—Maldita sea, señorita Angeline, ¿no podía llamar a la puerta? Lo juro por Dios, aquí nadie llama nunca.
—¿Por qué debería hacerlo? —preguntó ella, entrando en la estancia y adoptando una postura en cuclillas que hizo que sus rodillas crujieran sonoramente—. No ibas a asustarte y dispararme, y él ya ni siquiera sabe que estoy aquí.
Zeke imitó la postura, aferrándose al borde de la mesa y agachando la cabeza para mirar por debajo.
—Deberíamos hacer algo —dijo sin vigor.
—¿Cómo qué? ¿Ayudarlo? Chico, ya no podemos ayudarlo, aunque quisiéramos. Diablos, lo más decente sería pegarle un tiro en la frente.
—¡Angeline!
—No me mires así. Si fuera un perro, no lo dejarías sufrir. La cosa es que no es un perro, y me da igual que sufra. ¿Sabes qué hay en la botella? ¿La que tiene ahí, como si fuera su retoño?
—¿Qué es? —Zeke la cogió de manos de Rudy, que no lo evitó.
El líquido en el interior del cristal sucio era denso y no demasiado claro. Tenía un matiz entre amarillo y verdoso, y olía un poco a la Plaga, y un poco a sal, y puede que a queroseno.
—Solo Dios sabe. Esto es un laboratorio, aquí experimentan con el gas y tratan de convertirlo en algo que se pueda beber, o fumar, o esnifar. La Plaga es una cosa terrible, y es muy difícil convertirla en algo que la gente pueda tolerar. Rudy, este viejo desertor, lleva años enganchado a ella. Intenté decírtelo, en el túnel. Intenté meterte en la cabeza que solo te estaba trayendo aquí porque creía que Minnericht lo recompensaría por ello. Estaba escrito que ese miserable veneno lo mataría antes o después, y creo que ha llegado el momento. —Frunció el ceño, mirando la botella, y también al hombre tendido en el suelo.
—Deberíamos ayudarlo —dijo Zeke, que parecía oponerse a la muerte de su antiguo compañero como si se opusiera a cualquier otro formalismo absurdo.
—¿Quieres dispararle entonces?
—¡No!
—Yo tampoco. No creo que se lo merezca. Merece sentir el dolor, y morir por su causa. Ha hecho cosas horribles en el pasado para conseguir esa horrible bebida, o esa pasta, o ese polvo, o lo que sea. Déjalo en paz. Tápalo si crees que sería lo más adecuado. No va a salir de esta.
La señorita Angeline se puso en pie, golpeó con la mano la mesa y dijo:
—Apuesto a que ni siquiera sabía qué estaba tomándose. Probablemente llegó aquí, buscando colocarse en paz, y empezó a tragarse lo primero que encontró.
—¿Eso cree?
—Sí, eso creo. Alistair nunca fue muy listo, y las pocas neuronas que tenía se las comió el jugo.
Zeke también se puso en pie, y tapó con el mantel de lona el punto en que las vibraciones que producía la cabeza de Rudy estaban reproduciendo una melodía ominosa en los maderos del suelo. No podía soportar mirarlo. Le preguntó a Angeline:
—¿Qué está haciendo aquí? —Lo preguntó en parte porque quería saberlo, pero también porque sentía la necesidad de hablar de alguna otra cosa.
—Te dije que iba a matarlo, ¿te acuerdas?
—¡Creía que no hablaba en serio!
—¿Por qué no? —preguntó ella con lo que parecía genuina confusión—. No es el primer hombre al que he querido matar aquí abajo, y estaba dispuesta a incluirlo en la lista.
Antes de que Angeline pudiera decir algo más, Zeke se fijó en que el tumulto del piso de arriba iba convirtiéndose gradualmente en un rumor tenue y esporádico. Ya no oía los golpes contra la puerta al final del pasillo, ni siquiera lejanamente.
—Las escaleras —dijo en un jadeo—. Había un hombre en las escaleras.
—Sí, Jeremiah. Un tipo enorme, grande como un muro de ladrillos. Con armadura.
—Ese. ¿Es… de fiar? —preguntó Zeke.
La princesa comprendió a qué se refería.
—Tiene sus defectos, como todos los hombres, pero está aquí para ayudar.
—¿Ayudar a quién? ¿A mí? ¿A usted? —Zeke sacó la cabeza por el hueco de la puerta, mirando de derecha a izquierda—. ¿Adónde ha ido?
Angeline se unió a él en el umbral, y salió al vestíbulo.
—Creo que ha venido a ayudar a tu madre —dijo—. Está aquí, en la estación, en algún sitio. ¡Jeremiah! —gritó.
—¡No grites! —Zeke trató de hacerla callar—. ¿Y está aquí por mi madre? ¡Creía que nadie sabía dónde estaba!
—¿Por qué pensaste eso? ¿Es lo que te ha contado Minnericht? ¿Es que no recuerdas lo que te dije, tonto? Te dije que es una serpiente mentirosa. Tu madre lleva aquí dentro un día o dos, y Jeremiah ha venido porque tiene miedo de que el doctor le haya hecho algo. ¡Jeremiah! —gritó de nuevo.
Zeke cogió a Angeline del brazo y la sacudió.
—¿Está aquí? ¿Todo este tiempo ha estado aquí abajo?
—Sí, está aquí, en algún sitio. Se suponía que debía estar de vuelta en las criptas por la mañana, pero no regresó, y los fiambres decidieron venir a buscarla. Y no creo que estén dispuestos a marcharse sin ella. —Y una vez más gritó—: ¡Jeremiah!
—¡No! —dijo Zeke—. ¡Deje de gritar! ¡Tiene que dejar de gritar!
—¿De qué otra manera voy a encontrarlo? No pasa nada, aquí abajo no hay nadie más, al menos que yo sepa.
—Yaozu estuvo aquí hace unos minutos —dijo Zeke—. Lo he visto.
Angeline lo miró fijamente.
—No me mientas, chico. He visto a ese maldito asiático en el piso de arriba. ¿Bajó hasta aquí? Si es así, tengo que saber por dónde fue.
—Por aquí. —Zeke señaló hacia un recodo—. Y luego a la derecha.
—¿Hace cuánto?
—Unos minutos —repitió Zeke, y antes de que Angeline se marchara, la cogió del brazo y preguntó—: ¿Dónde tienen a mi madre?
—No lo sé, muchacho, y no tengo tiempo de averiguarlo. Tengo que seguir a ese cabrón asesino.
—¡Pues encuentre el tiempo! —Zeke no llegó a gritar, pero las palabras sonaron imperiosas, en un tono que nunca se había oído a sí mismo usar. Después, en voz más calmada y controlada, soltó el brazo de la mujer y dijo—: Me ha dicho que todo lo que me dijo Minnericht es mentira. Pues me dijo que mi madre había venido a buscarme. ¿Es cierto?
Angeline retrajo el brazo y miró a Zeke de una manera que el muchacho no pudo descifrar.
—Es cierto —dijo ella—. Vino a buscarte. Minnericht la atrajo hasta aquí, junto con Lucy O’Gunning. Lucy salió de la estación ayer, y volvió a las criptas en busca de ayuda.
—Ayuda. Lucy. Criptas. —Zeke repitió las palabras que parecían importantes, aunque no le dijeran gran cosa—. Quién…
La paciencia de Angeline comenzaba a agotarse.
—Lucy es una mujer con un solo brazo —dijo—. Si la ves, dile quién eres y hará todo lo posible por sacarte de aquí.
Dio un paso, alejándose de él, y se puso en marcha, como si diera por zanjado el tema.
Zeke agarró su brazo de nuevo, con fuerza.
A Angeline no le gustó. Dejó que lo atrajera hacia sí, pero llevó consigo un cuchillo que le puso en el estómago. No era una amenaza, aún no. Solo era una observación, y una advertencia.
—Quítame la mano de encima —dijo.
Zeke la soltó, como le ordenaba, y después preguntó:
—¿Dónde tiene a mi madre?
Angeline miró nerviosamente el recodo y después a Zeke con impaciencia.
—No sé dónde está tu madre. Pero supongo que la tienen encerrada en algún sitio. Puede que en una de estas habitaciones, o quizá en los niveles de abajo. He estado un par de veces aquí, pero no me conozco este lugar como si se tratara de mi casa ni nada por el estilo. Si encuentras a Jeremiah otra vez, quédate con él. Da un poco de miedo, pero te mantendrá de una pieza si se lo permites.
Zeke supuso que no iba a conseguir nada más, de modo que echó a correr; a su espalda, oyó las pisadas de Angeline, que se alejaban en la dirección opuesta.
Corrió hacia la primera puerta que encontró y la abrió.
Solo había una cama, una palangana y una cómoda; la estancia era bastante parecida a la que le habían cedido, aunque no tan limpia ni tan elegante. Algo en el olor a polvo y lino le hizo pensar que hacía mucho tiempo que nadie la usaba. Salió de la habitación, y llamó a Angeline antes de recordar que se había marchado sin él. Ya ni siquiera podía oír sus pisadas, y estaba solo en el pasillo repleto de puertas.
Pero ahora sabía qué hacer.
Fue a la siguiente puerta; estaba cerrada con cerrojo.
De vuelta en el laboratorio, Rudy no respiraba ya; y si lo hacía, su respiración era tan débil que Zeke no pudo oírla cuando se acercó a la mesa. Sin mirar bajo el mantel de lona, apartó los pies de Rudy de una patada y encontró el bastón.
Era muy pesado. Incluso a pesar de la larga fractura de su costado, lo sentía abrumador y robusto.
Corrió de vuelta hacia la puerta cerrada, y golpeó el picaporte con el pesado y afilado bastón hasta que el mecanismo se rompió y la puerta se abrió hacia dentro.
Zeke entró sin pensárselo en una sala llena de cacharros. No había nada que pareciera importante; la mayoría de las cosas parecían muy viejas, y algunas peligrosas. A una de las cajas le faltaba la tapa. Dentro había piezas de armas, cilindros y rollos de alambre. La caja abierta más cercana estaba repleta de serrín y tubos de cristal.
No podía ver nada más. No había suficiente luz.
—¿Madre? —dijo, aunque ya sabía que no estaba allí. No había nadie ahí dentro, y nadie había estado allí desde hacía bastante tiempo—. ¿Madre? —dijo una vez más, por si acaso. Nadie respondió.
La siguiente puerta estaba abierta, y tras ella Zeke encontró otro laboratorio, lleno de mesas muy juntas entre sí y de luces con reguladores que podían ajustarse para lograr una mejor iluminación.
—¿Madre? —gritó de nuevo, casi por inercia. Nadie respondió, y continuó.
Se dio media vuelta y se detuvo con la nariz a un milímetro del torso cubierto de metal del hombre al que Angeline llamaba Jeremiah. Zeke no tenía ni idea de cómo había logrado moverse tan silenciosamente con esa pesada armadura, pero allí estaba, y allí estaba Zeke, sin aliento y con un propósito impulsando sus pasos por primera vez en días.
—Apártate de mi camino —dijo—. ¡Tengo que encontrar a mi madre!
—Estoy intentando ayudarte, idiota. Sabía que eras tú —añadió el otro mientras daba un paso atrás, permitiendo que Zeke saliera del laboratorio hacia el pasillo—. Sabía que tenías que ser tú.
—Felicidades. Acertaste —dijo Zeke.
Solo quedaba una puerta por abrir. Zeke fue hacia ella, pero Jeremiah lo detuvo.
—Es un armario. No puede haberla encerrado ahí. Imagino que la llevó un nivel más abajo, donde él reside —dijo.
—¿En estas habitaciones no vive gente?
—No. Son las habitaciones para invitados.
—¿Has estado aquí antes?
—Sí, he estado aquí antes. ¿De dónde crees que saqué todo esto? Sube al ascensor.
—¿Sabes cómo hacerlo funcionar?
Jeremiah no respondió; tan solo subió a la plataforma y empujó la puerta a un lado. La sostuvo abierta para Zeke, que tuvo que correr para no quedarse atrás; el ascensor estaba descendiendo antes de que el muchacho pusiera los dos pies en él.
Mientras el ascensor se sacudía y descendía, Zeke preguntó:
—¿Qué está pasando? Nadie quiere decírmelo.
—Lo qué está pasando… —Jeremiah tomó una palanca que debía de funcionar a modo de freno—. Es que ya nos hemos hartado de ese maldito doctor.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué ahora?
Jeremiah negó con la cabeza, haciéndola crujir.
—Es un momento tan bueno como cualquier otro, ¿no crees? Le hemos dejado que nos trate como a perros durante años, y nos hemos aguantado. Pero ahora ha cogido a la chica de Maynard, y ni un solo fiambre o chatarrero piensa tolerar esa mierda.
Zeke sintió un repentino alivio, y una genuina gratitud, además.
—¿De verdad has venido a ayudar a mi madre?
—El único motivo por el que vino aquí fue para buscarte. Podría haberla dejado fuera de todo esto, y también a ti. Pero, obviamente —dijo, apoyando su peso en la palanca y deteniendo el ascensor—, no lo hizo. Ninguno de los dos debería estar aquí, pero aquí estáis. Y eso no está bien.
Apartó la puerta con tanta fuerza que la rompió, y quedó colgando de las bisagras.
Zeke la apartó de una patada y llegaron al enésimo pasillo lleno de alfombras, luces y puertas. Podía oler una hoguera en algún sitio, y un aroma cálido, hogareño, como el crujido de los maderos en una chimenea.
—¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Madre? ¿Madre, estás aquí? ¿Puedes oírme?
Arriba, algo terrible sucedió; un estallido escandaloso que hizo que Zeke se acordara del momento en que la Clementine se estampó contra la torre. Sintió la misma estremecedora urgencia, y estar bajo tierra solo hizo que el temor fuera aún mayor. El techo se agrietó sobre él, y cayeron sobre ellos nubes de polvo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—¿Cómo coño voy a saberlo?
Un creciente rugido resonó arriba, tras la explosión, e incluso Zeke, que hasta hacía bien poco consideraba una verdadera lástima marcharse sin ver a un solo podrido, adivinó qué lo producía.
—Podridos —dijo Jeremiah—. Y muchos. Creía que los pisos de abajo estaban mejor reforzados. Suponía que para eso servían todos estos niveles. Parece que Minnericht no es infalible. Será mejor que suba y los contenga.
—¿Vas a contenerlos tú solo?
—Puede que algunos de los hombres de Minnericht me echen una mano; no quieren atraer a los podridos, y la mayoría solo están aquí porque les pagan por estar. Por cierto, si oyes una gran explosión dentro de unos minutos, no te asustes.
—¿Qué significa eso?
Jeremiah ya estaba de vuelta en el ascensor, tratando de encontrar la palanca adecuada.
—Quédate aquí y busca a tu madre —dijo—. Puede que necesite ayuda.
Zeke corrió a la entrada del ascensor y preguntó:
—¿Y después qué hago? ¿Adónde voy cuando la encuentre?
—Arriba —dijo el otro—. Y afuera. Las cosas van a empeorar por aquí antes de mejorar. Los podridos se mueven más rápidamente de lo que esperábamos. Volved a las criptas, o id a la torre y esperad a la próxima nave.
Y entonces el ascensor dio una sacudida, y comenzó a ascender cargando con Jeremiah. Pronto, incluso sus botas se habían perdido ya de vista. Zeke estaba solo de nuevo.
Pero había más puertas que abrir, y su madre estaba en algún sitio, así que al menos tenía algo en lo que cavilar para no tener que pensar en el tumulto de arriba. La puerta al otro extremo de la estancia estaba abierta, y dado que esa puerta representaba la ruta más sencilla, o al menos la más rápida, corrió hacia ella y entró de un salto.