Mientras Briar trataba de tranquilizar su mente, su estómago rugió, y comprendió que no había probado bocado en mucho tiempo. Siquiera pensar en ello hacía que su estómago saltara como un perro de presa en busca de comida. Pero no tenía ni idea de adónde iría, de modo que se tragó el hambre, se acurrucó y decidió preguntar por el desayuno por la mañana.
Briar Wilkes no era una mujer muy dada al rezo, y no estaba segura de creer en el Dios por el que juraba a veces. Pero, mientras cerraba los ojos y ahuyentaba de su mente el chillido incesante de las tuberías, rogó a los cielos que la ayudaran, y que ayudaran a su hijo…
… que, por lo que sabía, quizá estuviera muerto ya.
Y entonces despertó.
Ocurrió tan rápido que pensó que se había vuelto loca, y que no había dormido en absoluto, pero había algo diferente. Escuchó con atención; no oyó a Lucy en la otra cama, pero había una rendija de luz sucia y anaranjada que se filtraba por la puerta.
—¿Lucy? —susurró.
No llegó ninguna respuesta del otro colchón, de modo que palpó con las manos hasta que tocó la vela y algunas cerillas desperdigadas junto a ella.
Una vez encendida, la vela descubrió que en efecto estaba sola. Una hendidura con forma de media luna en la cama de plumas mostraba la silueta que ya no ocupaba Lucy, y las tuberías guardaban silencio, aunque cuando Briar las tocó con el dorso de la mano estaban calientes al tacto. La estancia era acogedora pero estaba vacía, y su solitaria vela no bastaba para ahuyentar las tinieblas.
Junto a la palangana había una linterna encerrada en un cristal. La encendió y añadió su luz a la de la vela, que abandonó en la mesa junto a la cama. Había agua en la palangana. Al verla sintió sed de inmediato, y estuvo a punto de beber, pero se contuvo y recordó que había barriles llenos de agua más fresca pasillo abajo.
Se echó un poco en el rostro, se puso los zapatos y se ató la cincha de la faja. Allí abajo, le gustaba llevarla; parecía una armadura, una especie de refuerzo que la mantenía erguida cuando estaba demasiado cansada o asustada para hacerlo por sí misma.
La puerta tenía una palanca por picaporte, lo que respondía a la pregunta de cómo había podido salir de allí Lucy sin ayuda. Briar se apoyó en ella y se abrió. Afuera, en el pasillo, había pequeñas llamas dispuestas a lo largo de los muros.
Estaba desorientada. ¿Por dónde había venido?
Por la izquierda, creía.
—Bien, a la izquierda —se dijo a sí misma.
No podía ver el final del túnel, pero tras unos metros al menos pudo oírlo. El horno no rugía, y los muelles no estaban bombeando a pleno rendimiento; refrigeraban en silencio, funcionando tranquilamente mientras las llamas incandescentes de su interior se atenuaban durante el periodo de inactividad cíclico del mecanismo.
Los barriles estaban junto a las puertas, como le habían prometido, y había varias tazas de madera amontonadas en un estante por encima de ellos.
Solo Dios sabía cuándo las habían lavado por última vez, pero eso le importaba muy poco. Cogió la que le pareció que estaba menos sucia y apartó la tapa del barril con la punta de los dedos. Dentro, el agua parecía negra, pero solo era así a causa de las sombras. No sabía peor que la que trataban en la planta de procesamiento, de modo que se la bebió.
Su estómago vacío engulló el líquido, y algo más abajo, en sus intestinos, otro rugido le sugirió que buscara el excusado. Al otro extremo de la estancia vio una puerta, y trató de abrirla. Volvió a salir unos minutos después, sintiéndose mejor que cuando se fue a dormir.
También se sintió como si la estuvieran observando, y no sabía bien por qué… hasta que reparó en las voces, cercanas, y comprendió que había confundido la sensación de apenas oír nada con la de ser oída… Si se quedaba muy quieta podía reconocer las voces. Si daba un paso a la derecha lo oiría mejor.
—Es una mala idea. Podríamos preguntárselo.
—He estado hablando con ella. No creo que esté dispuesta.
La otra voz pertenecía a Swakhammer, sin su máscara.
—Podríamos preguntárselo —repitió, enfatizando la última palabra—. No es una niña, y puede responder por sí misma. Quizá nos resulte útil: podría confirmarlo.
—Cree que ya está segura, y ahora mismo tiene otros problemas. Hablando de niños… —dijo Lucy.
Briar rodeó el recodo y apoyó la espalda en el muro junto a una puerta, que se había abierto un centímetro.
—Tengo la impresión de que sabe más de lo que dice, y si es así, entonces no es asunto nuestro obligarla a nada —dijo Lucy.
Swakhammer hizo una pausa.
—No tenemos que obligar a nadie a nada. Si lo ve, y él la ve a ella, entonces todo el mundo lo sabrá. Ya no podrá esconderse detrás de otra máscara; y la gente de aquí abajo que le tiene miedo tendrá una razón para plantarle cara.
—O quizá intente matarla, solo por lo que sabe de él. Y me matará a mí también, si la llevo ante él.
—Tienes que arreglarte el brazo, Lucy.
—Ya he pensado en eso, y creo que voy a pedirle a Houjin que me ayude. Se le dan bien los artefactos mecánicos. Fue él quien arregló los hornos cuando se estropearon el mes pasado, y arregló el reloj de bolsillo de Squiddy. Es un tío listo. Quizá logre que funcione.
—Tú y esos chinos. Si sigues haciendo amigos como esos, la gente hablará de ello.
—Que digan lo que quieran. Los necesitamos, y lo sabes igual que yo. No podemos hacer funcionar toda esta maquinaria sin ellos, eso está claro.
—Aun así, me preocupan. Son iguales a esos cuervos que se posan en los tejados. No puedes entender lo que dicen, hablan entre ellos, y puede que sean amigos o enemigos, pero no lo sabrás hasta que sea demasiado tarde.
—Eres idiota —dijo Lucy—. Solo porque no entiendas lo que dicen no significa que vayan a por ti.
—¿Y qué hay de Yaozu?
Lucy resopló.
—Los demás no tienen la culpa de lo que haga uno solo. Si yo hiciera lo mismo, no volvería a ser cortés con otro hombre nunca más. Así que deja de decir tonterías, Jeremiah. Y deja en paz a la señorita Wilkes. No quiere hablar de Minnericht, y está muy claro que no quiere hablar con él.
—¿Lo ves?, a eso me refiero. Evita el tema, y no es tonta. Debe de preguntárselo. Si se lo preguntáramos, quizá querría…
Briar apoyó el pie en la puerta y la abrió de un empujón. Swakhammer y Lucy se quedaron muy quietos, como si les hubieran sorprendido haciendo alguna gamberrada. Estaban el uno ante el otro, cada uno a un lado de una mesa sobre la que había un cuenco de higos fritos y un montón de maíz seco.
—Podéis preguntarme lo que queráis —dijo, aunque no prometió nada respecto a las respuestas que daría—. Puede que sea el momento de que pongamos las cartas sobre la mesa. Quiero hablar de ese doctor vuestro, y quiero que le arreglen la mano a Lucy, y quiero uno de esos higos más de lo que nunca he querido un pastel en Navidad… pero sobre todo, quiero encontrar a mi hijo. Lleva aquí dentro… ¿cuánto tiempo? Un par de días ya, supongo, y está solo y quizá… quizá ya esté muerto. Pero no pienso dejarlo aquí abajo. Y no creo que pueda hacerlo yo sola. Creo que necesito vuestra ayuda, y estoy dispuesta a ayudaros a cambio.
Swakhammer cogió un higo grueso y blando del montón y se lo lanzó. Briar lo cogió y acabó con él de un bocado y medio, al tiempo que se sentaba al lado de Lucy y enfrente de Swakhammer, porque tenía la impresión de que le resultaría más sencillo interpretar las reacciones de él que las de ella.
Lucy estaba colorada, pero no a causa del enfado. Estaba avergonzada de que la hubieran descubierto chismeando.
—Cariño, no quería cuchichear a tus espaldas. Pero Jeremiah ha tenido una idea muy mala, y no quería que te enteraras.
—Quiere que os acompañe a ver a Minnericht y pedirle que te arregle la mano —dijo tranquilamente Briar.
—En resumen, eso es, sí.
Swakhammer se inclinó hacia delante apoyado en los codos mientras jugueteaba con una mazorca de maíz, y le habló con un gesto de franca vehemencia en su rostro:
—Tienes que entenderlo: la gente te creerá si le echas un vistazo, y si tú dices que no es Blue, o que sí lo es, te creerán. Si Minnericht es Blue, entonces podremos hacerle responsable de la existencia de este lugar, y obligarlo a marcharse. Se lo entregaremos a las autoridades, y que hagan lo que crean necesario con él.
—No hablas en serio —afirmó Briar.
—¡Claro que sí! Eso sí, no puedo decirte si la gente de aquí dentro querría cogerlo y dárselo de comer a los podridos… Puede que sí, puede que no. Pero no me pareció que te preocupara demasiado que le hicieran daño.
—Ni lo más mínimo. —Briar cogió otro higo, y dio un sorbo a la taza de madera que aún sostenía. Swakhammer metió la mano en una caja colocada tras su silla y sacó una bolsa de manzanas secas, sobre las que se abalanzó Briar.
—La cosa es esta —dijo Swakhammer mientras masticaba, de nuevo con una expresión de intenso interés en su rostro—. Minnericht… es… es un genio. Un genio de los de verdad, no de esos de los que lee uno en los folletines, ¿entiendes? Pero también está loco. Y ha estado aquí abajo, tratando este sitio como si fuera su pequeño reino, durante los últimos diez o doce años, desde que comprendimos que lo necesitábamos.
No le gustaba hablar de ello; Briar lo supo por la manera en que abordó la palabra «necesitábamos», como si le costara trabajo decirlo. Añadió:
—Al principio, no estaba tan mal. No había mucha organización, y este lugar era un manicomio, porque aún no habíamos aprendido todos los trucos que conocemos ahora.
Lucy lo interrumpió para darle la razón:
—Al principio nos iba bien. Se ocupaba de sus propios asuntos y no molestaba a nadie, y podía ser realmente útil cuando se lo proponía. Algunos de los chinos lo trataban como si fuera una especie de mago. Pero… —aclaró rápidamente—, no lo trataron de esa manera para siempre.
—¿Qué cambió? —preguntó Briar entre bocados a una manzana—. ¿Y hay algo más de comer por aquí? No quiero ser maleducada, pero me muero de hambre.
—Espera un segundo —dijo Swakhammer, y se puso en pie para dirigirse hacia un grupo de cajas que al parecer hacían las veces de armario. Mientras rebuscaba, Lucy siguió hablando:
—Lo que cambió fue que la gente descubrió que se podía hacer mucho dinero con el gas de la Plaga, si lo convertías en jugo. Y cuando digo «gente» me refiero al doctor Minnericht. Por lo visto, experimentaba con el gas, intentaba convertirlo en algo que no fuera tan malo. O puede que no. Nadie más que él lo sabe.
Swakhammer se dio media vuelta con un pequeño saco atado. Se lo lanzó a Briar, y aterrizó en la mesa ante ella.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Salmón seco —dijo el otro—. Lo que Lucy intenta decir es que Minnericht solía probarlo con sus amigos chinos. Creo que quería que lo consumieran como si fuera opio. Pero mató a unos cuantos de ese modo, y al final los demás se volvieron contra él.
—Excepto Yaozu —dijo Lucy—. Es el brazo derecho de Minnericht, y el que lleva el negocio. Es cruel como una serpiente, y, a su manera, es más inteligente que Minnericht, o al menos eso pienso yo. Los dos juntos hacen un montón de dinero, con su pequeño imperio basado en esa horrible droga amarilla, pero solo Dios sabe en qué se lo gastan.
—¿Aquí abajo? —Briar cogió un pedazo de salmón y lo engulló. Hizo que tuviera todavía más sed, y se le había acabado el agua, pero no dejó de comer.
—A eso me refiero —dijo Lucy—. El dinero no vale gran cosa aquí abajo. A la gente solo le importan las cosas que se pueden cambiar por agua limpia y comida. Y aún quedan muchas casas con un montón de cosas que saquear. Hay muchas zonas dentro de los muros que aún no hemos explorado. Lo único que se me ocurre es que esté usando el dinero para traer más metal aquí adentro, más engranajes, más piezas. Lo que sea. No puede fabricar las cosas a partir de la nada, y la mayor parte del metal que hemos encontrado en la superficie ya no vale para nada.
—¿Por qué?
—El agua y la Plaga lo oxidan a toda velocidad —respondió Swakhammer—. Puedes frenar el proceso si engrasas bien las piezas metálicas, y Minnericht usa un barniz especial, como el de un alfarero, supongo, que evita que el acero se resquebraje demasiado rápido.
—Suele estar por ahí afuera, en King Street —dijo Lucy—, o así lo llama él, porque él es el rey, o algo así. Nadie suele salir por allí, aunque algunos de los chinos viven cerca, en los límites del viejo distrito.
—Pero la mayoría de ellos se mudaron a zonas más altas —añadió Swakhammer—, cuando se cansaron de ser tratados como ratas. El asunto, señorita Wilkes, es el siguiente: el doctor Minnericht controla prácticamente todo lo que ocurre aquí abajo. Esos aviadores, Cly, Brawley, Grinstead, Winlock, le pagan impuestos, o algo parecido, para sacar la Plaga afuera; y todos los que la cocinan en las Afueras y obtienen jugo tuvieron que pagarle para que compartiera ese conocimiento con ellos.
»Y los mensajeros, los traficantes… los controla a todos. Les prestó dinero, diciéndoles que podrían pagarle más tarde con sus beneficios. Pero de algún modo, nadie consigue pagarle lo que le debe. Siempre añade intereses, y tasas, y triquiñuelas, y antes o después todos comprenden que le pertenecen.
Briar contempló el solitario y roto brazo de Lucy, y dijo:
—Incluso tú.
Lucy se removió inquieta en el asiento.
—Han pasado… ¿cuántos? Trece, catorce años ya. Y nunca parece estar satisfecho. Parece que siempre hay algo más que le debo. Dinero, información, cosas así.
—¿Y si no se lo das?
Los labios de Lucy se tensaron durante unos segundos, y se separaron al fin.
—Viene a buscarlo. —Añadió rápidamente—. Y quizá pienses que no es motivo suficiente para que deje que me mangonee, pero tú tienes dos brazos en perfectas condiciones, y yo no tengo ni medio sin esta máquina.
—¿Y Swakhammer?
El otro carraspeó y dijo, atropelladamente al principio:
—Es difícil vivir aquí abajo sin ciertos suministros. Estuve a punto de morir más veces de las que puedo recordar antes de conseguir estos juguetes. Y antes de eso, perdí a un hermano y a un sobrino. Aquí abajo, las cosas funcionan de manera distinta. Aquí abajo, hacemos cosas que… si la gente de las Afueras se enterara, nos llevarían ante un juez. Y Minnericht se aprovecha de eso. Nos amenaza con echarnos a todos y dejarnos a merced de las leyes que aún queden ahí fuera.