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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (39 page)

—¿Guardias? —preguntó Briar.

—No te pongas nerviosa. Lo estamos haciendo bien, acercándonos sin escondernos y sin cuchichear. No nos molestarán.

—Pero están vigilando, ¿no?

—Por si vienen recién llegados, y por si se acercan podridos. Y clientes contrariados —dijo Lucy.

—Yo soy una recién llegada —apuntó Briar.

—Sí, pero a mí me conocen.

—Quizá debería preguntarles… —comenzó a decir Briar.

—¿Preguntarles qué?

—Por Zeke. Son vigilantes, ¿no? Puede que hayan visto a mi hijo mientras patrullaban las calles.

Lucy negó con la cabeza.

—Aún no. No estos hombres. No hablarán contigo, aunque puedan hacerlo. Son solo mercenarios, la mayoría. Y no son amistosos. Déjalos en paz. —Bajó la voz de nuevo, y caminó por delante de Briar.

Briar vio a un tercer hombre armado en otro tejado cercano, y después a un cuarto.

—¿Siempre hay tantos? —preguntó.

Lucy estaba mirando en otra dirección, porque había visto un quinto hombre.

—A veces —dijo, pero no parecía demasiado convencida—. La verdad es que son demasiados para un comité de bienvenida. Me pregunto a qué viene todo esto.

No eran palabras muy tranquilizadoras, pero Briar tomó la firme determinación de no aferrarse aún más a su rifle ni de caminar más rápidamente por los estrechos pasillos sembrados de planchas de madera y tubos metálicos que la sostenían por encima de las calles envenenadas.

—Al menos no nos están apuntando —dijo.

—Es verdad. Puede que hayan tenido problemas. Puede que estén buscando a otro. Cielo, ¿me haces un favor?

—Dime.

—Quédate un poco más cerca de mí. Esta parte es desigual, y me cuesta caminar en línea recta sin mi brazo.

Briar cambió de sitio la bolsa y el rifle, de modo que no golpearan a Lucy en la cara, y después rodeó con un brazo a Lucy y la ayudó a caminar por las planchas de madera. Al final del camino tiró de otra palanca, y otro ascensor cayó en respuesta.

—Es el último —dijo Lucy—. Nos llevará hasta el sótano. ¿Ves la estación, allí?

Briar entrecerró los ojos y creyó ver un lejano punto negro y un círculo cruzado por dos líneas a través del aire cuajado.

—¿Por allí?

—Sí. Esa es la torre del reloj. Acababan de construirla cuando llegó la Plaga. Este lugar de aquí —dijo mientras los engranajes que sostenían la plataforma en vilo repiqueteaban y comenzaban a descender—, supuestamente era una cochera donde los vagones se guardarían cuando nadie los necesitara. Se ha convertido en una especie de enorme recibidor.

—¿Un recibidor?

—Claro. Piensa en este sitio como un hotel. Dentro es bastante cómodo —dijo Lucy—. Más que las criptas, desde luego. Incluso aquí abajo, el dinero cuenta, y Minnericht tiene mucho.

Piso a piso, el destartalado ascensor llevaba a las dos mujeres hacia abajo. Mientras atravesaban el esqueleto de la enorme estación que nunca llegó a existir, sus estómagos se inquietaron, amenazando con llegar antes que ellas al sótano. Allí, las puertas se abrían hacia más inquietantes desnudeces, nuevos recordatorios de que ya no había trenes, ni viajeros. Este era un lugar que nunca había llegado a ser nuevo, y que ahora parecía tan viejo como las alas de las moscas atrapadas en ámbar.

Una nube de polvo acompañó la llegada del ascensor a su destino.

Briar estornudó, y Lucy levantó el brazo para sonarse la nariz en la manga, pero la máscara impedía que esa empresa tuviera éxito.

—Vamos, cielo —dijo Lucy—. No queda mucho, y, cuanto más bajemos, más cómodas estaremos.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó Briar mientras las dos mujeres bajaban de la plataforma.

—No lo sé, ¿diez años? Ha tenido tiempo de sobra para adaptar este sitio a sus gustos, eso está claro.

Caminaron sobre piedra lisa sin brillo o lustre, y sus pisadas creaban un eco que anunciaba su llegada. La vasta y desierta estancia terminaba contra unas puertas dobles rojas que estaban selladas con tiras negras en todas sus rendijas. Briar tocó una de las tiras y la miró con más atención. Parecía más limpia y mejor manufacturada que los sellos, de aspecto improvisado, de otras zonas.

—¿Cómo entramos? ¿Tenemos que llamar de una manera especial, o tocar un timbre? —preguntó Briar, al fijarse en que la puerta no tenía cerrojos ni picaportes a la vista.

—Ayúdame a sacar el brazo del cabestrillo, ¿quieres?

Briar así lo hizo, y cuando terminó, Lucy golpeó con el brazo tres veces la puerta situada más a la derecha, produciendo al hacerlo un sonido afilado y repiqueteante, de metal contra metal.

—Las puertas…

—Son de acero, creo. Alguien me contó que las fabricó a partir de la carrocería de un vagón de tren. Pero también me han contado que las arrancó de la entrada, así que no sé de dónde han salido realmente.

—¿Y van a dejarnos entrar con solo llamar?

Lucy se encogió de hombros, y su brazo casi inservible golpeó levemente su estómago.

—Los podridos no llaman a la puerta. De todos los demás se pueden encargar.

—Estupendo —murmuró Briar, y pronto el chirrido de un mecanismo interior les informó de que las habían oído.

La puerta tardó medio minuto en abrirse, puesto que hubo que desplazar, levantar y apartar barrotes y cerrojos de todo tipo; y después resonó el aullido de bisagras descontentas cuando el umbral se abrió del todo. Al otro lado, un hombre delgado con una enorme máscara contemplaba con aire receloso la zona que Lucy había llamado recibidor. Era un personaje de estatura media, y vestía como un vaquero, con pantalones de tela, una camisa con botones bien cerrada y un par de cintos con fundas para pistolas que se cruzaban sobre sus caderas. Otra funda, que albergaba un arma más, del tamaño del rifle de Briar, le recorría el pecho. Era más joven que muchas de las personas que Briar había visto dentro de la ciudad amurallada, pero no más que su hijo. Quizá tuviera alrededor de treinta, aunque resultaba difícil decirlo con seguridad.

—Hola, Richard —dijo Lucy.

No se le veía la cara tras la máscara, de modo que Briar no supo si respondió al saludo con una sonrisa o todo lo contrario.

—Señorita Lucy —dijo—. ¿Problemas con el brazo?

—Pues sí —le dijo ella.

El hombre miró a Briar con interés y dijo:

—¿Cómo ha entrado tu amiga en la ciudad?

Lucy frunció el ceño.

—¿A qué viene eso?

—Puede que a nada. ¿Cómo ha entrado?

—Sabes, estoy aquí mismo. Podrías preguntarme a mí —se quejó Briar—. La verdad es que vine con la Naamah Darling. El capitán Cly se ofreció a traerme.

Lucy se quedó muy quieta, como un pequeño animalillo de presa temeroso de que lo hayan descubierto. Después, añadió hablando despacio:

—Lleva aquí desde ayer. Iba a traerla antes, pero hemos tenido algunos problemas con los podridos. Pero bueno, aquí está.

Briar había supuesto que sería más tiempo, pero cuando pensó en ello comprendió que solo llevaba en la ciudad una noche y dos días casi enteros. Dijo, antes de que el otro tuviera oportunidad de preguntar:

—Estoy buscando a mi hijo. Creo que entró hace un par de días. Es una larga historia.

El hombre la miró sin parpadear durante un momento que pareció durar demasiado.

—Ya me imagino. —Tras echarle otro largo vistazo de arriba abajo, dijo—: Mejor que paséis. —Les dio la espalda para guiarlas, y ellas lo siguieron.

Las puertas dobles rojas dejaron escapar un soplo de aire cuando se cerraron de golpe.

—Por aquí —dijo Richard. Las llevó a una angosta estancia que apenas merecía el nombre de pasillo. Desperdigadas por los muros, había lámparas de gas que parecían haber sido sacadas de un barco. Le recordaron a Briar a las linternas de la Naamah Darling, y se le ocurrió que, si las tocaba, comenzarían a balancearse de un lado a otro.

Caminaron juntos en silencio durante tanto tiempo que Briar se sobresaltó cuando Richard habló de nuevo:

—Creo que te estaban esperando —dijo.

Briar no sabía si sentirse esperanzada o asustada.

—¿Perdón? —preguntó, esperando recibir una explicación.

Su guía no le dio ninguna.

—Lucy, ¿te has golpeado la mano al ir a darle un buen puñetazo a Willard otra vez?

Lucy soltó una risilla, aunque encerraba más nervios que buen humor.

—No, eso solo pasó una vez. No suele causar problemas. Solo esa vez… —Su voz se desvaneció, y terminó por regresar—: No, ha sido por unos podridos. Hemos tenido algunos problemas en Maynard’s.

Briar se preguntó si Richard ya estaba al tanto de esos problemas, incluso si había podido tomar parte en ellos. El otro no dijo nada, y Lucy no quiso prolongar la conversación; y muy pronto el espacio que recorrían terminó en un conjunto de telas hechas del mismo caucho negro, pero colgadas como si fueran un juego de cortinas normal y corriente.

—Ya podéis quitaros las máscaras, si queréis —dijo Richard—. Aquí el aire es bueno. —Se quitó la suya y la guardó bajo el brazo, descubriendo al hacerlo una ancha nariz repleta de cicatrices y hoyuelos, además de unas mejillas tan hundidas que habrían cabido ciruelas en ellas.

Briar ayudó a Lucy a quitarse la máscara antes de nada, y la guardó en el interior del cabestrillo. Después se quitó la suya y la guardó en su bolsa.

—Lista cuando tú lo estés —anunció.

—Vamos entonces —dijo el hombre, mientras apartaba la tela y al hacerlo casi cegaba a Briar a causa de la luz que había al otro lado.

—Debería haberte advertido —dijo Lucy, entrecerrando los ojos—. El doctor Minnericht está algo obsesionado con la luz. Le encanta, y le encanta producirla. Está trabajando en unas lámparas que funcionen con electricidad o gas; no solo con aceite. Y aquí es donde las prueba.

Briar dejó que sus ojos se ajustaran a la luz y echó un vistazo a su alrededor. Lámparas de todos los tamaños y formas refulgían por toda la estancia, elevadas sobre pilares y postes. Estaban conectadas a los muros y entre sí, y agrupadas por cercanía. Algunas funcionaban con una fuente de alimentación obvia, y sus llamas amarillentas proyectaban una luminosidad clásica; otras, en cambio, emitían una luz más extraña. Aquí y allá una lámpara relucía en azul y blanco, o generaba un halo verde.

—Iré a decirle que estáis aquí. Lucy, ¿queréis esperar en el vagón?

—Claro —dijo ella.

—Ya conoces el camino.

Y se marchó para luego desaparecer tras un recodo. El sonido de una puerta abriéndose y cerrándose les indicó que estaría fuera un buen rato, de modo que Briar se giró hacia Lucy y le dijo:

—¿Qué vagón?

—Se refiere al viejo vagón del tren. O a uno de ellos en concreto. Minnericht los vació, y mete muebles dentro o los usa para almacenar cosas, o para trabajar. Algunos los convierte en pequeñas suites de hotel bajo tierra.

—¿Cómo logró meter los vagones bajo tierra? —preguntó Briar—. ¿Y qué hacían aquí, si la estación no estaba terminada cuando levantaron los muros?

Lucy pasó junto a una fila de candeleros que, sin duda, aguardaban su momento para prender fuego a todo aquel lugar.

—Llegaban trenes antes de que terminaran la estación. Creo que varios de los vagones cayeron aquí tras el terremoto. Aunque no estoy segura. La verdad es que es muy posible que los arrastrara hasta aquí él mismo, o quizá pagó a alguien para que lo hiciera. Cielo, ¿te encargas tú de la puerta?

Briar se apoyó sobre un picaporte, y otro juego de dobles puertas se abrió. Al otro lado solo había tinieblas, o eso parecía tras el brillo reinante en la sala anterior. Sin embargo, había antorchas rodeadas de cristal que iluminaban tenuemente la estancia, y placas relucientes y cálidas de metal deslustrado proyectaban tenues parches de luz contra el techo y los muros.

Cuando Briar levantó la cabeza, vio demasiadas cosas, y demasiado cerca de ella.

Lucy no lo pasó por alto.

—No te preocupes. Sé que parece un derrumbe, y lo es. Pero ocurrió hace mucho tiempo, y no se ha vuelto a mover desde entonces. Minnericht lo ha reforzado, y también los vagones de debajo.

—¿Así que los vagones están enterrados?

—Algunos. Mira, aquí. Este es al que van las visitas. O, al menos, es el vagón en el que me recibe a mí. Quizá lo hagamos aquí, porque es donde guarda sus herramientas extras, no lo sé. Pero es donde vamos.

Inclinó la cabeza hacia una puerta que Briar casi había pasado por alto, dado que estaba cubierta de escombros y suciedad. Una estructura de vigas de vías de tren la enmarcaba como un arco, y junto a esa puerta había otras dos, una a cada lado.

—La de en medio —dijo Lucy.

Briar abrió la puerta. Parecía tremendamente frágil, tras los portales tan pesadamente reforzados que había atravesado recientemente. El picaporte era tan solo una diminuta barra que cabía en la palma de su mano. La sostuvo con cuidado, por temor a romperla.

Hizo clic, y la puerta se deslizó hacia fuera.

Briar la mantuvo abierta mientras Lucy pasaba; en el interior, más lámparas resplandecientes iluminaban una colección de baratijas, herramientas y todo tipo de artefactos cuya función Briar ni siquiera podía imaginar. Habían quitado los asientos interiores, aunque habían vuelto a colocar unos pocos alineados contra los muros, para que no ocuparan demasiado espacio en filas. En el centro se extendía de forma perpendicular al vagón una larga mesa, casi totalmente sepultada bajo los extraños cachivaches que se amontonaban encima.

—¿Qué es todo esto? —preguntó.

—Son… es… son herramientas, nada más. Esto es un taller —concluyó Lucy, como si eso lo explicara todo.

Briar tocó con los dedos los tubos y las llaves de tamaños tan extraordinarios que ni se le ocurría qué tipo de tuercas podían girar. A lo largo de los bordes exteriores de la estancia, había más artefactos abandonados o almacenados, y todos parecían tremendamente extraños, como si no pudieran hacer otra cosa que chirriar o emitir pitidos. Pero no había relojes, solo piezas y manos de relojes; y Briar no veía armas, solo instrumentos afilados con diminutos cables que los recorrían como venas.

El inconfundible ritmo de pisadas que se acercaban llegó a sus oídos, atravesando la vieja puerta del vagón.

—Ya viene —jadeó Lucy. Un gesto de pánico apareció en su rostro, y su brazo averiado se sacudió en su regazo. Y añadió rápidamente—: Lo siento. No sé si esto ha sido una buena idea, pero, si no lo ha sido, lo siento mucho.

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