Read Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín Online
Authors: Juan Muñoz Martin
Tags: #Infantil y juvenil
—Di que esos soldados se larguen del convento.
El sargento hizo una señal con la mano y los soldados recogieron del suelo sus gorros de mameluco, se limpiaron el polvo de las botas con el pañuelo, formaron y salieron camino de Ciudad Rodrigo. Mustachel, con los dientes apretados, se fue detrás y, para disimular, hinchó el pecho, se atusó el bigote y gritó:
—Soldados: ¡un dos, un dos, un dos!
Y desapareció por el recodo del camino.
AQUEL hombre forzudo abrazó a los frailes uno por uno o de dos en dos. Y éstos, emocionados, no sabían qué decir. Sólo habló fray Olegario, que murmuró entre dientes:
—Bendito sea san Francisco. Si no es por el santo bendito…
El tío Carapatata, que había visto todo desde lo alto de un carro lleno de paja, asomó su cara de patata y dijo:
—No bendigáis a san Francisco. Os habéis salvado gracias a este hombre.
Los frailes miraban a su salvador, a quien nunca habían visto. Debía de tener unos treinta años y tenía un semblante fiero y adusto. Se había quedado plantado en medio del camino y miraba de abajo arriba a un altísimo olmo, que debía de medir más de treinta metros.
Llevaba una capa parda castellana y un sombrero de alas anchas. El hombre se retorcía el bigote con su mano derecha y se peinaba con los dedos una barba negra y cerrada que le subía como una parra por las patillas.
Un ejército de moscas aureolaba su figura y él las espantaba de vez en cuando agitando su anchísima capa.
—¡Maldita sea!
Los frailes se echaron atrás asustados.
—¿Qué pasa? —preguntó fray Perico.
—Estas moscas. Con el dichoso vinagre y el sol de la tarde, pican como demonios.
—Pasa y métete en el pilón o en la noria.
—No hay tiempo. Esos franceses pueden volver.
El hombre, de pronto, debió de pensar algo. Dejó su capa en el suelo, se quitó las botas y se acercó al olmo más alto.
Se abrazó al tronco y empezó a trepar con la agilidad de un gato. Pronto se perdió entre la hojarasca. De vez en cuando, su cuchillo relucía entre las hojas, cada vez más arriba. Al poco rato, por encima del olmo se vio flamear su blanca camisa.
—¿Se van? —gritaron los frailes.
—Sí. Han torcido hacia la izquierda.
—Entonces van hacia Duruelo.
HUBO un silencio y, al rato, el árbol comenzó a temblar, las hojas vibraron y resonaron las ramas. Instantes después, la cara renegrida y los cabellos negros y retorcidos de aquel hombre temerario se divisaron entre las primeras ramas. Enseguida, sus pies estaban en la hierba de nuevo.
—Hay que marcharse —dijo.
—¿Te vas solo?
—Sí. A mí no me hace falta compañía.
El padre superior se rascó la cabeza.
—El burro está en peligro. ¿Por qué no te lo llevas a tus tierras?
—¿Qué tierras?
—Allá, a Valladolid.
—¿Cómo sabéis…?
—¿Que no eres de aquí?
—Sí.
—Ese acento no es de por aquí, es de más arriba, de tierras del Duero.
El desconocido se acercó y, acariciando con su mano morena la cabeza del asno, añadió:
—Lo llevaré allá, a mis tierras, a Castillo del Duero. Allí podrá pacer a su gusto y, cuando los franceses se vayan, lo traeré gordo y lustroso como un cerdito.
Los frailes abrazaron al burro y se hartaron de llorar. Luego lo llevaron ante san Francisco para que se despidiera. San Francisco miraba al techo como si no fuera la cosa con él, pero lo hacía para que no se le quitara la pintura de la cara con los lagrimones que pugnaban por salir de sus ojos castaños.
Los frailes se dieron cuenta y no sabían qué hacer.
A todo esto, la capilla estaba de bote en bote, pues además de los frailes y el guerrillero y el burro y el tío Carapatata, habían entrado las cincuenta mil moscas. Éstas estaban un poco conmovidas por tanta seriedad, por el olorcillo de las flores y por el sol que se colaba por las vidrieras, así es que se quedaron quietecitas en la pared sin volar ni molestar; pero, claro, los muros estaban negros y se oía un zumbido de cien mil pares de diablos.
AL fin salieron todos. San Francisco se quedó solo y fue cuando se puso a llorar de veras. Se le quitó la pintura rosada de la cara y, al día siguiente, fray Castor tuvo que gastar dos botes en el rostro de la imagen y fray Simplón dos cubos de yeso en tapar la gotera del techo.
—¡Dichosa lluvia y dichosos pájaros!
—Son los tordos que hacen sus nidos en esas tejas —exclamó fray Sisebuto desde abajo, aunque él bien sabía de dónde habían salido aquellos goterones.
Y dicen los libros del monasterio que los frailes llevaron al asno a la puerta del convento y que aquel hombre abrazó otra vez a los frailes y se subió sobre el borrico. Lo arreó con sus botas, pero el animal no se puso en marcha. Agachó la cabeza, estiró las orejas, arrugó el hocico y no se movió ni un centímetro.
—¡Vamos, Calcetín! —le dijeron los frailes.
Fray Perico, que no hacía más que sorberse las lágrimas detrás del olmo viejo, se adelantó para animarlo.
—Venga, si es sólo un paseo.
Nada, el asno movió la cabeza y nada. El hombre bajó del burro y tiró del ramal. Nada. El hombre cogió el bastón de fray Olegario y lo levantó.
—¡Eh! —chillaron los frailes—. Que le haces daño.
El hombre volvió a tirar del ramal y los veinte frailes empujaron con todas sus fuerzas. El padre superior se rascó la cabeza e hizo una señal.
—¡Sube!
Fray Perico subió y el asno se puso al trote.
—Ya está —dijo el padre superior—. Id con Dios y volved pronto y con bien.
El hombre echó a correr y en un instante se perdieron los tres por el primer recodo del camino. La turba de moscas los siguió zumbando alegremente y el convento se quedó silencioso y mudo, como vacío, y los frailes, sin decir palabra, volvieron al convento, entraron en la capilla y se pasaron la tarde como ensimismados.
ANDUVIERON horas y horas, y cuando llegaron a una posada, entraron a buscar cena y descanso. Salió el posadero y, al ver a un fraile, a un burro y a un hombre con aquel traje descolorido y aquel olorcillo a vino rancio, quiso cerrar la puerta.
—No hay cama ni mesa vacía para dormir ni para cenar.
El posadero cerró de golpe la puerta mascullando no sé qué palabras. Juan Martín Diez, que así se llamaba el Empecinado, cerró los puños, y ya iba a dar una patada a la puerta cuando fray Perico le sosegó.
—¡Calma, hermano Juan Martín, Dios proveerá! Retirémonos a descansar debajo de esa encina.
—¿Y qué cenaremos?
—Bellotas. Dios nos ha provisto de ellas en abundancia. No hay más que recogerlas del suelo.
El hombre de la barba negra se sentó malhumorado y fray Perico bendijo la comida. Los tres cenaron en amor y compaña y se echaron luego a dormir en el santo suelo.
—Estoy harto de dormir sobre cardos —murmuró Juan Martín—. No pegaré ojo.
—Cuenta estrellas y te dormirás.
—Hay nubes y no se ve ni una.
—Pues cuenta corderos. ¿No oyes esas esquilas? Borregos son. Cuéntalos y se te cerrarán los ojos.
Pero los borregos resultaron ser ovejas que venían a pasar la noche bajo la encina, y entre los balidos y los tintineos no se podía pegar ojo. Fray Perico se había echado encima de un hormiguero y se puso a contar las hormigas que se iba quitando una a una de la barba.
Así estaban cuando comenzaron a oírse gritos en las habitaciones de la venta y a abrirse las ventanas y a salir por la puerta los huéspedes a medio vestir y echando maldiciones.
—¡Maldita sea, no vuelvo por aquí!
Salían con sus rucios con viento fresco y, en pocos momentos, la mitad de la venta estaba vacía. Fray Perico pensó que algo extraordinario había ocurrido y se acercó a ver lo que pasaba.
—¿Que qué pasa? Se ha llenado la venta de moscas, y no sé ni por dónde han entrado ni de dónde han salido.
LAS moscas habían llegado detrás del asno y, al ver que sus señores no entraban por la puerta, entraron por la ventana. Cenaron lo que pudieron, que fue mucho, de mesas, pucheros, jamones, panes y quesos; bebieron lo que les dio la gana, de jarros, vasos, cántaros y pellejos, y se fueron con toda su poca vergüenza a dormir a cuadras y pajares, sobre las orejas de los caballos o en los mullidos colchones de los arrieros, carreteros y caminantes.
Y como la venta se quedó vacía, nuestros tres amigos entraron por la puerta del rey, cenaron y tuvieron para ellos las mejores habitaciones.
—Lo único son las moscas —se excusó humildemente el posadero.
—Eso lo arreglo yo —exclamó fray Perico.
—Atícelas con este espantamoscas y tengan ustedes mucha paciencia.
Cuando fray Perico se quedó solo, se subió a una mesa del comedor y dijo:
—Hermanas moscas, ya habéis dado bien la lata. Habéis invadido el convento, habéis vuelto tarumba a fray Olegario y habéis hecho decir palabrotas a fray Silvino. Es cierto que sois hermanas nuestras, pero sois muchas y un poco molestas. Además tenéis la facultad de volar y de posaros donde os da la gana, por lo que sois las reinas de la creación y señoras de Castilla. Marchaos, pues, y repartíos otra vez por todos los corrales de donde venís y llevad la paz del convento a vuestros estercoleros y muladares, donde sin duda os echan de menos. Llevad la paz de Dios.
Fray Perico las bendijo y las abrazó también una por una, y ellas tomaron las de Villadiego por la chimenea, ante el asombro del posadero, que no sabía si soñaba lo que veía.
Pasó la noche sin más percances y, al despertar la mañana, salieron nuestros tres personajes camino de Cantalapiedra y Alaejos y cruzaron el famoso río Trabancos, lleno de ranas y de frescos álamos. Allí lavó sus ropas aquel enigmático hombre de la negra barba. Mientras lo hacía, oyeron un golpeteo de herraduras de caballos y voces en una lengua que no era la de Cervantes.
—¡Los franceses!
—Hay que esconder al burro.
PRIMERO se escondió el hombre entre las malezas. Luego, fray Perico llevó al asno hasta unas rocas blancas, que con su blancura podían disimular el blanco pelaje del asno.
Los franceses detuvieron sus caballerías e hicieron fuego con pinas y leña.
—¿Estará por aquí?
—¿Quién?
—Ese Empecinado. Hace dos días, creo que se metió en una cuba y estuvo metido en vinagre un día entero.
—¿Y no se ahogó?
—Debió de ahogarse, pero luego resucitó. Ese hombre es un demonio.
Así hablaban cuando apareció un soldado francés con una chaqueta pringosa colgada del extremo de un palo.
—¿No será la del Empecinado?
El oficial, un tal Perigord, observó la chaqueta, registró los bolsillos y sacó un papel escrito con tinta medio borrada.
y cuando pasen por el puen…
atacad. Son diez cajas con onzas de
oro para la paga de los sol…
—¡Registrad la zona! Tal vez sea él o algún guerrillero de su calaña.
Los soldados se levantaron y se desplegaron para batir el terreno. Uno enseguida encontró un zapato; otro, la gorra de piel de conejo; otro, la camisa.
—¡Alguien ha estado aquí!
—Podría ser un bandolero —dijo un soldado.
—O un cazador furtivo.
Desde la guarida donde se había escondido el fugitivo, se oían cercanas las voces de los soldados y sus pisadas torpes y cautelosas.
—¡Aquí no hay nadie!
La voz estaba encima de su cabeza. Una madriguera de nutria excavada bajo la maleza de la orilla le permitía respirar sin ser visto.
—¡Aquí brilla algo! Es un cuchillo.
La hoja del cuchillo relucía cerca, casi a los pies del perseguido. Había que escapar de allí y era casi imposible. El hombre de la barba miró hacia atrás. Un oscuro agujero, la hura de algún animal, abría su boca casi a ras del agua.
EL hombre se agarró a las húmedas paredes y comenzó a arrastrarse como una culebra.
El agua de las recientes lluvias había excavado el cubil de aquellas alimañas y había abierto un agujero lateral, que llegaba a una barranquera, por donde se precipitaba el agua que se escurría de la montaña.
Por allí salió nuestro héroe y fue a encontrarse en un torrente estrecho y profundo bien guardado por helechos, cañas y juncos. Se abrió paso cerro arriba como un reptil y dejó pronto atrás las voces de sus perseguidores.
—Rastread bien la charca. No andará lejos… —gritaba una voz.
Poco a poco, el guerrillero llegó hasta el altozano donde se había ocultado fray Perico y pronto encontró la cuevecilla donde éste se había guarecido con el borrico. Poco tiempo hubo para que ambos hombres se estrecharan la mano llenos de alegría. Se oían voces de alguien que subía.
—¡Son ellos!
—Te espero en el molino del Cega —murmuró el hombre de la barba.
Fray Perico se echó a temblar.
—¿Y qué hago con el burro? Lo reconocerán. Ya vienen.
—No lo sé. Me voy. San Francisco te salve.
Fray Perico no sabía qué hacer. Echó la capa castellana de su compañero sobre el burro, se hincó de rodillas y se puso a rezar a san Francisco.
Una nariz gruesa, una guerrera azul, unos bigotes y un soldado francés. Otra nariz gruesa, otra guerrera azul, unos bigotes y otro soldado francés. Otra nariz gruesa, otra guerrera azul y…
—Pagdón, mesié, est-ce que vous priez?
—No lo sé —contestó fray Perico.
Los soldados, al verlo de rodillas en la cueva, pensaron que era un ermitaño de los que poblaban aquellos parajes.
—Avez-vous vu un homme?
Fray Perico levantó los hombros.
—Yo no compre pan.
A todo esto, un soldado se había sentado sobre la capa pensando que estaba encima de una piedra.
AL soldado le pareció que aquella roca se movía y hasta pensó que la había oído protestar, pero no le dio tiempo de nada más porque fray Perico se levantó de pronto y lanzó un grito:
—¿Qué veo?
No era más que un hombre con una guerrera azul que pasaba por delante de la cueva. El hombre le hizo una seña y sonrió. Los franceses no repararon en él. Les pareció uno de ellos. Nadie le había visto un momento antes, cuando le había quitado la guerrera al espantapájaros que protegía el trigal. Tampoco nadie le vio avanzar con paso decidido ni notó que sus pantalones eran de color verde aceituna y que no llevaba botas. Iba descalzo.