Read Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín Online

Authors: Juan Muñoz Martin

Tags: #Infantil y juvenil

Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín (2 page)

¿Y para qué seguir? Los frailes se pusieron sus burdos hábitos y fueron a la capilla. San Francisco los miró, vio cómo se arrodillaban a duras penas y se alegró mucho de que fray Matías no le hubiera cortado uno.

Los frailes no hacían más que rascarse y poner unas caras rarísimas y levantar los hombros y frotarse contra las paredes.

San Francisco se pegó un susto cuando, al salir de la iglesia, vio a fray Matías acercarse a fray Perico y preguntarle:

—¿Qué te parece si le hiciéramos un sayal como los nuestros al santo?

Fray Perico no contestó. Siguió su camino y sólo se le oyó rezongar bajito, bajito:

—Deja al pobre san Francisco, que ya es santo. Ahora nos toca a nosotros, ¡y, caracoles, lo que cuesta serlo!

7. Los libros chamuscados

¡Y qué pena los frailes cuando fueron a rezar y se encontraron con que los soldados habían quemado los libros de rezo! Los habían hecho arder en una pira en el centro de la iglesia y estaban medio chamuscados. Y los frailes rezaban y decían medio salmo y el otro medio se lo callaban.

Oh Señor de…

míranos con…

destruye los carros que…

mientras las aguas flo…

y los vientos del desier…

Y era un lío porque nadie se entendía. La mitad del tiempo estaban cantando, y la otra mitad, mirando al techo. A todo esto, los tres frailes ladrones —fray Patapalo, fray Tartamudo y fray Rompenarices— habían rebuscado entre los restos chamuscados y habían encontrado tres libros que sólo tenían la pasta y una hoja. Se pusieron a rezar y enseguida terminaron. Luego cerraron el libro y se pusieron a roncar.

Fray Perico, como no sabía leer, abrió el libro, cerró los ojos y les hizo compañía.

Pues ¿y fray Ezequiel? Los soldados se le habían llevado todos los panales para zamparse la miel y las abejas andaban desorientadas. Los pobres insectos habían hecho sus enjambres en los árboles cercanos y no había quien se acercase al huertecillo a coger una ciruela. Ibas a coger una pera, y las abejas enfurecidas te ponían la mano como una criba.

El pobre fray Mamerto, cuando sembraba pimientos en el huerto, se ponía la capucha, pero cada cinco minutos tenía que lanzarse de cabeza al agua de la noria.

A todo esto, los tarros de la miel, ¡qué pena!, estaban tirados en el suelo, destapados y medio vacíos; eso sí, llenos de moscas que se avisaban unas a otras diciendo: «En un convento cerquita de Salamanca hay una miel que te chupas los dedos de las manos y de los pies».

Y todas las moscas de Salamanca, Ávila y Zamora, Valladolid y Palencia rondaban el taller de fray Ezequiel y dormían en el tejado, esperando el sol del día siguiente. San Francisco estaba harto de tanta mosca. Como se le posaban en las barbas y como tenían seis patas, en vez de cien, parecían las doce tribus de Egipto con sus doce plagas.

8. Moscas en la sopa

Y no digamos de fray Pirulero. No podía dejar abierto el puchero porque las dichosas moscas se metían todas a ver qué había dentro, y además no le dejaban pelar las patatas porque se le posaban en las manos a manadas para ayudarle. El fraile terminó escondiéndose en la carbonera.

Pues ¿y fray Cucufate? Como no tenía cristales en las ventanas de su obrador, las moscas entraban allí como Pedro por su casa, y venga a fisgar si eran almendras o avellanas, o si era leche de oveja o de vaca la que echaba en la chocolatera.

¿Y fray Silvino? Como andaba limpiando las tinajas, porque los soldados le habían dejado sólo los posos, todas las moscas iban al atardecer a beber un vaso de mosto o un traguito de aquel anís tan rico que hacía fray Silvino cociendo hierba dulce o matalahúva, que en árabe quiere decir dulce planta del anís.

Fray Ezequiel las odiaba. Las odiaba porque le hacían pensar palabrotas cuando le martirizaban la nariz. No las decía, pero le venían a la mente. Entonces, apretaba los puños con muchísima rabia. Luego, cuando se confesaba con el padre Nicanor, éste le regañaba mucho por tener tan mal genio y decía:

—Hermano, paciencia. Sólo con paciencia se llega a Valencia.

Pero nadie podía llegar a Valencia. Ni siquiera fray Nicanor, porque las moscas se colaban también en el confesionario y se le metían por las mangas del hábito. Fray Nicanor resistía, resistía, resistía pensando en el famoso san Antón, que no decía ni pío cuando le mordían los ratones, o en santa Catalina cuando la martirizaban con una rueda llena de cuchillos, hasta que el buen fraile no podía, no podía, no podía, y salía corriendo hacia la sacristía.

¿Y para qué seguir? Fray Olegario no podía leer en la biblioteca, porque las moscas se iban allí a dormir la siesta.

¿La siesta? A andar de la ceca a la meca fisgoneando todo. A ver qué ponía en los libros, a beberse la tinta, a escribir garrapatos sobre la mesa o a pintarrajear los pergaminos que fray Castor dibujara con mil colores años atrás.

9. Las moscas de fray Castor

LAS moscas estaban maravilladas. Había más de mil quinientas discutiendo sobre si un poco más de color azul por aquí, que si verde por allí, que si amarillo por allá. Que si a esta hierba le faltan amapolas y a ese arco iris el violeta… Hasta que, ¡cataplum!, pareció que el cielo se venía abajo y todas salieron poniendo pies en polvorosa.

¡Tormenta!

Era fray Castor, que acababa de dar un puñetazo sobre la mesa y tronaba porque aquellas bestezuelas habían dejado su preciosa pradera llena de basura.

Eso era con fray Castor, allá en la biblioteca, pero ¿qué ocurría con fray Silvino?

El pobre fray Silvino… ¡Qué paciencia! ¡Qué golpes! ¡Qué sarracina! ¡Qué estacazos por las esquinas! No quedaba ya una mosca cuando se abrió de nuevo la puerta y apareció fray Simplón, que si tenía vinagre para enjuagar una muela.

Fray Silvino movió la cabeza. ¡Qué pelmazos eran los hermanos! Acababa de cerrar la puerta y, ¡pumba!, llegó fray Elias, que si había alcohol para la enfermería, y luego fray Cucufate, a pedir anís para hacer bombones de chocolate, y después fray Pirulero, que si un poco de vino para guisar la liebre en el puchero.

Acababa fray Silvino de poner el armario y la silla detrás de la puerta y de echar la última mosca por la ventana cuando llamaron a la puerta.

10. Un hombre sin zapatos

¡POM, pom!

Bueno, fue algo más que llamar. Se abrió la puerta de par en par y entraron primero las cincuenta mil moscas que acababan de salir y detrás un hombre grande sin afeitar; los pies, porque no traía zapatos, llenos de barro, la lengua fuera, un trabuco en una mano y un cuchillo en la otra. Entró y, sin decir «aquí estoy» o «da usted su permiso», dio un salto y se metió en una cuba.

Era la única cuba que quedaba llena de vino, y había quedado porque no era vino sino vinagre, y no había quien le hincara el diente si no eran las cincuenta mil moscas que con el olorcillo giraban como locas alrededor de la boca de la tinaja.

El fraile cogió la capucha y empezó a golpazo limpio para echar a aquellos animalejos. Mientras los espantaba, aprovechó para preguntar al recién llegado:

—¿Quién es usted?

Nadie contestó porque de nuevo giró el picaporte y se abrió la puerta. Bueno, no giró el picaporte, ni se abrió la puerta sin más. La puerta se vino abajo con picaporte y todo, y casi aplasta a fray Silvino.

Fueron diez patadas, o más bien veinte, o tal vez cuarenta. Porque aparecieron diez soldados franceses que daban patadas a todos lados: a las sillas, a los cestos, a los serones, a las tinajas, de tal manera que parecía tener cada uno no dos piernas, sino cien, como los ciempiés.

—¿Dónde están?

—¿Dónde están quiénes? —preguntó asombrado fray Silvino.

—Bien lo sabes tú.

El fraile no sabía nada. Sólo sabía que alguien había entrado y que debía de haberse ahogado en la tinaja. Y sólo sabía que la guerra había llegado de nuevo al pobre convento y podían caer las cuatro paredes ruinosas que todavía quedaban en pie.

—Los mataremos.

—¿A quiénes?

—No trates de disimular y contesta. ¿Cuántos han entrado?

Fray Silvino no comprendía nada. ¿Cuántos?

—Cuarenta mil o cincuenta mil.

11. La tinaja de vinagre

LOS soldados se quedaron inmóviles un instante. Algunos echaron a correr. Luego se rehicieron y rodearon al fraile. El sargento, un hombre con bigotes que movía los labios cientos de veces como un ratón, alzó su voz de cotorra.

—¿Te burlas de nosotros?

—Bueno, no las he contado, pero la tinaja está llena.

—¿La tinaja?

Los soldados saltaron uno sobre otro y se asomaron al enorme tinajón.

—Aquí no hay nadie, mi sargento.

El fraile tembloroso de pronto se echó a reír.

—Pues ¿qué buscan? Yo decía cincuenta mil moscas.

Los soldados se bajaron. Aún estuvieron un buen rato pinchando con su bayoneta los haces de hierbabuena, de manzanilla, de cantueso, de menta, que el fraile tenía hacinados por los rincones para hacer sus famosos jarabes.

Después, miraron las cubas una por una y vieron que en realidad no tenían más que telarañas. El sargento Mustachel arrimó una escalera a la cuba gorda, la única que estaba llena, y se pasó un buen rato mirando la amarillenta superficie del vinagre mientras se fumaba una pipa.

—Si se ha escondido en el fondo, terminará por sacar el morro como las ranas.

—¿De quién habláis, señor? —preguntó fray Silvino.

—De ese maldito Empecinado. Dos días detrás de él y se nos ha escapado en nuestras propias narices.

Fray Silvino se rascó la cabeza. Luego juntó las manos en sus mangas y rezó para sus adentros un padrenuestro mientras murmuraba:

—Sea quien sea ese que ha entrado, Dios lo acoja en su seno. No ha tenido una muerte muy dulce, sino avinagrada.

Estaba el sargento dando las últimas chupadas a su pipa cuando fuera se oyó un sonoro rebuzno como una trompeta. El sargento bajó precipitadamente de las escaleras y se asomó a la puerta.

—¿Qué pasa?

—Hemos encontrado al borrico blanco.

—¿Qué borrico?

—El borrico del general.

—¡Ese borrico es mío! —gritó un frailecillo que salió del convento.

Era fray Perico.

12. Se van las moscas

EL sargento se acercó.

—Ese borrico es de Francia —añadió el sargento.

—Este borrico es de Salamanca y es mío: me lo vendieron los gitanos.

El sargento se atusó los bigotes y dijo:

—Ese borrico y todo lo que hay aquí es de Francia. Y esa puerta y ese botijo y ese fraile y esa campana.

—¡Y una castaña! —exclamó fray Perico.

El fraile cogió al burro del ramal, pero el sargento tiró de la cola del animal. Entonces, todos los soldados agarraron al sargento y todos los frailes agarraron a fray Perico. Y como los soldados habían comido mejor en la guerra y jamás habían hecho penitencia, tuvieron más fuerza y lograron sacar al borrico del convento.

Estaba fray Silvino desolado viendo cómo los soldados se llevaban al asno, cuando una cabezota salió de pronto por el borde de la tinaja.

—¡Hermano!

—¿Eh?

Qué susto de ver aquella cabeza asomar por la boca de la cuba y de escuchar aquella voz que resonaba en el interior de la tinaja como un alma en pena.

—¿Quién eres?

—Soy el Empecinado.

—¿Vivo?

—Vivito y coleando.

—¡Bendito sea el Señor!

—Y bendito ese borrico. Si no es por él, me ahogo. Ya me faltaba el aire. Mal se está debajo del vinagre.

—¿Y cómo respirabas?

—Llevo siempre un canutillo de caña de esos con que los pastores hacen sus flautas. Con él respiro.

—¿Y lo llevas contigo?

—Sí. Más de una vez me ha hecho falta en ríos y balsones, y hasta en alguna otra cuba de las muchas que hay en Salamanca.

—Pues yo había rezado ya un rosario al Señor, y veo que no hacía falta.

—Siga rezando, que me hará falta.

Y aquel hombre se asió al borde de la tinaja, hizo un esfuerzo y saltó prodigiosamente fuera de la gigantesca vasija. Para ello se había agarrado a una soga que colgaba de la viga principal y solía servir para sacar o izar los cubos de mosto.

—¡Ave María Purísima! —se santiguó el fraile.

—Sin pecado concebida —contestó el hombrón.

—¿Dónde vas?

—A salvar a ese borriquillo y a ese fraile. Y salió corriendo, llevándose tras de sí a todas las moscas del convento.

13. El Empecinado

ESTABAN los frailes abrazando al burro, los franceses tirando del ramal, la albarda rodando por el suelo, cuando, ¡pum!, el sargento disparó el mosquetón al aire, y ¡todos al suelo! Todos menos el asno, que se quedó quieto sobre sus cuatro patas y con las orejas tiesas.

Los soldados se levantaron y, a una seña del sargento, se llevaron al borrico. Bueno, lo intentaron, porque Calcetín dijo que no y se quedó plantado en el suelo como un olivo.

—¡Adelante!

El burro dio un paso atrás. El sargento, lleno de rabia, se acercó a un avellano y partió con el machete una gruesa rama. Peló la rama, se acercó al borrico y gritó:

—¡Adelante!

El burro dio dos pasos atrás. El sargento levantó la rama y atizó dos estacazos al burro, y el burro dio dos pares de coces que echaron a rodar al sargento.

—¡Por cien mil pares de botas! —gritó el sargento.

Los frailes no dijeron nada, se remangaron y volvieron a abrazar al borrico. El sargento bramaba.

—¡Soldados, carguen!

Los soldados cargaron sus armas.

—¡Apunten!

—¿Adónde?

Los soldados no sabían dónde apuntar: si al burro, si a fray Perico, que estaba en el pilón pataleando, a los frailes, al aire, al nogal, al campanario…

—¡Apuntad a… yo qué sé!

Los soldados se miraban sin saber dónde apuntar.

—¡Fuego!

Un soldado disparó y cayó una perdiz que pasaba por el cielo.

—He dicho fuego.

Un soldado se acercó con el mechero encendido. Mustachel, de un papirotazo, mandó el mechero más allá de la tapia.

—¡He dicho fu…!

No acababa de decir fuego cuando, de entre unos juncos espesos, surgieron dos manos como dos garras que atenazaron el cuello del sargento. Una voz fuerte, vibrante, surgió también desde los juncos.

—¡Quietos!

Un hombretón de enormes espaldas, barba mal afeitada, todo dientes blancos, apareció entre las zarzas agarrando al sargento como un águila feroz a su presa.

Other books

Mittman, Stephanie by A Taste of Honey
Mrs. Robin's Sons by Kori Roberts
Delicious Do-Over by Debbi Rawlins
Gothic Charm School by Jillian Venters


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024