Read Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín Online
Authors: Juan Muñoz Martin
Tags: #Infantil y juvenil
—A Pablo el Ermitaño, un cuervo le llevaba a su cuevecilla un pan todos los días.
Los frailes pasaban el día entero intentado descubrir cómo entraba el cuervo por la ventana, pero nunca lo veían. Otras veces, el cuervo no traía pan sino una ristra de chorizo, y hasta un día trajo un jamón, un trozo de queso y una cántara de vino. Todo aquello era muy extraño y todos pensaban que el causante era san Francisco, que seguía haciendo milagros, aunque ahora pequeñitos, pues era tiempo de guerra.
LO que no faltaban eran ratones. Algún fraile debía de haber traído un ejemplar del otro convento en su capucha y aquí se había reproducido. El gato no les hacía nada, pues eran de casa y tenía hecho pacto con ellos. Por eso se iba a cazar fuera, pero los dichosos ratones se quedaban dentro, y estaban tan delgados como los propios frailes.
Punto y aparte eran los tres ladrones. Eran los únicos que estaban gordos y tenían las celdas más grandes y mejores. Las habían echado a suertes, pero fray Patapalo hizo trampas y escogió las más espaciosas. No obstante, por mortificarse, había elegido la suya junto a la celda de fray Pascual, que tenía el corral en la celda vecina. Había allí una gallina que teóricamente daba un huevo diario, pero nunca aparecía, y una cabra. Fray Pascual ordeñaba a la cabra por la mañana, pero al amanecer ya había pasado fray Rompenarices a hacer el primer ordeño, y luego, fray Tartamudo, y después, fray Patapalo, con lo que la cabra sólo daba dos sorbos de leche cada vez.
Sin embargo, aunque los tres ladrones eran muy glotones, tenían buen corazón. Salían al monte por la mañana, como a rezar, y, cuando nadie los veía, corrían al convento grande, que tan bien conocían, y robaban a los soldados franceses lo primero que encontraban: un cepillo de los zapatos, unos calcetines, un peine… Y no digamos en la cocina. Desaparecían las cucharas, los quesos, las morcillas. Los cocineros franceses se volvían locos. Además, para fastidiar, los tres frailes echaban azúcar al caldero del cocido o sal en las natillas, para que los soldados se hartaran y se fueran.
Así, luego, el cuervo ponía en la mesa las cosas más raras: un cepillo de dientes, una sartén con tres salchichas, un saco de patatas, el soplillo de la cocina…
Hasta que un día apareció encima de la mesa el libro de cocina de fray Pirulero y éste se puso a llorar y a decir:
—Este cuervo es como la paloma del arca de Noé. Salió un día y trajo una rama de laurel. Éste me ha traído el libro de cocina y una rama de perejil de ese tan bueno que tenía en la despensa. Eso es que ya ha escampado la tormenta y podemos volver a nuestro convento.
EN efecto, hasta entonces había llovido mucho. Las paredes estaban húmedas y los frailes tenían los huesos mohosos y llenos de reuma y tristeza. Las palabras de fray Pirulero habían hecho gemir a fray Sotero. Así es que dijo:
—Ayer te trajo el cuervo el mortero de la cocina. ¡Ojalá me traiga la llave de mi puerta, aunque temo que no pueda con ella!
Y así fue. Porque al día siguiente apareció sobre la mesa la llave de la puerta, que los tres ladrones encontraron abandonada en la cerradura. Los franceses, hartos de guerra y temiendo que el convento estuviera embrujado, se habían ido dos días antes de nuevo a sus casas.
Cuando fray Sotero vio la llave, se echó a llorar y dijo:
—Ya está aquí la llave. Bendito sea el cuervo que en su pico me la trajo. ¡Ojalá pudiera traer también a fray Perico y a su asno! Entonces estaríamos todos juntos y podríamos volver al convento.
Por eso, cuando aquella mañana sonó la puerta y aparecieron fray Perico y su asno en la cuevecilla de los capuchos, fray Sotero no lo podía creer.
Poco a poco, se dieron cuenta de que era verdad: que el cuervo milagroso de san Pablo el Ermitaño o la mano de san Francisco habían traído al fraile y a su asno y con ellos también llegaría la paz. Y los frailes, ¡qué saltos de alegría! Tantos saltos, que se les llenó la cabeza de chichones. Fray Nicanor dijo:
—Ahora que estamos todos, ¿por qué no nos vamos a nuestro convento?
TODOS saltaron de nuevo de alegría y, cogiendo las pocas cosas que tenían, los tiestos, la gallina, la cabra y el gato, se volvieron al monasterio. Iban todos cantando; el último, fray Cucufate, que tenía los pies llenos de sabañones. Bueno, el último no; le seguía una caterva de ratones, que no querían quedarse allí solos, sin sus queridos frailes.
Cuando iban a cruzar la carretera, se acordaron de algo:
—Nos dejamos a san Francisco.
Volvieron todos corriendo, sacaron al santo con mucho trabajo por aquel pasillejo oscuro y salieron a la luz y al aire. San Francisco iba con los ojos cerrados, y los frailes, por temor al sol, con sus capuchos hasta la nariz. Bajaron cantando y, al llegar a la carretera de nuevo, alguien dijo:
—Nos dejamos al gato.
Volvió corriendo fray Cucufate, lo puso sobre sus hombros y todos reanudaron el camino. Al llegar al monasterio, ¡qué lloros, qué abrazos a los árboles de la entrada, qué lágrimas en la fuente!
Fray Sotero fue a abrir la puerta y se acordó de que se había dejado la llave. Otra vez a volver. Echó a correr y los frailes, como tardaba mucho, saltaron por la ventana, que estaba rota y sin cristales. El gato entró también, y los ratones.
¡Qué lloros y suspiros los frailes al ver todo en aquel estado! Pero ¡qué alegría al contemplar de nuevo los altos muros de su monasterio!
—Ahora sí que podréis saltar. La paz está llegando ya.
Y los frailes saltaron hasta el techo.
Entonces, fray Sotero abrió la puerta con la llave y creyó que todo el mundo se había vuelto loco.