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Authors: Juan Muñoz Martin

Tags: #Infantil y juvenil

Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín (6 page)

—¡Por allí! Son diez o doce y llevan un asno —oyó gritar fray Perico, que se había refugiado tras unas zarzas.

Los soldados, en sus rápidos corceles, rodearon el montecillo. Eran tantos y habían llegado tan de improviso que los bandoleros apenas tenían tiempo de escapar.

—¡Jefe, huyamos por la barranquera!

Se trataba de una zanja estrecha que salía al valle entre tupidas encinas.

—¡Vamos!

—El burro no quiere entrar, jefe.

—¡Maldita sea! Pues empujadlo.

El animal daba coces asustado y los bandoleros juraban y perjuraban y mandaban al cuerno al asno y a su jefe. El jefe escupía en el suelo y se daba a todos los demonios.

—¡Veréis, inútiles!

Bajó de su caballo y fue a coger una vara. Pero entonces su propia montura le dio un par de coces y lo tiró por el suelo.

En eso llegaron tres, cuatro, diez franceses y apuntaron con sus mosquetones.

—¡Alto! ¿Quiénes sois? ¿Guerrilleros?

—Somos bandoleros y ladrones. Nuestro oficio es robar.

—¡Mentira, guerrilleros sois!

Rigoberto se molestó mucho y dijo:

—Yo soy el bandolero Rigoberto. Soy ladrón y acabo de robar.

—¿Qué llevas ahí?

—Un tesoro, candelabros de oro… ¡Yo qué sé!

—¿A ver?

Los soldados se frotaron las manos y abrieron bien los ojos. El bandolero bajó el fardo ayudado de otros dos hombres, lo desató y desenrolló la manta.

38. Los pastores

CUANDO aparecieron la casaca azul, el morrión, las botas: ¡el soldado herido!, los franceses se quedaron patidifusos.

—¡Ah, canallas, conque candelabros! Moriréis fusilados.

Los bandoleros escaparon como topos por la barranquera, y detrás corrieron los soldados franceses, gritando:

—¡Alto, alto!

El griterío y los disparos fueron cediendo poco a poco. Se percibió un lejano galopar de caballos y se oyó de nuevo el canto de los grillos.

Fray Perico se levantó. Se encontraba solo, aterido y triste.

—Tendré que buscar a mi asno.

Y el fraile siguió camino adelante durante muchas leguas entre las sombras de la noche. Iba muerto de sueño, de hambre y de miedo, cuando vio una lumbre de pastores.

—Esta buena gente me dará cobijo.

Todos los pastores dormían bien envueltos en sus mantas. Fray Perico se acercó a uno que estaba recostado en un árbol.

—Hermano, ¿duermes?

—No.

—Yo tampoco —replicó fray Perico—. ¿Y por qué no duermes? —añadió.

—Tengo hambre.

Fray Perico fue al caldero y trajo un trozo de carnero. Se lo ofreció al pastor y éste dijo:

—No tengo manos.

—Triste es no tener manos. Yo te daré de comer.

Y fray Perico le puso el trozo de carnero delante de la boca. El pastor daba unas dentelladas terribles. Tres, cuatro, cinco, diez trozos le puso, y diez trozos que se comió, y casi le muerde un dedo al pobre fraile.

39. Soltando a los ladrones

TERMINADA la cena, fray Perico dijo:

—Hermano, vete ahora junto a la hoguera y duerme.

—No tengo pies.

—¿También eres cojo?

Fray Perico descubrió, asombrado, que aquel hombre estaba fuertemente atado con una soga al árbol. Luego lo miró fijamente a la cara y le preguntó:

—¿No eres tú Rigoberto? ¡Tú fuiste el que me robó el burro!

El bandolero se lamentó muchísimo y dijo que no lo haría más, y que por culpa del fraile y de su dichoso tesoro le habían cogido los franceses y lo iban a ahorcar nada más salir el día. Fray Perico comenzó a llorar y el bandido aprovechó para suplicar:

—Trae un cuchillo, hermano.

—No, que me matarás; además, ¿de dónde saco ese cuchillo?

—Coge entonces, hermano, un tizón de esos de la hoguera y quema la cuerda. Fray Perico, temblando, trajo una brasa y liberó al bandolero y a los demás integrantes de su cuadrilla, que estaban atados en otros árboles. Tras bendecir la generosidad de fray Perico, los bandidos cogieron sigilosamente los caballos y las armas de los franceses y se escurrieron entre los matorrales.

—¿Y mi burro?

—Ahí está, atado en ese olivo.

El asno ya iba a rebuznar de alegría cuando fray Perico le tapó la boca y lo desató. Luego, después de abrazar al burro, preguntó al bandolero, que ya se marchaba:

—¿Y el herido?

—Está restableciéndose y roncando. ¡Vamos, venid con nosotros, que el día amanece!

Pero fray Perico bajó por el otro lado entre los helechos del monte.

—¡A las armas, a las armas! —se oía gritar a los franceses.

Sin embargo, los soldados, por más que buscaban las armas, no las encontraban.

—¡A los caballos!

Pero los caballos galopaban camino de Burgos.

40. Los pies de fray Perico

ANDA que te andarás, fray Perico llegó al puentecillo de Arandilla. Como el camino había sido polvoriento, el fraile bajó al río a lavarse los pies. Pero hete aquí que de pronto, y sin saber cómo, se alzó una gran discusión entre unos que llegaban por un lado del puente y otros que venían por el otro, por ver quién pasaba primero. Que si tú, que si yo… Se oyó cargar armas, sonaron disparos y en un momento comenzó a correr la sangre.

Fray Perico se tiraba de los pelos.

—¿No sería mejor que pasaran primero unos y después otros?

Pero enseguida se calló. Los que venían por un lado eran unos veinte casacas azules y los que venían por el otro eran veinte guerrilleros con sus veinte chaquetillas verdes. Por encima de la barandilla, se veía la montera roja del Empecinado. El guerrillero gritaba.

—¡Atrás, atrás, atrás! ¡Viva España!

—¡Adelante, adelante, adelante! ¡Viva Francia!

Al fin, el Empecinado y otros ocho de los suyos, con una feroz embestida, rompieron las filas francesas. El oficial francés y tres de los suyos tuvieron que huir justo por el lugar donde se lavaba fray Perico. Detrás, en su caballo, corría solo el Empecinado con el sable en alto.

—¡Viva España! Rendíos.

—¿No podríais ir a pelear a otra parte? —protestó fray Perico.

Los cuatro soldados franceses salieron a una pradera, que estaba anegada de agua a causa de las últimas lluvias. En un momento, caballos y jinetes quedaron atrapados entre el cieno. Llegó detrás el Empecinado, saltó un seto, se cayó el caballo y el guerrillero quedó aprisionado entre el cuerpo del caballo y el profundo lodazal.

—¡Socorrooo!

Nadie le oía. Allá arriba, en el puente, los guerrilleros atizaban a los franceses, golpeaban, gritaban, disparaban.

—¡Viva España!

«Sí, viva España, pero a este hombre lo matan», pensaba fray Perico, que corría descalzo por la orilla para ayudarle.

¡Vaya que lo mataban! Los tres soldados franceses, que estaban aprisionados en el fango y muy cercanos al guerrillero, apuntaron despacio y dispararon sobre él. El Empecinado se refugió tras el caballo.

41. La honda

FRAY Perico cerró los ojos, los abrió y suspiró aliviado. Juan Martín seguía allí, fiero, orgulloso, inmóvil, enseñando los dientes a los tres jinetes franceses, que apuntaban de nuevo sobre él.

El fraile no lo pensó más: cogió una soga de unas gavillas que estaban sobre un campo, puso un guijarro en el centro, sonó un zumbido y, ¡plaf!, un jinete al suelo.

—¡Qué puntería! —exclamó el Empecinado, que había visto al fraile disparar de lejos con su honda. Los franceses se quedaron helados. El jinete había caído del caballo sin decir palabra, sin que sonara un disparo, ni un fogonazo, ni nada.

—¡Ha sido una pedrada! —exclamó uno.

—¿Una pedrada?

Los tres jinetes se quedaron mirando alrededor y vieron allá lejos a alguien que se agachaba para coger otro terrón. Era fray Perico.

—¡Ese patán! ¡Pues no lucha a pedradas!…

Los soldados le apuntaron con sus mosquetones y fray Perico se tiró de cabeza a un surco.

—Se creen que soy un conejo.

Sonó la descarga y las bellotas de la encina que protegía al fraile cayeron como un diluvio. Fray Perico, enfadado, cogió una bellota, la más gorda, la puso en su rústica honda y la lanzó contra el más cercano.

—¡Ay! —el jinete cayó al suelo con un ojo a la funerala.

En esto, un guerrillero de los que luchaban en el puente, un tal Pescador, echó de menos a su jefe y miró al río. Allí estaba el Empecinado, debajo de su caballo, y dos jinetes franceses, clavados en el fango pero con los mosquetones dispuestos a acabar con el guerrillero.

El Pescador apoyó su trabuco naranjero en el pretil del puente, apuntó y el mosquetón de uno de los jinetes saltó por los aires. El jinete se quedó con la boca abierta.

42. ¡Alto el fuego!

EL otro jinete se volvió aterrado. No quedaba nadie más que él y, además, no tenía por dónde escapar. Los guerrilleros vencedores en el puente venían ya en tropel por la cuestecilla. Tiró con rabia el mosquetón lejos de sí, pues estaba lleno de fango, y sacó la pistola.

—¡Maldito guerrillero! Yo moriré, pero al menos tendré el placer de matarte.

Luego, apuntando hacia Juan Martín, apretó lentamente el gatillo de la pistola. Los ojos del guerrillero le miraban fijos, terribles, esperando la muerte.

—¡Quieto!

Un grito cercano inmovilizó al francés. Era fray Perico, que asomaba por detrás de una valla de piedras. El francés volvió sobre su silla y disparó al fraile, que rió alegremente mientras cargaba de nuevo su rústica honda.

—¿Te vas a reír de mí?

Pero a fray Perico se le rompió la soga medio podrida. Entonces, cogió un guijarro con la mano, movió el brazo recordando sus tiempos de pastor y le dio una pedrada que le hizo caer la pistola.

Los guerrilleros se acercaban gritando alegremente y disparando por encima de la cabeza de fray Perico.

—¡No disparéis más, por Dios! Esto se ha acabado.

Juan Martín gritó desde debajo del caballo:

—¡Alto el fuego!

Fray Perico corrió a auxiliarle. Obligó a levantarse al caballo y liberó a Juan Martín.

—Gracias, fray Perico. Si no es por ti, ahora estaba entre las ranas.

Fray Perico le abrazó, vio que había escapado sin heridas y le ayudó a levantarse. Luego, fue a auxiliar a los soldados franceses.

43. La carta

—¿ALGÚN herido?

Los franceses se levantaron del fango y contaron sus heridas. Los tres soldados respondieron alegres:

—Yo, un chichón.

—Yo, un ojo a la virulé de un castañazo.

—Yo, una pedrada en la mano.

El oficial tenía la guerrera hecha unos zorros. El disparo del Pescador la había dejado negra por la pólvora.

—Yo, la cara chamuscada y la guerrera para el tinte.

Fray Perico mandó que llevaran al oficial al caminillo para curarle las quemaduras. Le lavó la herida, le puso hierbas y le vendó con su propia camisa.

—Me he quedado sin camisa —bromeó el oficial.

—Eso es por meterte en camisa de once varas —rió fray Perico.

—No volveré a hacerlo —prometió riendo el francés.

Luego, fray Perico se levantó y, mirándose a los pies, dijo:

—Yo he venido a lavarme los pies al río y mirad cómo los tengo. Tendré que lavarme otra vez.

Y fray Perico se metió en el río, se lavó y se puso las sandalias. Luego, subió al puente.

El fraile se llevó las manos a la cabeza.

—¿Qué habéis hecho? ¡Todos hechos una pena!

Los vecinos del cercano pueblo de Los Milagros llevaban en parihuelas, camino del hospital, a unos seis o siete soldados franceses con unos chichones fenomenales.

—Y todo por ver quién pasaba primero. Estáis locos.

El Empecinado movió la cabeza.

—No era por ver quién pasaba primero. Era por eso —y señaló un caballo que llevaba en la silla una especie de baúl de cuero.

—¿Qué es eso?

—El correo de Murat, el general francés.

—¿Y os matáis por una carta?

—Esa carta dice muchas cosas, fray Perico. Entre ellas, que dentro de unos días pasará un convoy con el dinero del ejército francés. ¡Buen botín!

—¿Y habrá tomate?

—Lo habrá. Esto no ha sido nada.

—Dios os perdone. Yo me voy a un monte a rezar —exclamó fray Perico.

—Mejor sería que estuvieras en la pelea y que llevaras muchos kilómetros de vendas, hermano. Estacazos no faltarán.

Fray Perico se tapó los oídos para no escuchar nada más y se fue detrás del cortejo que iba al hospital. Por el camino, estuvo rezando para que aquella guerra terminara de una vez.

44. La cueva

DÍAS después, una hermosa mañana, un borriquillo llegaba por el camino real que pasa delante del pueblecillo de Bahadón. El asno venía deprisa porque una mosca lo perseguía desde hacía rato.

«¿No habrá otro asno en toda la comarca?», pensaba Calcetín.

No, no lo había. El camino era angosto, cada vez más, y solitario. Al fin, el hombre que iba montado en él, que no era otro que fray Perico, paró el asno, miró a un lado del camino y cogió un sendero de cabras que desembocaba en una gruta oculta entre los carrascos. Allí metió al borrico, espantó a la mosca y se dispuso a dormir en la fresca cueva.

—Éste será nuestro retiro —dijo fray Perico—. Aquí estaremos tranquilos el tiempo que haga falta, lejos del mundanal ruido —después, se durmió.

De repente, fray Perico abrió los ojos. Un ruido de voces, de juramentos, de maldiciones lo había despertado. Fray Perico se asomó y vio en el camino unos cuarenta hombres. Unos fumaban, otros se lavaban en una fuentecilla, otros jugaban a las cartas sobre una piedra.

—¡Maldita sea, has hecho trampa!

Dos jugadores sacaron las navajas.

—No valen navajas —dijo alguien—. Apretad los puños y rompeos las muelas.

Los dos jugadores se liaron a puñetazos. Hubo uno que quiso separarlos y quedó sangrando por la boca. Al final, todos los hombres acabaron peleando con furia.

De pronto, de la montaña llegó un grito:

—¡Quietos, que ya llegan los franceses! ¡A las armaaaaaas!

45. Las carretas

TODOS quedaron inmóviles mirando hacia arriba. Sus ojos se clavaban en el montecillo en el que se abría la gruta de fray Perico. El fraile temblaba, aquella voz se parecía a la de Juan Martín.

—¿Cuántos son? —preguntaban desde abajo.

—Treinta carros bien cargados. ¡Cómo rechinan! Va a haber buen botín. Nos pondremos las botas.

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