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Authors: Juan Muñoz Martin

Tags: #Infantil y juvenil

Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín

 

En el convento de fray Perico aparece Juan el Empecinado, un extraño personaje armado con un trabuco. Los soldados franceses le persiguen y el simpático fraile no dudará en echarle una mano. ¿Logrará el monje salir indemne de esta nueva aventura? Una historia que, en clave de humor, constituye un alegato contra todas la guerras.

Juan Muñoz Martin

Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín

El Barco de Vapor - Serie Naranja - Fray Perico - 5

ePUB v1.0

Staky
04.09.12

Juan Muñoz Martin, 2003

Diseño/retoque portada: Antonio Tello Gil

Editor original: Staky (v1.0)

ePub base v2.0

Prólogo

¡ALBRICIAS!

Ya están todos los frailes aquí, ya están otra vez en el conventillo. ¡Ah! Pero ¡cómo están las paredes! ¡Qué agujeros en las tejas, qué desconchones por los pasillos! Los frailes ni siquiera se quejan. La guerra es así. Cogen los cubos y las paletas y se ponen a tapar los agujeros.

Pero la guerra no se ha ido. Volverá como esas moscas inoportunas que no quieren marcharse.

Y una tarde ocurre algo insólito. Cuando todos están en su tarea, llega un hombre, un bandolero de los montes, huyendo del acoso de los franceses. Es un guerrillero, un hombre que hace la guerra por su cuenta contra todo el ejército de Francia.

Y, otra vez, fray Perico tiene que ensillar el asno y salir al campo, como don Quijote, para remediar, con su bondad y caridad, los horrores de esa locura humana que se llama guerra.

Ojalá que esta vez consiga nuestro fraile encontrar, entre las encinas y los olivos requemados, esa paloma blanca y huidiza que sólo tiene tres bellas letras: la PAZ.

1. La sopa de ajo

¡Y la alegría llegó al convento!

¿La alegría? ¡Qué lagrimones los frailes, al ver el convento medio caído, los trastos por el suelo, las tejas rotas, las puertas y ventanas medio quemadas! ¡Dichosa guerra! Pero como había que seguir, fray Pirulero bajó a la cocina, fue a hacer la sopa para la noche y se encontró sin cacerola. Buscó otro puchero y lo encontró lleno de agujeros, buscó la sartén y le faltaba el mango, buscó la harina y ni harina, ni arroz, ni lentejas. Todo estaba en el suelo, donde los ratones comían a dos carrillos.

Lo primero que hizo fray Pirulero fue coger la escoba y aparte de dar diez o doce escobazos a los ratones, que no alcanzaron a ninguno, barrió la despensa, la cocina, el pasillo y la fresquera hasta que quedó como un espejo. Luego fue a ordenar los cacharros. Al que no le faltaba un asa, le faltaba el mango o la tapadera; a la mesa le faltaba una pata, tres a la artesa. Las jarras, los vasos y las escudillas estaban desbocados, y el que no, tenía unas resquebrajaduras y unas rendijas que lo hacían sonar a cascajo.

Fray Pirulero fue entonces por un jamón o una ristra de longaniza, pues había que festejar el retorno al convento, y casi le da un patatús. Estaba la despensa vacía. No digo la verdad: quedaban los clavos en las paredes. No había ni chorizos ni longanizas. ¿Dónde estaban las sartas de salchichas? ¿Y los perniles y las costillas y el tocino?

El pobre fray Pirulero no sabía qué hacer. Allí, en una cesta, quedaba lo que nadie había querido. Unas cebollas ya medio secas, unos ajos, unas hojitas de laurel y, en la alacena, unos frascos de cominos, de hierbabuena y un poquito de perejil más seco que un nabo.

2. El saco milagroso

EN un saco colgado de la pared, un saco polvoriento y milagroso, unos rebojos de pan, que los ratones tal vez habían visto y olido pero no habían podido alcanzar con sus pequeños saltos.

Fray Pirulero desató el saquillo. Lo llevó a la cocina y esparció los zoquetes sobre la mesa. Con su santa paciencia, hizo rebanadas con el cuchillo sin mango, y calentó agua en una cacerola. Luego echó la sal, el perejil, la cebolla, el laurel y algunas gotas de aceite, y dejó que hirviera, que hirviera, que hirviera.

¡Qué alegre sonaba el puchero! ¡Y qué olorcillo! Olía otra vez a convento. Fray Pirulero tocó la campana: ¡tang, tang, tang! Estaba medio estropeada, pero la oyeron todos.

Los frailes, como siempre, alargaron la nariz, la nariz, la nariz, miraron al tejado y dijeron:

—¡Eh, ya sale humo de la chimenea: algo se cuece en la cocina!

Y bajaron corriendo, atropellándose, pensando que algún faisán o pavo real habría encontrado fray Pirulero por los corrales. Y al llegar, se sentaron con muy poca educación a la mesa, se levantaron porque los regañó fray Nicanor y rezaron, y al dar la bendición, el padre superior levantó la tapadera.

—¡Puaf, es una sopa de ajo! —exclamaron todos.

—Pues bendito sea el Señor, que nos deja comerla… —añadió fray Nicanor.

Todos bajaron la cabeza. ¡Qué rica sopa de ajo con su cebolla y su perejil, y la sopera y la silla y la mesa y el ajo y las sandalias y el gato y el saborcillo a pimentón y el ruidillo de fray Simplón al sorberla con la cuchara…!

—¡Bendito sea! —exclamaron todos.

Todos menos el gato, que salió bufando y huyendo de la sopa, para buscar un ratón por la despensa.

3. El pavo pascual

A todo esto, fray Pascual fue al corral y en un rincón encontró las plumas verdes, rojas y amarillas del gallo Pinto. ¡Pobre gallo! Fray Pascual se sorbió las lágrimas, enterró las plumas y entró en el gallinero. ¡Qué silencio! Ni una gallina. Miró al palo en donde dormía el faisán Timoteo y estaba el palo solo.

A fray Pascual le daba vergüenza llorar. ¿Y si le veía alguien? Se secó las lágrimas con la manga y miró al cielo.

—¡Oh, Señor, ni uno solo se ha salvado, ni una cabra, ni un cerdito! ¿Qué han hecho? ¡Si al menos hubiera quedado uno para llorar a sus hermanos!

Fray Pascual se sentó junto a la fuente. ¡Ay! Dio un salto, se quitó la capucha y echó a correr golpeando el aire a diestro y siniestro. Luego, debió de arrepentirse y volvió al pilón con la cabeza baja.

—Señor, una avispa, has salvado una avispa. ¡Vaya cosa y vaya picotazo! Encima se morirá por picarme.

Fray Pascual extendió un poco de barro sobre la picadura y miró al cielo. Un grito sonoro como una trompeta llegó de los aires. Fray Pascual sonrió. En lo alto del árbol, en lo más alto, confundido con el ramaje, estaba Pascual el pavo real, el pavo que al llegar la noche se subía a dormir a lo más alto del árbol entre extraños graznidos. ¡Val, val val… el pavo Pascual!

El pavo se dejó caer del árbol, se posó en el suelo y se acercó alegre fasta el fraile desplegando su rueda gigantesca de oro y de plata. Era como un saludo: ¡Hola, fray Pascual, yo me he salvado!

¿Cuántos días y semanas había estado el pobre pavo huido de su corral? El animal dio dos o tres vueltas deslumbrando las paredes blancas de la corraliza y los ojos enternecidos del fraile. Luego se puso a escarbar y escarbar allá junto al muro donde se apilaba el estiércol. ¿Qué buscaría?

4. El sueño de fray Olegario

FRAY Pascual se quedó maravillado. Entre el oscuro estiércol, tibio y oloroso, aparecieron diez, doce, quince huevecillos blancos, que las gallinas Pinta o Recolorada habían puesto hacía cientos de días, antes de que la guerra hubiese asolado el gallinero.

—No sé si los salvaré.

Y corrió el frailecillo a dar la nueva.

—¿Qué hacemos? ¿Y si los metemos en la fragua?

—¿En la fragua? ¡Qué bruto, se asarían como castañas! —protestó fray Sisebuto.

—¿Y en el horno del pan?

—Tostados saldrían como torrijas del santo.

—¿Y en el horno del tejar?

Los frailes movían la cabeza. Fray Olegario movió también la cabeza. ¡Qué torpes eran!

Metió aquella docena de huevecillos en la capucha y dijo:

—Me los llevo a la biblioteca. Allí los tendré entre las mangas para darles calor al solecillo de la tarde.

—¿Y por la noche?

—Los guardaré en la almohada.

Y así lo hizo, y el pobre fraile se quedó semanas sin escribir por no romperlos, inmóvil en su sillón. ¡Cuántas noches sin dormir y sin pegar ojo por no aplastarlos! Pero una mañana…

Pero no quiero seguir. Ya os lo contaré. ¡Chist…! No habléis muy alto, que los pollitos amarillos duermen en los bolsillos llenos de paja y de amor de fray Olegario.

5. Vestidos de sacos

¿Y fray Matías, fray Matías el de la sastrería? Entró en el taller y no encontró ni perchas, ni capuchas, ni cordones, ni agujas, ni tijeras, ni siquiera un solo carrete de hilo.

Quedaba la mesa, la mesa larga de ocho patas donde fray Matías cortaba la tela para los sayales de todos los hermanos. Pero ¿y la tela? ¿Dónde estaba la tela? Fray Matías se acordaba de que había dejado allí, en el rincón, una pieza larga, larguísima, de paño pardo, tan larga que podía servir de alfombra desde la puerta del convento hasta el mismísimo río.

Pero ¿dónde estaba? Los franceses seguro que la habían convertido en mantas o en chaquetas para los soldados. Era una tela burda que rascaba la piel, que quemaba y parecía una albarda en verano, pero que en invierno daba un calorcillo agradable.

—Habrá que hilar nueva tela en el telar —exclamó fray Matías.

—¿Y dónde está la lana? No quedan ovejas, ni cabras.

Sin embargo, había que hacer algo, pues no era cosa de que los hermanos fueran con aquellas trazas de segadores por los pasillos. En efecto, fray Pirulero llevaba unos pantalones de pana y una chaqueta llena de lamparones que le había dado el alcalde. Fray Nicanor, al menos, vestía algo más adecuadamente con la sotana vieja del sacristán del pueblo, que era bajo y rechoncho. El pobre fray Nicanor, como era muy alto, andaba agachado para lograr que el extremo de la sotana llegara al suelo. Pero era imposible.

Pues ¿y fray Olegario? Llevaba un sayal viejo de san Roque, todo sucio y chamuscado de tanta vela y tanto humo. Ahora fray Olegario se parecía mucho a san Roque, algo más viejecito y, claro, sin perro, aunque, eso sí, llevaba bastón como el santo peregrino.

Los demás frailes iban como podían, que era muy poco. El tío Carapatata les había prestado unos sacos viejos de patatas e iban como los ermitaños del desierto.

Una soga de atar gavillas les servía de cíngulo, y verlos llegar por el pasillo daba algo de risa. No obstante, ellos iban muy serios, pues en Las Florecillas se decía que san Francisco llevaba siempre un saco de ajos debajo de su hábito, y eso era mucho peor.

6. La tela de estropajo

LO único, que esos sacos no debían ser siquiera de patatas sino de cebollas, o tal vez de estiércol, y la verdad es que apestaban. Claro que, como lo hacían todo por Dios, no se quejaban; y si se quejaban, era muy bajito.

La cosa es que fray Matías pensó que había que hacer tela como fuera para vestir igual a todos los frailes, y no se le ocurrió más que colocar en el telar no sé qué matas de cáñamo o raicillas menudas, como las que sirven para tejer esteras o hacer estropajo. Y macerándolas a golpes de piedra en el río, consiguió hacer una tela algo áspera, que después cortó sobre la mesa de las ocho patas.

Pero, como no tenía tijeras, porque los franceses se las habían llevado, hubo de cortar el lienzo con cuchillo. Luego cosió la tela. Pero, como no había tampoco aguja ni hilo, tuvo que usar no sé si espinas de cardo, o tal vez espinas de esas que crecen largas y agudas en las lindes de los caminos, y que son como las que le pusieron los judíos al Señor en las sienes.

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