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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (31 page)

Ed estaba de acuerdo.

—Podríamos ir por el barrio chino. Apuesto a que nos dejarían. Nos dejarían si les dijésemos lo que queremos hacer.

—Y los aviadores que están siempre por el fuerte, junto a la torre, quizá alguno de ellos estaría dispuesto a armar un buen follón. Deberíamos enterarnos —propuso Frank.

Sin embargo, Lucy les hizo callar desde la cabeza de la fila.

—Callaos los dos. No metáis a más gente en vuestros absurdos planes. Nadie va a ir a la estación. Nadie va a tentar al destino, o a los podridos, o al doctor. Ya tenemos bastantes problemas.

A Briar le pareció que fue Mackie el que protestó en voz baja:

—Bueno, ¿y cuántos problemas más vamos a tener hasta que decidamos que hemos tenido bastante?

—Más que los que tenemos ahora —dijo Lucy, pero no con demasiada convicción.

Mackie murmuró a continuación:

—No me importaría verlo enfrentarse a podridos en la misma puerta de su casa, comiéndose a sus amigos, a ver si le gusta. —Podría haber dicho más, pero Lucy lo evitó; se dio media vuelta y lo miró fijamente hasta que cerró la boca.

Con muros redondeados y puertas selladas que se abrían y cerraban como esclusas de aire sucias, el pasillo descendía en una suave pendiente y viraba a la izquierda.

—¿Esto son las criptas? —preguntó Briar.

—No exactamente —dijo Swakhammer—. Solo hay una verdadera cripta, pero seguimos llamándolas así. El resto es en su mayor parte donde duerme la gente aquí abajo. Piensa en ello como un gran edificio de apartamentos vuelto de arriba abajo. La verdad es que aquí no vive mucha gente. La mayoría de la gente que vive entre los muros se ha asentado en los límites, cerca de Denny Hill; allí, esas casas tan viejas y bonitas tienen sótanos enormes.

—Eso tiene sentido —observó Briar.

—Sí, pero vivir tan lejos de los caminos más transitados tiene sus desventajas. Es decir, si necesitas algo, llegar al centro no es fácil. Pero ya sabes de qué estoy hablando. Acabamos de perder a un hombre tratando de recorrer dos manzanas. Imagina recorrer ocho o nueve. Y sin embargo hay quien lo hace.

—¿Por qué?

Swakhammer se encogió de hombros.

—Es mucho más cómodo vivir allí. ¿Ves lo que quiero decir? —Se apoyó en un picaporte y abrió una puerta de rebordes metálicos con una ventana sellada—. No está muy limpio, pero es bastante seguro.

—También pensaba que Maynard’s lo era.

Swakhammer hizo un ademán despreciativo con la mano y dijo:

—Aquí abajo los tenemos a ellos. —Briar supuso que se refería a los chinos—. Tienen la situación bajo control. Si hay problemas, saben qué hacer. En cualquier caso, esta es tu habitación, señorita Briar.

Briar torció la cabeza para mirar adentro y vio exactamente lo que Swakhammer le había prometido: una estancia más o menos limpia y más o menos acogedora con dos camas, una palangana y tres tubos humeantes que recorrían el muro más alejado.

—Cuidado con esos tubos —la advirtió—. Mantienen el cuarto caliente, pero será mejor que no los toques. Te consumirán la piel.

—Gracias por la advertencia.

—Briar, querida —dijo Lucy mientras maniobraba hacia la cabeza de la fila—. No quiero molestarte, pero no sé qué hacer con este maldito brazo. Normalmente no necesito mucha ayuda, pero agradecería contar con la tuya esta noche.

—Claro. Las mujeres tenemos que ayudarnos entre nosotras, ¿no? —Briar comprendía perfectamente el motivo por el que una mujer no querría que un hombre le prestase sus manos, aunque ese hombre fuera uno con tan solo las mejores intenciones.

Briar dejó que Lucy entrara primero, y mientras se sentaba en el borde de la cama, Swakhammer le dio más instrucciones:

—Hay aseos al final del pasillo, normalmente a la izquierda. No tienen muy buen aspecto, y tampoco huelen demasiado bien, pero es lo que hay. Encontrarás agua si vuelves hacia atrás, donde los chinos. La guardan en barriles justo fuera de las salas de los hornos. Si necesitas cualquier otra cosa, Lucy te dirá cómo conseguirla.

—Vale —le dijo Briar, y, mientras Swakhammer se alejaba con los demás siguiéndole como patitos a su madre, ella cerró la puerta y fue a sentarse en la otra cama.

Lucy se había echado, y su cabeza descansaba en la mohosa y dura almohada.

—En realidad no necesito tanta ayuda —dijo—. Pero no quería pasar la noche rodeada de hombres. Tienen buenas intenciones, pero no creo que pudiera soportarlo.

Briar asintió. Desabrochó los cordones de las botas y se las quitó; después, fue a sentarse junto a Lucy para ayudarla a hacer lo mismo.

—Gracias, querida, pero no te preocupes por eso. Prefiero dejármelas puestas por ahora. Es más fácil dejármelas puestas que ponérmelas otra vez mañana. Y mañana voy a ajustarme esta cosa. —Movió el hombro en un intento de levantar el brazo.

—Como quieras —dijo Briar—. ¿Puedo hacer algo más por ti?

Lucy se incorporó hasta quedar sentada y apartó las mantas con el trasero.

—Por ahora no. Por cierto, me alegra que tu mano esté bien, y que puedas conservarla. Perder una mano es una cosa muy triste.

—Yo también me alegro —dijo Briar—. Hank se transformó muy rápidamente. ¿Qué pasó para que ocurriera tan rápido?

Lucy dejó caer la cabeza en la almohada.

—No estoy segura, pero te diré lo que creo. La Plaga aquí abajo es cada vez más densa, a medida que pasan los años. Antes se podían ver las estrellas de noche, pero ya no. Solo la luna, si es una buena noche. La Plaga no se puede ver directamente, pero sabes que está ahí, y sabes que está acumulándose entre los muros. Un día de estos —dijo, apoyándose en el cabezal de la cama y colocando la almohada tras su cabeza—, sabes lo que va a ocurrir, ¿verdad?

—No. ¿Qué quieres decir?

—Estos muros… son como un cuenco. Y un cuenco no puede contener un volumen infinito. La Plaga está saliendo del subsuelo, ¿no? Cada vez sale más y más, y adopta la forma del cuenco. El gas es pesado, y, por ahora, se queda aquí abajo, como una sopa. Pero algún día será demasiado. Un día se derramará sobre las Afueras. Quizá envenene al mundo entero, si pasa el suficiente tiempo.

Briar fue a su cama y se desató la faja. Sin ella le dolían las costillas; echaba de menos sentir esa presión sobre su cintura. Se frotó el estómago y dijo:

—Es una manera muy pesimista de valorar la situación. ¿Cuánto crees que tardará en pasar eso?

—No lo sé. Otros cien años. Otros mil años. No hay manera de saberlo. Pero aquí abajo estamos aprendiendo a vivir con esto. No es una situación perfecta, pero nos las arreglamos, ¿no crees? Y algún día quizá el resto del mundo necesitará saber cómo lo hacemos. Puede que esté exagerando, y que eso no llegue a pasar nunca, pero te diré algo: un día, dentro de poco, este veneno va a extenderse a las Afueras. Y la gente fuera de estos muros tendrá que aprender a sobrevivir.

Capítulo 17

La Clementine se alejó de la torre con la elegancia de un polluelo aprendiendo a volar, y el maltratado estómago de Zeke envió un bocado de vomito esófago arriba. Se lo tragó de nuevo y se aferró a la cinta que no hacía otra cosa más que proporcionarle algo a lo que agarrarse.

Contempló la cinta, tratando de concentrarse en cualquier cosa que no fuera el ácido en sus dientes y el remolino en su vientre. Parecía un cinturón. Alguien lo había colocado allí, alrededor de una viga, para poder sujetarse durante el vuelo. La hebilla era de latón con base de plomo, y en el frontal se podía leer «CSA».

Mientras el vehículo se zambullía y retorcía, y se dirigía a toda velocidad hacia un lugar más allá de las calles dominadas por la Plaga, Zeke pensó en Rudy y se preguntó si había desertado del ejército de la Unión o no. Pensó en la guerra, allá en el este, y se preguntó qué hacía una hebilla confederada haciendo de cinta de agarre en una… y, de nuevo, esas palabras se manifestaron en su cerebro… nave de guerra.

Y eso le permitió pensar en otra cosa que no fuera el amargo sabor en su boca.

Por encima de la consola vio paneles de almacenamiento con ganchos que daban la impresión de albergar armas, y un estante cuadrado en el que ponía «Municiones». Hacia la parte trasera de la nave había una gran puerta con una rueda giratoria como la que suele encontrarse uno en los bancos. Zeke supuso que se trataba del compartimento de carga, dado que lo más normal es que la compuerta de un compartimento de carga tenga un cerrojo de aspecto imponente, pero ¿una rueda así? Y no pudo evitar fijarse en la manera en que suelos, paredes y sellos alrededor de esa enorme puerta estaban reforzados.

—Oh, cielos —susurró para sí mismo—. Oh, cielos. —Se acurrucó sobre sí mismo lo mejor que pudo, haciendo una bola de Zeke lo más pequeña posible, agachado junto al costado de la nave.

—¡Intruso a estribor! —gritó el señor Guise.

—¡Maniobras evasivas! —ordenó, o quizá anunció, Parks, pero el capitán ya había iniciado el movimiento.

Brink tiró violentamente de un artefacto situado sobre su cabeza, y varias palancas cayeron del techo. Manipuló otro artefacto con forma de trapecio, y los depósitos de gas de la nave zumbaron tan intensamente que casi aullaron.

—¡Vamos demasiado rápido! —advirtió Parks.

—¡No importa! —dijo el capitán Brink.

Por las ventanas delanteras que recubrían la mitad del habitáculo ovalado, Zeke vio el horrible espectro de otra nave, una más pequeña, pero aun así bastante grande, cayendo de cabeza hacia la Clementine.

—Subirán —murmuró el señor Guise—. Tienen que hacerlo.

—¡No están subiendo! —gritó Parks.

—¡Se nos acaba el tiempo! —gritó el capitán.

—¿Y qué pasa con las maniobras evasivas? —preguntó Parks en tono de burla.

—No consigo que los putos propulsores… —El capitán interrumpió la explicación y golpeó con el codo un interruptor tan grande como sus puños.

La Clementine se sobresaltó como un ciervo asustado, haciendo que su carga y su tripulación saltaran bruscamente; pero no evitaron por completo el impacto. La segunda nave la golpeó sonoramente, y hubo un terrible crujido metálico y desgarrador cuando las dos naves chocaron en pleno vuelo. A Zeke le pareció que se le iban a salir los dientes de las encías, pero milagrosamente se quedaron en su sitio. Y en unos segundos la nave se enderezó y pareció estar a punto de escapar.

—¡Hemos subido! —declaró el capitán—. Arriba… ¿los veis? ¿Adónde han ido?

Todos los ojos estaban plantados en el cristal, rastreando el cielo en busca de los atacantes.

—No los veo —dijo Parks.

—Pues no creo que los hayamos despistado —gruñó el señor Guise.

Parks respiró lentamente un par de veces y dijo:

—Es una nave más pequeña. Quizá no deberían haber chocado con nosotros. Puede que su nave no sobreviviera al golpe.

Los nudillos de Zeke, blancos como la hiel, se negaban a soltar el cinto, pero torció la cabeza para mirar por la ventana, y contuvo el aliento, porque las palabras no podían ya hacer que su respiración se calmase. Nunca había sido propenso al rezo de niño, y su madre no iba mucho a la iglesia, pero ahora rezó con todas sus fuerzas por que, estuviera donde estuviera esa otra nave, no volviera.

Las siguientes palabras de Parks no lo tranquilizaron:

—¡No, no, no, no!

—¿Dónde?

—¡Abajo!

—¿Dónde? ¡No los veo! —gritó el capitán.

Y entonces otra colisión hizo sacudirse la nave y la hizo retroceder en el cielo. El cinto de Zeke se rompió y su cuerpo cayó al suelo; después, giró hacia el muro y de vuelta al centro de la cubierta de nuevo. Se arrastró y trató de avanzar a cuatro patas. Dada la inercia producida por el golpe, lo primero que aferró su mano fue la rueda de la puerta del compartimento de carga. La rodeó con el brazo de la mejor manera que pudo.

En algún lugar, más abajo, una placa de acero se extendía y se dividía, y remaches caían y salían volando con la misma velocidad que las balas. En uno de los costados, un propulsor se estaba partiendo en dos con un sonido silbante, un sonido que nunca debería producir un propulsor en buen estado.

Delante de ellos, la Plaga invadía el paisaje, y Zeke tardó unos instantes en comprender que podía ver la Plaga directamente ante sí porque la nave estaba inclinada hacia abajo, dirigiéndose de bruces hacia una colisión con lo que quiera que hubiera más allá de ese aire viciado.

—¡Vamos a estrellarnos! —gritó, pero nadie lo oyó.

La conversación de los tripulantes iba y venía por la cabina, y los mantenía tan ocupados que ni siquiera los gritos del chico podían distraerlos.

—¡Propulsor izquierdo!

—Inactivo, o atascado, o… ¡no lo sé! ¡No encuentro el mando del estabilizador!

—Puede que este estúpido pájaro ni siquiera tenga uno. Propulsor derecho, frenos aéreos. Cielo santo, si no ascendemos rápido, no vamos a ascender nunca.

—¡Vuelven para atacar de nuevo!

—¿Están locos? ¡Nos matarán a todos si nos hacen caer!

—No creo que les importe…

—Prueba con ese pedal… ¡no, el otro! Písalo, y mantenlo…

—¡No funciona!

—Estamos subiendo…

—¡No lo bastante rápido!

Zeke cerró los ojos y sintió cómo se estiraban tras sus párpados, a causa de la presión del descenso.

—Voy a morir aquí, o voy a morir ahí abajo, en el suelo, en una aeronave. Esto no es lo que… —se dijo a sí mismo, puesto que nadie le estaba escuchando—. Esto no es lo que yo quería. Dios mío.

El vientre de la nave se deslizó por una nueva superficie, una que era más dura, hecha de ladrillos, no metal; se oyó cómo las piedras crujían bajo la nave.

—¿Contra qué hemos chocado? —preguntó Parks.

—¡Un muro!

—¿El muro de la ciudad?

—¡No lo sé!

La nave estaba girando en una órbita descontrolada que golpeaba objetos duros y objetos afilados alternativamente, pero comenzaba a frenarse, y poco después empezó a ascender, tan repentinamente que el brusco ascenso y consiguiente descenso provocó que una nueva oleada de vómito ascendiera por la garganta de Zeke. Escupió un poco contra el visor.

Y entonces la nave se detuvo en seco, como cuando tira uno de la correa de un perro.

Zeke cayó de la rueda bocabajo al suelo.

—Atrapados —dijo el capitán en tono sombrío—. Mierda, nos tienen cogidos por los huevos.

Alguien pisó la mano de Zeke, que soltó un grito, pero no había tiempo para lamentarse. Algo estaba tocando en la compuerta un insistente solo de batería. Era el sonido de algo grande y muy, muy enfadado. Zeke se incorporó y se alejó a rastras, regresando a su pequeño cubil junto a la rueda. Y allí se quedó, bien acurrucado, mientras el capitán y su tripulación sacaban armas y cuchillos.

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