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Authors: Juan Muñoz Martin

Tags: #Infantil y juvenil

Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín (4 page)

Cuando se dieron cuenta, Juan Martín dio un salto, montó sobre el mejor caballo y salió trotando camino adelante.

—¡A por él! Es él.

El jefe protestaba gritando unos juramentos que ponían los cabellos de fray Perico de punta. Luego, volvió furioso la cabeza y se encaró con fray Perico.

—Est-ce que vous savez quelque chose?

Fray Perico levantó los hombros.

—Yo no tengo alcachofas. Yo sólo ceno un poco de pan.

—¿Sólo pan? Pues espera. Ahora vuelvo y comeremos los dos juntos. El oficial, rechinando los dientes, saltó sobre las ancas de un mulo que llevaba el bagaje de los soldados y salió como pudo trotando detrás de su destacamento. Fray Perico retiró la capa e hizo levantar al burro.

—Habrá que cambiarte el pelo, Calcetín.

Rebuscó en los rescoldos del fuego y con unos tizones pintó el pelo blanco del asno.

—Ahora pareces otro. Yo me pondré la capa y correremos hasta el molino del Cega.

22. El burro negro

EL molino estaba junto a una estrecha garganta del río. Fray Perico llegó allí y llamó a la puerta. ¡Pom, pom, pom! El agua levantaba nubes de espuma al golpear contra las palas de la aceña y hacía un ruido terrible.

—¡Ah de la casa! —gritó fray Perico.

Un anciano que estaba sentado en un largo banco de piedra miró con curiosidad al recién llegado. Fray Perico se acercó al anciano.

—¿Funciona el molino?

—¿Eh?

—¡Que si funciona el molino!

El viejo se levantó y empujó la puerta. La puerta giró y una nube de harina cayó desde arriba por la tolva.

—Claro que funciona, ¿no lo ve?

Fray Perico se puso blanco, y el burro más. Lo peor era que con sus voces el fraile había espantado las palomas del tejado y, lo que es aún peor, había atraído a unos soldados que pasaban por el camino real.

—¿Habéis visto a un fraile y un burro blanco?

Ya iba a decir fray Perico que sí cuando el anciano tiró con fuerza del faldón del fraile y dijo:

—¿No me has conocido?

—Pues no.

—Soy tu amigo Juan Martín.

—¡Arrea!

—No digas nada. Embózate bien en la capa y baja el sombrero.

—¿Y el burro?

—¡Maldita sea! Con la harina se ha vuelto blanco de nuevo. Sabrán que es él.

Los soldados se acercaron y, sin desmontar del caballo, cruzaron el puentecillo y se detuvieron a la entrada.

—Si no me engañan los ojos, ¿no es ese asno blanco como la nieve el que buscamos?

Fray Perico levantó un poco la capa y sacudió la piel del borrico. La harina cayó al suelo y apareció un borrico negro como el carbón. Pero, por debajo de la capa, uno de los soldados notó los hábitos del fraile.

—¿No eres tú fray Perico?

—¿Yo?

—Sí, tú.

Los tres jinetes desmontaron de sus corceles y se acercaron al extraño hombre de la capa.

—¡A ver la cabeza! ¿Llevas coronilla como los frailes? Quítate el sombrero.

Fray Perico se quitó el sombrero castellano y apareció una cabeza pelada con un cerquillo de pelo.

—¡Aja! ¡A ver, quítate la capa! Seguro que llevas hábito pardo y cordoncillo franciscano.

23. El burro blanco

FRAY Perico dijo que no. Se aferró a los pliegues de la capa y no había manera de quitársela. Los tres hombres forcejeaban con fray Perico y fray Perico, como un erizo, se había hecho una bola y no se sabía dónde tenía la cabeza y dónde los pies. El asno, que vio a su amo acosado y agredido, comenzó a dar coces a diestro y siniestro y una de sus pezuñas fue a golpear las posaderas del pobre fraile.

Cayó el fraile, cayó su capa, cayeron los tres soldados agarrados a la capa, cayó el asno, cuyas riendas llevaba fray Perico, y al final cayó el hombre de la barba, que quería sujetar al asno por la cola. O sea, que cayeron todos.

El agua estaba fría y era profunda en aquel lugar. De fray Perico, que no sabía nadar, asomaba sólo la capucha. Al asno, que jamás había visto más agua que la de los cangilones de la noria, sólo se le veían las orejas. Los soldados apenas sacaban su larga nariz y sus negros bigotes para gritar:

—¡Por cien mil pares de botas, os ahorcaremos!

El Empecinado, de tres brazadas vigorosas, se llegó a la orilla, subió prestamente al muro de piedra que contenía el agua y cogió de la capucha a fray Perico.

Pronto aparecieron la cabeza pelada y las manos temblorosas del fraile. Como estaba agarrado del cuello del asno, no fue fácil sacarlo. Pero Juan Martín, que tenía una fuerza increíble, los sacó a los dos cogiéndolos con sus manos poderosas.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó fray Perico vaciando su capucha de agua, ranas y peces.

El borrico no dijo nada. Rebuznó, eso sí, sonoramente, y todos los borricos de las márgenes del río rebuznaron con él, mientras todos los gorriones de las alamedas se elevaban asustados.

«Algo pasa en el Trabancos», pensaron los molineros y los barqueros.

A todo esto, los tres jinetes se acercaron a la orilla de juncos que bordeaba el camino real. Y consiguieron agarrarse a los matorrales mientras gritaban y amenazaban con mil juramentos.

—¡Ah, malditos! Ése es el burro blanco, y ése, el dichoso fray Perico, y ése, el maldito Empecinado buscado por todos los ejércitos franceses. Esperad un poco y veréis cómo pica la soga en el cuello.

24. El tronco podrido

PERO el hombre de la barba, que los franceses llamaban Empecinado, no esperó. Se acercó cortésmente a los tres soldados y, con un tronco podrido que flotaba junto a la orilla, los golpeó en la cabeza después de quitarles sus morriones de piel de gato.

—Pagdón.

—No des tan fuerte —gritó fray Perico.

—Es sólo un chichón. Lo justo para escapar.

El hombre de la barba sacó luego a los tres soldados que se hundían en el cieno, los tendió en la hierba, cogió de nuevo el tronco y se dispuso a golpearlos otro poquito.

—Déjame a mí. Tú eres muy bruto —interrumpió fray Perico, y le dio un golpecillo al primero, un golpecillo que hizo sonreír al soldado.

Éste abrió los ojos y balbuceó:

—¿Dónde estoy?

—Aquí —contestó el Empecinado tomando el tronco y golpeando un poquito más fuerte.

Fray Perico cerró los ojos, el asno también, y sonó un ruido hueco y profundo. ¡Plom!

—¡Felices sueños, amigo! —murmuró fray Perico.

—Vamos antes de que despierte, hermano —añadió Juan Martín—. Y ahora coge tu asno, quítate ese hábito de las narices y pide al molinero cualquier ropa.

—¿Y mi pobre hábito?

—Échalo al río.

Fray Perico entró en el molino y al poco rato salió vestido con unos pantalones de pana remangados, unas botas rotas, una boina de color liebre y un perro que le mordía los zancajos.

—¡Eh, molinero! —grito el Empecinado.

—¿Molinero? Soy fray Perico.

—¡Atiza! ¡Es cierto!

Del molino salió a calmar al perro una viejecilla vestida de negro.

—¡Demonio de perro! Huele la ropa que te has puesto y cree que eres su amo.

El perro seguía mordiendo los pantalones de fray Perico y éste tuvo que saltar sobre el asno y salir trotando hacia el camino.

25. Galopando a Aranda

—¡ESPERA! —gritó el Empecinado.

Fray Perico paró el asno. El Empecinado sacó su pistola y disparó al aire. Los caballos de los franceses, que pastaban sueltos junto al pozo, salieron desbocados en dirección al río.

—¡Cuidado, se va también tu caballo!

—¡Déjalo! Él sabe dónde buscarme.

En efecto, el Rojo, el caballo del Empecinado, salió galopando hacia la montaña y se perdió entre las rocas.

—¿Vamos?

—Vamos.

El Empecinado miró atrás. Los oficiales, al oír el ruido del disparo y el galope de los caballos, levantaron la cabeza.

—¿Dónde estamos? —preguntaron.

Pero fray Perico y el Empecinado estaban ya muy lejos para contestarles, y la vieja, como debía de ser sorda, se metió en el molino y cerró la puerta.

—¡Habrá que correr! —exclamó el Empecinado.

Fray Perico espoleó al burro y éste inició un trote largo que casi derriba al fraile.

—¿Dónde vamos tan deprisa?

—Vamos a Aranda.

—¿A Aranda? ¿No podíamos ir más cerca?

El Empecinado no contestó, sólo señaló en la dirección del molino. Los tres oficiales franceses corrían todo despeluzados y gritaban:

—¡Eh! ¡Venid aquí, volved en nombre del emperador!

Fray Perico se quedó temblando.

—¿Quién es ese emperador?

—Un francés, rey de Francia y de media España.

—¿Y qué quiere?

—Tal vez ahorcarnos.

—Entonces, vamos a Aranda.

Y fray Perico picó al asno y no paró de correr durante dos días y dos noches, hasta que los campanarios de Aranda se vieron en la lejanía.

26. La leña del rey

EL Empecinado corría detrás con la lengua fuera.

—¿Paramos?

—¡Sí! —exclamó el Empecinado—. Para y ponte a coger leña en ese bosque.

—¿Para qué?

—Para cargar al burro.

—¡Pobre burro!

—¿Pobre burro? Si lo quieres bien, cárgalo, que un borrico parece robado si va vacío, y si es robado te ahorcarán por ladrón.

—¿Vacío? Yo voy encima, que por algo soy su dueño.

—¿Y quién va a decir quién es su dueño? ¿El burro?

—Es verdad. Cargaremos al burro hasta que sólo se le vean las orejas —exclamó fray Perico.

Así estaban hablando y cargando el asno en unos montes que llaman Altos de la Mula, cuando apareció la Santa Hermandad. Eran siete hombres de oscuro bigote, escopeta ancha, ropilla negra y cuello de lechuga o escarola.

—¡Alto!

—¿Dónde vais?

—A Aranda de Duero.

—¿De dónde venís?

—De muy lejos, de Salamanca.

—¿Qué traéis de allí?

—Ya lo veis: ramas, troncos de encina. Creo que se ve.

Los alguaciles miraban a los dos hombres y chasqueaban la lengua.

—¿Lleváis licencia?

—¿Para qué?

—Para cortar leña.

—La leña es de todos.

—La leña es del rey. Habéis robado al rey.

—¿Al rey? El rey no se va a arruinar por unas cuantas ramas secas.

—¡Respeto al rey! —exclamó el corregidor.

A todo esto, los alguaciles habían tirado la leña al suelo y registraban las alforjas.

27. La cárcel de árboles

—¿Y este hábito de fraile?

—Es mío.

—Tú no tienes cara de fraile.

Fray Perico se quedó maravillado al oír aquello y se inclinó para ver en el arroyo la cara que tenía.

—¿Traéis armas?

—No.

Un alguacil sacó de la alforja una navaja descomunal. Fray Perico se quedó sin habla.

—Eso es para cortar el queso —atajó el Empecinado.

—Pero ¡si no llevamos queso! —exclamó fray Perico.

El Empecinado hizo señas a fray Perico para que callase. Pero era tarde. El alguacil dio una orden con la cabeza y los hombres de la ropilla negra sacaron unos pesados grillos y trabaron las manos y los pies del Empecinado.

—¿Y a mí?

—Tú te salvas, pues hemos gastado todos los cepos y grillos en otros truhanes como vosotros. Irás delante tirando del ramal.

Los alguaciles picaron al asno, y toda la comitiva cruzó la ciudad y llegó a primeras horas de la noche al barrio de Allendeduero. Había un corral grande con unas tapias de adobe de ocho o diez metros de altura.

Los alguaciles metieron allí a los tres reos, cerraron la puerta, que era gruesa y pesada y estaba bien asegurada con candados y cerrojos, y se fueron con las llaves, que tintineaban suavemente.

—¿Qué hacemos ahora? —murmuró fray Perico desalentado.

—Escaparnos.

—¿Por dónde?

—Por donde sea. Nos esperan dos semanas de cárcel y lo que es peor.

—¿Hay algo peor?

—Te quitarán el burro.

28. Una hazaña increíble

AL oír esto, fray Perico comenzó a gemir y a lamentarse, y a abrazar al burro. Luego se puso de rodillas y empezó a rezar y a pedir a todos los santos que le ayudaran. Tanto rezó que se quedó dormido de rodillas entre la paja, con las manos juntas y los ojos cerrados.

Cuando el Empecinado sintió que roncaba, pensó que era el momento de salvar al borrico. Se levantó de puntillas, hizo incorporarse al asno, lo cogió de la brida y lo llevó a la otra esquina del corral, que tenía más de cien pasos de largo.

—¿Por dónde escaparnos? Por la puerta, imposible. ¿Y por el muro?

Recorrió el muro con la vista y su rostro se nubló. Era alto, altísimo, una tapia de ladrillos de adobe sin una hendidura donde agarrarse. Un lagarto, quieto, pegado a la pared, le miraba como diciendo:

«Si quieres escapar, aprende de mí».

El Empecinado lo miró largo rato, y de pronto se dio una palmada en la frente. Buscó en las alforjas y cogió la navaja. Era grande y de hoja bien templada. Se acercó a la pared y con la navaja comenzó a rascar los adobes de trecho en trecho para hacer una escalera. En dos o tres horas de trabajo, llegó hasta lo alto de la tapia. Al llegar arriba, asomó su cabeza. Por todas partes, barranqueras; por el norte corría el Duero por una profunda hoya.

El Empecinado descendió de nuevo al corral, cogió su faja de punto de seda, tendió en el suelo al borrico y ató sus cuatro patas como si fuera un cordero o un cabritillo. Se echó el asno a la espalda, pasó la cabeza entre las patas del animal y cargó con él, como el que lleva unas alforjas. Luego comenzó a trepar agarrándose a los huecos de la pared.

—¡Ya está!

Al llegar a la cima, desató las patas del asno y, anudando su faja a la cincha del animal, lo hizo bajar poco a poco hasta el otro lado. El burro pataleaba asustado al ver aquel abismo. Cuando sus patas tocaron tierra, echó a trotar barranco abajo. Unos instantes después, Juan Martín se lanzaba desde lo alto del muro a la profunda hoya, entre la alarma de los sapos y las ranas que la poblaban.

29. La oración de Fray Perico

EL día siguiente, diez o doce alguaciles subieron por la cuestecilla del corral, se pararon ante el portón y, ris-ras, abrieron la pesada cerradura. ¡No había nadie!

Los alguaciles, alarmados, recorrieron las corralizas, los pajares, echaron un montón de heno abajo, miraron en el estercolero, en las caballerizas, en el pozo, hasta que al fin apareció fray Perico roncando detrás de unos haces, rodeado de gallinas.

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