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Authors: Cherie Priest

Tags: #Ciencia ficción, #Fantasía

Boneshaker (18 page)

Y, en esos momentos, la única preferencia que tenían era Briar.

La primera vez que había mirado hacia atrás, había visto a cuatro. La segunda vez, inmediatamente después, vio a ocho. Solo Dios sabía cuántos la perseguían cuando llegó a la siguiente calle.

Se tambaleó sobre la acera y siguió corriendo.

Mientras corría, vio una fila de altas letras grabadas en el muro, pero iba demasiado rápido para leerlas, así que no supo por qué calle lateral acababa de pasar. No importaba. La calle que cruzaba iba colina arriba, y nunca la habría tomado.

Ya le quedaba muy poco aire, a pesar de que llevaba muy poco tiempo fuera. Le ardía la garganta a causa del esfuerzo, y no sabía cuánto más podría aguantar. La escasa ventaja que llevaba a sus perseguidores comenzó a disminuir cuando se agachó y se adentró en la niebla.

Pasó junto a un estrecho poste de hierro, seguido de cerca por otro.

Era una escalera, una salida de incendios, pero lo comprendió solo cuando ya era demasiado tarde para dar media vuelta y subirla.

No pudo decidir si era mejor haber dejado pasar esa oportunidad o no. Quizá solo la cansara aún más, si tratara de ascenderla a toda prisa; claro que, quizá la hubiera salvado. ¿Podrían haberla seguido los podridos?

Los jadeos ahogados de sus hambrientos perseguidores comenzaban a ser más audibles, y supo que la estaban alcanzando. No se trataba tan solo de que fueran rápidos; ella misma corría ahora más lentamente, y no había nada que pudiera hacer para ir más rápido. Por mucho que lo intentara, no podía resoplar ni jadear, y parecía que su huida estaba llegando a su fin.

La niebla no se levantaba, pero en ciertos puntos se atenuaba un tanto. Por un revelador segundo se vislumbró un edificio y otra escala de hierro.

Briar casi ni la vio. La niebla de su lente izquierda prácticamente se la ocultaba.

No tuvo tiempo de reconsiderar, ni de hacer una lista de pros y contras; simplemente, tomó la escalera y se frenó aferrándose a ella. Tomó con las dos manos los barrotes de la escalera y ascendió con todas sus fuerzas.

Sus pies golpearon el muro y los escalones inferiores, y al fin logró asentarlos lo suficiente para comenzar el ascenso.

El podrido que la seguía más de cerca no logró coger sus botas, pero aferró el abrigo de su padre y tiró de él.

Las manos enguantadas de Briar resbalaban en los escalones, pero se mantuvo firme y no perdió pie. Entrelazó los brazos bajo los barrotes oxidados y se ancló a sí misma para poder patear al podrido. Y así lo hizo. No esperaba hacerle daño, pero al menos podría apartarlo o romperle los dedos, cualquier cosa que lo obligara a dejarla ir.

No era capaz de subir con el peso del podrido tirando de ella, de modo que así se quedaron, suspendidos, mientras el resto de la horda se aproximaba.

Briar meció su cuerpo, tratando de desembarazarse del podrido, cuyos codos y cráneo golpearon sordamente el muro y provocaron un cierto eco vibrante al chocar con los barrotes de metal.

Por fin, una combinación mágica de patadas y movimientos logró que su enemigo cayera abajo, junto con sus compañeros. Los otros trataron de pisotearlo para alcanzar a Briar con sus huesudas manos, pero estaba ya tan alta que no podrían haberla alcanzado a menos que treparan por los peldaños metálicos.

Pero ¿podían hacerlo?

No lo sabía, y no miró abajo para averiguarlo. Tan solo subió, mano a mano, pie a pie. Pronto estuvo más allá del alcance de incluso el más alto de sus perseguidores. Pero no podía detenerse, aún no. No cuando el traqueteo de la escalera indicaba que sí, que iban a perseguirla, o al menos a intentar arrancar la escalera del muro para atraer a Briar hacia ellos. Los podridos no tenían muchas cualidades, pero sin duda una de ellas era la persistencia.

A ambos lados de Briar, los tornillos comenzaron a quejarse cuando escaparon de sus amarres.

—Dios —suspiró Briar, y habría blasfemado aún más si le hubiera quedado algo de aliento. Más arriba, la escalera se perdía en la neblina amarillenta. Quizá le quedaban tres metros, o diez pisos; era imposible saberlo.

Si eran diez pisos, nunca lo conseguiría.

La escalera se convulsionó con una terrible sacudida, y uno de los raíles de apoyo se venció. Antes de que cayera hacia la calle, Briar se agarró a una de las cornisas cercanas y quedó colgando de ella de una mano, mientras con la otra seguía aferrada al costado restante de la escalera, que se mecía y oscilaba violentamente. No resistiría mucho.

Bajo su brazo, el rifle golpeó el alfeizar.

Apoyó gran parte de su peso en los tambaleantes peldaños, soltó el alfeizar y giró el rifle bruscamente, que en el movimiento golpeó el cristal, rompiéndolo. Briar apenas tenía pie para saltar hacia la ventana.

El salto falló; solo su pierna derecha logró aferrarse a la cornisa.

Afilados pedazos de cristal se clavaron en la parte inferior de su muslo, pero trató de no prestarles atención; tensó el muslo para acercarse más a la ventana.

De ese modo, medio dentro y medio fuera de la ventana, tomó el rifle y lo apuntó hacia abajo. Una cabeza calva y cubierta de horribles cicatrices era visible, y Briar dio gracias a Dios por haber cargado el arma cuando aún podía hacerlo.

Disparó. La cabeza explotó, y restos marrones y relucientes salpicaron la máscara de Briar. Hasta que los fragmentos sangrientos de hueso se deslizaron por sus lentes, no supo lo cerca que había estado de alcanzarla esa cosa.

Justo detrás del primer podrido había un segundo, que seguía avanzando.

No llegó muy lejos. Su ojo izquierdo estalló en una mancha acuosa de tejido cerebral y bilis, y cayó, dejando atrás una de sus manos casi descompuesta, aún aferrada a la escalera metálica. El tercer podrido estaba más abajo, y Briar necesitó dos disparos para abatirlo: el primero acertó en su cabeza, rozándola, y el segundo le dio de lleno en la garganta, rompiendo los huesos que mantenían la cabeza unida al resto del cuerpo. La mandíbula cayó en el mismo momento en que la cabeza entera retrocedía y se soltaba.

La caída de la escalera del tercero sirvió para hacer caer al cuarto, y el rostro del quinto estalló cuando una bala le atravesó la nariz.

Había más, pero la escalera estaba ya despejada. Briar aprovechó el breve respiro para adentrarse en la ventana rota. Pequeños fragmentos de cristal seguían alojados en su muslo, pero no tenía tiempo de extraerlos, aún no, dado que los podridos estaban continuando la persecución en ese mismo instante.

Desde el interior, usó el rifle, no para disparar, sino a modo de palanca para soltar los tornillos que estaban ya medio arrancados y que sostenían toda la estructura en su sitio. Un costado de la escalera estaba prácticamente suelto, y el segundo empezaba a salirse de los goznes, a medida que Briar arrancaba los tornillos con ayuda del rifle. Lentamente, pero sin queja, la escalera comenzó a inclinarse, alejándose del edificio, hasta que el ángulo fue demasiado pronunciado para mantenerla en pie, y se derrumbó.

Los podridos del sexto al octavo cayeron junto con ella, pero se levantaron enseguida, y había aún más tras ellos.

Parecían furiosos, unos tres pisos más abajo de donde se encontraba Briar.

Briar se apartó de la ventana y trató de recuperar el aliento; se había convertido ya en una costumbre. Después, se giró para arrancar los pedazos de cristal de su pierna.

Se estremeció mientras alisaba la parte trasera de sus perneras. No le gustaba exponer ninguna parte de su cuerpo a la Plaga, pero no podría saber hasta qué punto estaba herida sin quitarse los guantes. Se quitó el derecho y se esforzó por no prestar atención al aire húmedo y viscoso.

Podría haber sido peor.

El corte era muy pequeño, del tamaño de una pipa de girasol. Apenas había sangre, pero el tejido roto permitía que la Plaga irritara las heridas, y le dolían más de lo que deberían en condiciones normales. Si tuviera vendas, o al menos un paño o un pedazo de tela limpio podría haber vendado la herida. Pero no tenía nada, y no había nada que pudiera hacer, salvo asegurarse de que no quedaban restos de cristal.

Cuando terminó, se dispuso a inspeccionar lo que la rodeaba.

No se encontraba en el piso superior, como demostraba la presencia de escaleras en el otro extremo de la estancia, y parecía evidente que el lugar en que se encontraba había sido en otro tiempo un hotel. En el suelo, ante la ventana, había restos de cristales rotos, algunos de los cuales habían aterrizado en una vieja y desvencijada cama con un cabecero de bronce que había perdido su lustre gradualmente hasta quedar marrón. Había una mesilla de noche medio rota junto a la pared, con dos estantes tirados en el suelo, y una palangana con una jarra rota habían caído en una esquina.

El suelo crujió cuando lo pisó, pero el ruido no era peor que el caos reinante afuera, donde comenzaban a acumularse más podridos, atraídos por los aullidos de sus compañeros. Antes o después lograrían entrar, y antes o después los filtros de la máscara de Briar se nublarían, y se asfixiaría.

Ya se preocuparía de eso más adelante. Por ahora, estaba a salvo. O al menos estaba más a salvo de lo que lo había estado hace unos minutos. A decir verdad, su definición de «a salvo» era cada vez más flexible.

Miró por la ventana y vio una intersección, allí donde Commercial Avenue se cruzaba con otra avenida que venía calle abajo. Los podridos se acumulaban en la esquina de la calle, donde debería estar la placa con el nombre. Pero no importaba qué calle fuera; no importaba que no hubiera sido capaz de leer el nombre de la vía en su huida; ya no podía salir. Quizá había sido imposible hacerlo durante los últimos dieciséis años. Briar, sin embargo, lo había intentado. Había caminado en silencio y había tenido mucho cuidado, y no había sido suficiente. Así estaban las cosas: las calles debían recorrerse del mismo modo que el muro.

Por encima o por debajo. No había otro modo.

Briar caminó hacia las escaleras y empujó la puerta, que estaba suelta por los goznes. Lo más probable es que ascendiera tan solo uno o dos pisos más. Cuando llegara a la azotea, podría ver mejor dónde se encontraba y tratar de decidir cómo continuar.

En el hueco de la escalera reinaba la oscuridad más absoluta. El ruido de los podridos afuera quedaba amortiguado hasta resultar prácticamente inexistente, y Briar casi llegó a olvidarse de que estaban allí, aguardando y buscando sus huesos.

Pero no del todo. Seguía oyéndolos en su cabeza, por mucho que tratara de ahuyentar su presencia. Aún veía, como si los tuviera delante, los dedos grises, despellejados, que se habían aferrado desmembrados a la escalera, persistentes hasta el final.

Estaba recuperando la compostura, y con ella su respiración comenzaba a asentarse. Empezó a subir las escaleras a una velocidad media que permitió que su cuerpo y su mente se tranquilizaran un tanto.

Arriba, encontró una puerta que se abría a una azotea, en la que había muy pocas señales de vida. Un par de anteojos rotos yacía en una esquina. Una bolsa arrugada había sido tirada, y estaba medio sumergida en un charco de alquitrán y agua. Aquí y allá, el suelo estaba cubierto de huellas oscuras de carbón.

Siguió las pisadas hasta el borde del tejado. Desaparecían en la cornisa, y se preguntó si los que habían dejado las pisadas saltaron o cayeron. Después vio el edificio adyacente. Era más alto que aquel en que se encontraba, un piso más alto, y había una ventana situada en paralelo al punto preciso en que se encontraba. Habían tapado la ventana con dos maderos unidos para formar uno aún mayor, y esta barrera estaba unida al otro edificio, como si fuera un puente que pudiera levantarse y bajarse en función de las necesidades y el peligro.

Abajo, uno de los podridos la había seguido hasta el borde del edificio. Miró hacia arriba con un gemido enfermizo, y pronto se unieron a él varios de sus compañeros, con intenciones similares. En cuestión de minutos, todo el edificio estaría rodeado.

Al parecer, el edificio contiguo estaba totalmente desocupado. Las ventanas estaban tapadas con maderos en su mayor parte, y el resto tenían cortinas delgadas tras las que no se movía nada en absoluto.

Quizá tuviera más suerte por debajo de la ciudad. Había llegado a ella por túneles subterráneos, de modo que quizá ese fuera el mejor modo de desplazarse.

No muy lejos, y directamente bajo sus pies, algo se astilló y se partió. Los lamentos aumentaron en intensidad, tanto por la suma de nuevos miembros como a causa del progresivo alboroto.

Briar rebuscó en la bolsa y recargó apresuradamente. Si los podridos habían logrado entrar en el edificio, puede que tuviera que abrirse paso a tiros de camino al sótano.

Sus manos se detuvieron, tan solo un instante, antes de colocar los cartuchos en el rifle.

Si bajaba y la perseguían, estaría atrapada ahí abajo.

Comenzó a recargar, y rápido. Atrapada arriba o atrapada abajo. Poco importaba; en cualquier caso, estaba perdida. Lo mejor sería mantener el rifle preparado y conservar todas sus opciones abiertas.

La cacofonía se intensificó, y Briar se preguntó si no había perdido ya la oportunidad de buscar una ruta de escape subterránea. Colocó los cartuchos en su lugar y echó otro vistazo calle abajo.

El enjambre de podridos era cada vez más numeroso. Sus filas se habían triplicado como poco, compensando así las pérdidas que Briar les había infligido en su huida.

No veía ningún lugar por el que pudieran entrar. No desaparecían uno a uno, ni siquiera en pequeños grupos, para continuar la persecución, sino que se lanzaban ciegamente a los muros de ladrillos y los maderos de las ventanas, aunque por el momento sin éxito.

De nuevo oyó un estallido sordo y el sonido de la madera húmeda partiéndose en dos.

¿De dónde provenía? ¿Y qué lo estaba produciendo?

Los podridos rugían y aullaban. También ellos oían la conmoción y buscaban su origen, pero no parecían dispuestos a abandonar a Briar, que se sentía como si fuera un oso atrapado en un árbol.

—¡Tú, el del hotel Seaboard! ¿Llevas máscara?

La voz la conmocionó mucho más de lo que lo habían hecho hasta entonces los podridos. Resonaba potente, áspera, con un leve matiz que la hacía sonar al mismo tiempo ajena y estridente. Las palabras resonaban desde algún lugar más abajo, pero no desde la misma calle, sino de un punto intermedio.

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