Read Fray Perico, Calcetín Y El Guerrillero Martín Online
Authors: Juan Muñoz Martin
Tags: #Infantil y juvenil
—¿Dónde está Juan Martín? —le preguntaron.
Fray Perico se levantó asustado. Corrió como un loco por el corral, miró, buscó, rebuscó, llamó, gritó dentro del pozo, y su voz resonó:
—¡Juan Martín!
Nada, al Empecinado se le había tragado la tierra. Fray Perico se rascó la oreja. Luego, de pronto, le vino a la mente su asno.
—¿Y mi burro?
—Tu burro ha volado.
Fray Perico miró al cielo. Sin duda su oración había sido escuchada. San Francisco le había dado alas y sobre él había volado Juan Martín. Fray Perico contó al corregidor que él, aunque vestido de campesino, era fraile y venía de Salamanca huyendo de los franceses, y también contó lo de san Francisco. El corregidor tenía la boca abierta, y más al oír la historia del convento y los milagros de la imagen. Así que todos creyeron que aquello era un nuevo milagro.
Al verle, tan bueno e inocente, le devolvieron el hábito, que en la alforja estaba, y le dejaron marchar camino adelante.
Anda que te andarás, fue a dar al vecino pueblo de Castrillo del Duero, donde, por azar, pidió por Dios pan y posada en una casa con escudo de piedra y puerta de nogal que había en la plaza.
—Ésta es, sí, ésta es la casa de Carmina, la novia del Empecinado. Aquí está el escudo y la puerta. Aquí me darán pan y cobijo. Llamaré.
¡PAM, pam!
Abrió la puerta un viejecillo, y detrás una viejecilla, y detrás una mozuela como de veinte años, y los tres le dieron pan y tocino y luego le dejaron pasar la noche en el pajar. Allí podría rezar y descabezar un sueñecito.
No hacía una hora que fray Perico se rascaba sus pulgas y rezaba su rosario cuando en la puerta se oyó pedir cena y cama; pero no por Dios, sino a golpes en nombre del rey.
—¡Otra vez el rey! —se extrañó fray Perico.
Se oyeron cerrojos y, luego, rodar de espuelas y sables por la cocina y correr de mesas y sillas y platos y más platos y copas y botellas, hasta que a fray Perico se le cerraron los ojos y se durmió.
Unas voces le hicieron saltar de su lecho. Eran voces, tan agrias unas y tan desesperadas otras, que el pobre fraile acudió a la cocina pensando que algo muy grave sucedía.
Fray Perico miró por la cerradura y vio a dos casacas azules, con la cara aterrada, sentados en unas sillas. Sobre sus cabezas relucía un hacha, que empuñaba la joven que le había dado posada.
—¡Deja el hacha!
—No. Marchaos y no volváis a entrar en esta casa.
Fray Perico vio como uno de los casacas azules extendía la mano y buscaba la pistola que estaba colgada de la pared. El fraile se persignó, abrió de golpe la puerta, se abalanzó sobre el oficial y le agarró por el brazo.
—¡Quieto en nombre del rey!
Los dos oficiales se quedaron helados al ver surgir a aquel hombre como de debajo de la tierra.
—¡Soltadme, maldita sea!
El oficial se revolvió para coger la pistola con la otra mano, pero de pronto se abrió con estrépito la ventana y apareció una cara pálida y terrible.
—¡El Empecinado! —gritaron todos.
—¡Fuera, y dejad de atropellar a las personas decentes!
Los dos casacas azules retrocedieron hacia la puerta. El trabuco de Juan Martín les apuntaba.
—Os espero en el Salto del Caballo.
—Allí estaremos.
Y los dos hombres salieron a la oscuridad, tomaron sus caballos y partieron de estampía.
TODOS se abrazaron con gran alegría y cenaron con mucho guiso de cordero y perdiz, y con gran chocar de vasos de vino; pero fray Perico no bebió.
—¿Qué te pasa?
—Estoy triste por mi asno. ¿Dónde estará?
—Tu burro está ahí fuera.
Fray Perico dio un brinco y salió a la plaza, y allí vio al animal, que bebía en la fuente. Fray Perico lo abrazó mil y mil veces y le preguntó cientos de cosas. El asno seguía bebiendo el agua fresca de la fuente y fray Perico pidió entonces la bota de vinillo de Fuentecén y, cada vez que el asno bebía, él se echaba un trago largo. Al rato, a fray Perico todo le daba vueltas.
—¿Vamos? —preguntó Juan Martín.
—¡Vamos! —exclamó fray Perico sin saber dónde iba.
No lejos de Castrillo hay un lugar agreste lleno de rocas y barranqueras llamado el Salto del Caballo. Corre por allí el Duero y, a su lado, el camino que va a Peñafiel.
Juan Martín marchaba pensativo. Fray Perico iba detrás diciéndole no sé qué cosas al asno, que también caminaba pensativo. Al pasar entre unas barrancas, fray Perico paró su asno. Una cruz de madera se alzaba a la orilla del camino. Sobre ella había una tablilla con unas letras medio borradas.
AQUÍ YACE MELERO, EL FAMOSO BANDIDO,
MUERTO POR LOS SOLDADOS DEL REY
AÑO MDCC…
UNA ORACIÓN POR SU ALMA
—¿Qué haces, fray Perico?
—Estoy rezando.
—¿Sabes por quién rezas? Ese que está ahí era un ilustre bandolero que se comía a la gente cruda.
—Muerto está, y que Dios lo juzgue.
Juan Martín se quitó el gorro y rezó también brevemente. Al asno no le gustaba el lugar y siguió su trote. Un poco más allá, se detuvo. Había otra cruz entre las breñas.
AQUÍ YACE PIERNAGATO,
FAMOSO DESVALIJADOR DE CAMINOS
MUERTO POR LA SANTA HERMANDAD
AÑO MDCC…
UNA ORACIÓN POR SU ALMA
Fray Perico se puso a rezar y el Empecinado se quitó su montera; pero el burro, que sabía leer, leyó, arrugó el hocico y siguió atemorizado su andadura.
YA en el último recodo, otra cruz negra de hierro se destacaba bajo la luz del amanecer.
AQUÍ YACE CHAFANDÍN,
FAMOSO SALTEADOR DE DILIGENCIAS
AHORCADO EN ESTE ÁRBOL
AÑO MDCC…
Fray Perico se arrodilló y rezó otros pocos padrenuestros. El Empecinado, subido en su caballo, no se quitó el sombrero ni movió los labios.
—¿Por qué no rezas por éste? —preguntó fray Perico.
—No le hace falta. Aquéllos murieron aquí a trabucazo limpio. Éste tuvo tiempo en la cárcel para que un fraile le bendijera.
Fray Perico pensó que eran muy sabias sus palabras. El burro las oyó, levantó la vista, vio el árbol y siguió con los pelos de punta su camino.
Ya en lo alto, se oyeron cascos de caballo a lo lejos. El guerrillero y fray Perico, desde unas grandes rocas coronadas de lentiscos, vieron como por la hondonada llegaban dos sombras. Eran dos casacas azules.
—Son ellos.
—¿Quiénes?
—Los dos dragones de esta noche.
—¿Va a haber gresca? —preguntó aterrado fray Perico.
—Habrá.
Fray Perico se arrodilló y empezó a rezar abrazado al asno. Mientras, los dos dragones se habían parado y uno señalaba hacia su izquierda.
—¿Ha visto, mi sargento?
Una cabra encaramada en una roca se hartaba de hojas verdes y salvajes.
—¡Atiza, las cabras de Miguelón el pastor! —exclamó Juan Martín—. Va a haber jaleo.
—Voy a disparar, mi sargento —dijo el soldado.
—No lo hagas.
—¿Por qué?
—Será de algún pastor.
—¡Bah! ¿Es que vamos a tener miedo hasta de los pastores?
El soldado apuntó su arma, apretó el gatillo y el animal rodó por el suelo.
—¿Ha visto, mi sargen…?
NO había acabado de decir esto cuando sonó un zumbido de honda y el soldado cayó al suelo.
—¡Ay, madre mía! —gimió fray Perico tapándose los oídos—. ¿Has oído, Juan? Alguien ha lanzado una piedra.
Asustado, el sargento descendió de su caballo y se abalanzó sobre su compañero caído.
—¡Maldita sea! Está herido. Buena puntería tienen esos patanes.
Después, levantó la vista y vio como un hombre huía entre las rocas. El francés subió al caballo, lo espoleó y, temblando de rabia, subió la cuesta.
—¡Alto!
El lugareño brincaba con agilidad y se escondió un momento para preparar de nuevo su honda.
—¡Ay, madre mía, se matarán! —gimió fray Perico—. Voy a separarlos.
Juan Martín cogió a fray Perico de la capucha.
—La guerra es así, fray Perico. ¿Qué puedes hacer tú?
—Al menos voy a curar a ese soldado que está ahí en el camino.
Corría fray Perico camino abajo cuando el sargento francés, saltando sobre las breñas, llegó al barranco donde el pastor se había escondido y se abalanzó sobre él.
—¡Has sido tú, maldito pastor de cabras! Ahora te toca a ti.
El cabrero tiró al suelo su honda y, gateando ágilmente por una roca, se lanzó a las aguas del Duero, bastante turbulentas en aquel lugar.
—Eres como una alimaña, pero las fieras se cazan.
El francés descendió hacia un vado no lejano y esperó al pastor. Sangraba éste y era empujado por las aguas impetuosas hasta los pies del caballo. El jinete levantó su sable. Una voz se oyó desde lo alto del monte.
—¡Quieto!
Los dos hombres alzaron la vista. Sobre el risco más alto apareció una figura negra subida a un caballo. Llevaba en su mano un sable que brillaba como la luz del sol.
—¡El Empecinado! —murmuraron sorprendidos los dos hombres.
—SÍ. Soy yo. ¿Creías que no vendría?
El pastor huyó entre los juncos.
El dragón, aterrado, espoleó su corcel y buscó la salida de aquel áspero paraje. Fray Perico corría ahora cuesta arriba, después de haber vendado las heridas del soldado.
—¿Otro jaleo? —exclamó, temblando, el fraile.
Al llegar a lo alto del risco, se detuvo. Al otro lado se veía el río, los álamos. Se oían voces tras unas matas.
—¡Allá voy!
El caballo de Juan Martín bajaba hasta un prado cercano al río, donde el sargento ya le esperaba. Según llegaba el guerrillero, el francés apuntó su sable al pecho del otro con un movimiento rapidísimo.
—Toma, aprende. Un soldado no es un aprendiz.
El Empecinado esquivó el golpe y se revolvió como un escorpión. Dobló su caballo en un espacio mínimo y golpeó con el sable la coraza del francés.
—¡Maldito guerrille…!
El francés cayó al suelo. Mientras, fray Perico corría cuesta abajo, y el burro detrás. Un alud de piedras les pisaba los talones.
—No lo mates, Juan, por amor de Dios.
—No te preocupes. El Empecinado no mata a los vencidos.
Fray Perico se acercó y le desabrochó la guerrera.
—Parece que no está mal. ¡Dios sea loado! ¡Vaya golpe!
El Empecinado levantó los hombros, espoleó el caballo y se perdió entre los árboles. Fray Perico arrastró el cuerpo del sargento hasta la maleza. Cerca había una casa de leñadores, que de lejos miraban asustados lo que pasaba ante sus ojos.
Fray Perico cargó al herido en el asno y se dirigió hacia ellos.
—Cierra la puerta —murmuró la leñadora.
El leñador cerró la puerta. Ella colocó detrás de la misma las sillas y la artesa. Pero fray Perico había puesto el pie y la puerta quedaba entreabierta. Sacó entonces el fraile una monedilla de las de san Francisco y se la mostró al leñador.
EL leñador cerraba los ojos para no ablandarse, pero el brillo de la moneda era tan suave que su corazón se derritió.
—Abriré, hermano.
—¡Estás loco, marido! —exclamó la mujer.
Pero así que vio el brillo de la moneda, decidió abrir ella también y quitó la mesa y las sillas. Luego, con mucho amor, los dos leñadores colocaron al herido en un banco de la cocina.
Estaban en ello cuando aparecieron por la vereda dos húsares franceses.
—¿Habéis visto a dos dragones, uno alto y otro bajo, que…?
—Los dragones sólo salen en los cuentos —rió la leñadora.
Los húsares volvieron grupas. Pero mira tú por dónde que fray Perico tropezó en la cocina con la tinaja, la tiró e hizo un ruido de mil diablos.
—¿Quién anda ahí? —preguntó uno de los húsares.
—Será el gato.
—¿El gato?
Los dos húsares, un poco amoscados, bajaron de sus caballos y fueron hacia la cocina. Fray Perico tapó al herido con unos sacos y se ocultó debajo del banco.
—¿Dónde está el gato? —preguntaron.
Fray Perico vio que el animal estaba en un rincón, con los pelos de punta por tanto ruido y tanto dragón, y fue y le tiró una sandalia.
—Sal, hermano, que preguntan por ti, y que Dios te lo pague si nos salvas.
El gato salió bufando y se escabulló entre las piernas de los soldados.
—Sí, era el gato. Vámonos —y riendo de buena gana, tomaron sus caballos y se fueron camino abajo.
Fray Perico se despidió del herido, de los leñadores y del gato. Luego, cogió al asno del ramal y desapareció por la arboleda.
MARCHABA fray Perico camino abajo rezando por el herido cuando el asno levantó las orejas. El camino estaba lleno de unos pajarracos feos y negros que no hacían más que graznar. Malos augurios eran aquéllos. Fray Perico levantó la vista y vio detrás de unos matojos un cuerpo tendido.
—¡Atiza, el otro soldado que cayó herido esta mañana! No está bien que pase la noche al raso.
Fray Perico cogió una piedra y todos los cuervos desaparecieron.
El soldado había perdido sangre y tenía un chichón en la frente. No había tiempo que perder. Anochecía. Fray Perico envolvió al herido muy bien envuelto en la manta y lo cargó como un fardo en el asno.
—¡Arre, Calcetín!
No había andado más de cien pasos cuando una cuadrilla de unos diez hombres cayó sobre el pobre fray Perico. Era la famosa cuadrilla del bandolero Rigoberto, que asolaba aquellos campos.
—Hermano, ¿qué tesoro lleváis? ¿Joyas del monasterio? ¿Eh? ¿Candelabros de oro…?
—Llevo un hombre medio muerto.
Los bandoleros rieron de buena gana. El jefe, un hombre alto, seco, feroz, al que todos llamaban Rigoberto, iba a desatar el fardo cuando se oyeron los cascos de muchos caballos.
—¡Los franceses! ¡Vamos! —gritó el bandolero.
—¿Y el tesoro? ¿Lo dejamos? ¡Qué pena!
—¡Imbéciles, cargad con él!
—Pesa mucho.
—¡Llevadlo en el asno, estúpidos!
Fray Perico corría detrás, agarrado a la cola de Calcetín. Rigoberto le apuntó con el trabuco.
—¡Fuera, fuera! No queremos frailes en la cuadrilla.
NADA más desaparecer entre los olivos del monte, llegó el escuadrón francés. Eran unos ochenta jinetes. El jefe, un tal Molinete, señaló hacia los olivos.