.
Zeke estaba tan cerca del cristal que, cuando levantó la linterna e iluminó el interior de la cúpula, vio una silueta allí.
—Madre —dijo.
—Y no estoy diciendo que me amenazara, ni que intentara pegarme. No ocurrió nada de eso. Lo que pasó fue que entró de nuevo en la Boneshaker, y yo me acerqué a él por la espalda, y le disparé.
La mano de Zeke había encontrado una palanca junto a su rodilla. Extendió el brazo hacia ella, y vaciló.
—Adelante —dijo Briar—. Mira dentro, o pasa el resto de tu vida preguntándote si Minnericht te decía la verdad.
Zeke echó otro vistazo a la puerta, donde Briar estaba, inmóvil, con su linterna; y después empujó la palanca y la puerta se retiró. La cúpula de cristal siseó sobre un par de goznes y comenzó a elevarse.
En el interior había una momia sentada, inclinada hacia delante y con el rostro estampado en los controles.
Le faltaba la parte posterior de la cabeza, aunque aquí y allá se veían pedazos de ella, pegados al interior del cristal, y desparramados en el panel de control. Esos pedazos estaban negros y grises, pegados a dondequiera que hubieran caído. El cadáver seco estaba vestido con un guardapolvo de color claro y guantes de cuero que le llegaban hasta los codos.
Briar dijo, en voz más baja, y más lentamente:
—Ni siquiera puedo decir que estaba protegiéndote. Tardé unas semanas en saber que iba a tenerte, así que no puedo usar esa excusa. Pero así fue. Lo maté —dijo—. Si no fuera por ti, supongo que no habría importado. Pero estás aquí, y eres mi hijo, y también su hijo, te mereciera o no. Y, me guste o no, eso tiene importancia.
Aguardó, expectante por saber qué haría su hijo a continuación.
En el piso de arriba, oyeron el sonido de pisadas que recorrían la sala de estar. El capitán Cly gritó:
—Wilkes, ¿estáis ahí?
—¡Estamos aquí abajo! —gritó ella—. ¡Danos un segundo, enseguida subimos!
Después, Briar dijo:
—Di algo, Zeke. Te lo ruego, muchacho. Di algo.
—¿Qué puedo decir? —preguntó él, y pareció que realmente no sabía qué decir.
—Di que no me odias —dijo Briar—. Di que lo entiendes, y, si no lo entiendes, di que no pasa nada. Di que te he contado lo que siempre te preguntaste, y que ahora ya no puedes acusarme de ocultarte nada. Y, si no puedes perdonarme, ¡por todos los cielos, dímelo! Dime que te he hecho daño, igual que se lo hice a él hace años. Dime que no lo entiendes, y que desearías haberte quedado con Minnericht en su guarida. Dime que no quieres volver a verme, si es lo que sientes. Di lo que tengas que decir, pero di algo, por el amor de Dios.
Zeke le dio la espalda y contempló de nuevo la burbuja de botones, palancas y luces. Miró el cuerpo consumido cuyo rostro nunca vería. Después, extendió la mano hacia la cúpula de cristal y la bajó hasta que quedó enganchada y bien cerrada.
Se dejó caer por el costado de la enorme máquina y se detuvo a un par de metros de su madre, que estaba demasiado aterrorizada para llorar, aunque era lo que más deseaba.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Zeke.
—¿Ahora?
—Sí. ¿Qué hacemos ahora?
Briar tragó saliva, y soltó por fin su férrea presa sobre la cinta de la bolsa. Quiso saber:
—¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir es, ¿cogemos todo lo que encontremos en la casa, y volvemos a las Afueras?
—¿Es que crees que quizá deberíamos quedarnos aquí? ¿Es eso?
—Es lo que te estoy preguntando. ¿Crees que podemos volver a las Afueras después de todo esto? Llevas días fuera; supongo que yo también. Quizá deberíamos coger el dinero que quede y averiguar si el capitán quiere llevarnos al este. La guerra no puede continuar para siempre, ¿no? Quizá si vamos lo bastante hacia el norte, o lo bastante hacia el sur… —La idea se desvaneció, y también su enumeración de sugerencias—. No lo sé —concluyó.
—Yo tampoco.
—Pero no te odio —añadió Zeke—. No puedo. Viniste aquí para buscarme. Y a nadie más en todo el mundo le importo tanto como para intentarlo.
Los ojos de Briar se llenaron de lágrimas, y trató de limpiárselas, y de secarse la nariz, pero olvidó que llevaba máscara.
—Vale. Bien. Muy bien. Me alegra que digas eso.
—Vámonos de aquí —dijo Zeke—. A ver qué podemos encontrar arriba. Y después… después… ¿qué quieres hacer?
Briar rodeó con el brazo la cintura de su hijo y lo abrazó con fiereza mientras subían las escaleras el uno junto a la otra.
En el piso de arriba, se oía a los piratas aéreos rebuscando en los estantes, vitrinas, y armarios.
—Vamos a echarles una mano —dijo Briar—. Hay una caja fuerte en el suelo del dormitorio, bajo la cama. Siempre pensé que terminaría volviendo a por ella algún día, aunque no sabía cuánto tiempo tardaría en hacerlo. —Sorbió por la nariz, y pareció casi feliz—. De todos modos, estaremos bien, ¿no?
—Seguro que sí.
—Y sobre qué vamos a hacer ahora… —Briar se adelantó y guió a Zeke al pasillo, donde la luz combinada de sus linternas hizo que el estrecho habitáculo se llenara de calidez—. Nos queda poco tiempo para decidirlo. Pero no podemos quedarnos aquí. Este no es sitio para un adolescente.
—Tampoco para una mujer, por lo que he oído.
—Puede que tampoco para una mujer, no —concedió Briar—. Pero puede que eso no sirva para nosotros. Puede que yo sea una asesina, y tú un fugitivo. Puede que nos merezcamos esta ciudad, y esta gente, y puede que saquemos algo bueno de todo esto. No puede ser mucho peor que la vida que tenemos tras los muros.
La sombra del capitán Cly los recibió en el saloncito, y Croggon Hainey apareció por la puerta principal, ajustándose la máscara y aún blasfemando a cuenta de su nave perdida. Hizo una pausa lo bastante extensa para decir:
—Esto es muy raro, señorita Wilkes. Creo que es la primera vez que alguien me invita a saquear su casa.
Briar contempló las tiras retorcidas y húmedas del papel de la pared, las alfombras mohosas y los recuadros de un extraño color allí donde habían estado colgados sus cuadros. Esqueletos de muebles languidecían junto a las paredes y el hogar, y los afilados rebordes de los cristales rotos de las ventanas trazaban curiosos dibujos de sombras a lo largo de los sucios muros. A través de las ventanas, podía ver el sol, que comenzaba a salir, aunque apenas lo suficiente para iluminar la penumbra que reinaba adentro, no lo bastante para que la escena pareciera verdaderamente trágica.
Zeke había perdido la sonrisa, pero la recuperó de nuevo, como si fuera un estandarte, y dijo:
—Resulta difícil creer que quede algo de valor en este sitio. Pero mamá dice que hay dinero escondido en el piso de arriba.
Briar mantuvo su brazo alrededor de su hijo, y se quedó bien cerca de él. A los dos capitanes les dijo:
—Esta es mi casa. Si queda algo que merezca la pena llevarse, vamos a por ello. Si no, he terminado aquí. He cogido lo que he podido, y ya es bastante.
Zeke se quedó quieto mientras su madre le acariciaba el pelo; después, se giró hacia el capitán Cly y le preguntó:
—¿Es cierto que estuviste en la fuga de la prisión? Mamá dice que fuiste uno de los que trajo a mi abuelo de vuelta a casa.
Cly asintió y dijo:
—Es cierto. Mi hermano y yo lo hicimos. Vamos a limpiar este lugar, y después te hablaré de ello, si quieres. Te lo contaré todo.
En la planta, un supervisor de gesto malhumorado y guantes muy gruesos le dijo a Hale Quarter que no, que la señora Blue no había ido a trabajar hoy. La verdad es que no había trabajado un solo turno en casi una semana, y, por lo que a él respectaba, ya no trabajaba allí. Tampoco sabía qué había sido de ella. Y no, no tenía ni idea de adónde podía haber ido, o qué estaba haciendo ahora.
Pero, si Hale estaba realmente interesado, o desesperado, o no tenía nada mejor que hacer, podía echar un vistazo si quería a los efectos personales que había dejado allí. Que el supervisor supiera, nadie había tirado sus cosas o despejado su cuchitril.
Briar no tenía nada que nadie quisiera.
El joven biógrafo asintió y escondió el dedo entre el cuello de la camisa y su propio cuello, porque allí hacía un calor espantoso. El vapor silbaba, se filtraba, y a veces era expulsado en soplos por las rendijas de las enormes máquinas; y el agua hirviendo para procesar caía de crisol en crisol en cascadas humeantes y espumosas de pesado calor. El resto de trabajadores lo contempló con recelo e incluso sincero desprecio, aunque nadie les había dicho a quién venía buscando Hale. Bastaba que vistiera ropas de su talla, y que llevara un cuaderno de apuntes bajo el brazo. Bastaba que llevara gafas, que se empañaban con cada vertido de uno u otro crisol por encima de su cabeza. No era como ellos, y no estaban preparados para ser educados con él. Lo querían fuera de allí, fuera de su espacio.