Los experimentos de «detección de vida» del
Viking
fueron diseñados para registrar únicamente unos determinados subconjuntos de biologías concebibles; fueron predispuestos para hallar el tipo de vida de la cual tenemos noticia. Habría sido una locura mandar instrumentos que no fueran capaces ni siquiera de detectar vida en la Tierra. Eran aparatos exquisitamente sensibles, capaces de encontrar microbios en los desiertos y páramos más áridos y poco prometedores de la Tierra.
Uno de ellos medía los gases intercambiados entre el suelo y la atmósfera marcianos en presencia de materia orgánica de la Tierra. Un segundo ensayo diseminaba una gran variedad de alimentos orgánicos, marcados mediante un indicador radiactivo, para observar si había bichos en el suelo de Marte que los consumieran y los oxidaran, convirtiéndolos en anhídrido carbónico radiactivo. Una tercera prueba introducía anhídrido carbónico radiactivo (y también monóxido de carbono) en el suelo marciano, a fin de comprobar si los microbios marcianos lo absorbían. Para sorpresa inicial de, yo creo, todos los científicos involucrados, los tres experimentos dieron lo que al principio parecían resultados positivos. Se constataba intercambio de gases y se producía incorporación de anhídrido carbónico al suelo del planeta.
Pero existen razones para ser cautos. Estos estimulantes resultados no se consideran de modo general un indicio válido de la existencia de vida en Marte: los procesos metabólicos putativos de los microbios marcianos se produjeron bajo una amplia serie de condiciones específicas dentro de las sondas del
Viking,
humedad (mediante agua líquida procedente de la Tierra) y sequedad, luz y oscuridad, frío (sólo algo por encima del punto de congelación) y calor (prácticamente la temperatura normal de ebullición). Muchos microbiólogos consideran improbable que los microbios marcianos fueran tan capaces bajo condiciones tan variadas. Otro punto que induce en gran medida al escepticismo estriba en el hecho de que se llevara a cabo un cuarto experimento, con el objetivo de buscar materias químicas orgánicas en el suelo de Marte, que dio resultados negativos generalizados a pesar de su elevada sensibilidad. Cabe esperar que la vida en Marte, como la terrestre, esté organizada alrededor de moléculas basadas en el carbono. No encontrar en absoluto dicho tipo de moléculas amilanó a los exobiólogos más optimistas.
Los resultados aparentemente positivos obtenidos en los experimentos de detección de vida se atribuyen hoy, de manera generalizada, a sustancias químicas que oxidan el suelo y que se derivan en última instancia de la luz solar ultravioleta (tal como refiere el capítulo anterior). Hay todavía un puñado de científicos del programa Viking que se preguntan si podría haber organismos extremadamente resistentes y competentes diseminados en una fina capa del suelo marciano, de tal manera que no pudiera ser detectada su química orgánica, pero sí sus procesos metabólicos. Dichos científicos no niegan que el suelo de ese planeta contenga oxidantes generados por los rayos ultravioletas, pero subrayan que la mera presencia de los mismos no ha ofrecido hasta el momento una explicación completa para los resultados de detección de vida del
Viking.
También se ha reivindicado experimentalmente la presencia de materia orgánica en los meteoritos SNC, pero más bien parece tratarse de contaminantes que se han introducido en el meteorito con posterioridad a su llegada a nuestro mundo. Hasta el momento, nadie ha encontrado microbios marcianos en estas rocas caídas del cielo.
Tal vez por el hecho de que parece complacer a la opinión pública, la NASA y muchos de los científicos de la misión Viking se han mostrado muy cautelosos a la hora de perseguir las hipótesis biológicas. Incluso ahora podría hacerse mucho más en lo que respecta a la revisión de los datos con que contamos, a la inspección con instrumentos del mismo tipo que los del
Viking
de suelos antarticos u otros que alberguen pocos microbios, a la simulación en el laboratorio del papel de los oxidantes en suelo marciano y al diseño de experimentos para dilucidar esas cuestiones —sin excluir, claro está, nuevas exploraciones en busca de vida—, por medio de futuros vehículos de aterrizaje sobre Marte.
Si realmente no se encontró una rúbrica inequívoca de la presencia de vida, a través de experimentos de elevada sensibilidad en dos lugares separados por una distancia de cinco mil kilómetros, en un planeta marcado por un transporte global de partículas finas a cargo del viento, ello sugiere al menos que Marte podría ser, por lo menos hoy, un planeta carente de vida. Pero si Marte carece de vida, nos hallamos ante dos planetas que tienen virtualmente la misma edad y condiciones primitivas, evolucionando uno junto al otro en el mismo sistema solar: la vida prolifera en uno, pero en el otro no. ¿Por qué razón?
Quizá los restos químicos o fósiles de la vida marciana primitiva puedan hallarse todavía, en algún nivel subterráneo, bien protegidos de la radiación ultravioleta y sus productos de oxidación, que hoy están friendo la superficie del planeta. Tal vez en las caras de las rocas que han quedado expuestas por desprendimientos de tierra, o en las orillas de un antiguo valle fluvial o en el lecho de un lago ahora seco, o bien en terreno polar laminado, nos están esperando pruebas concluyentes de la existencia de vida en otro planeta.
A pesar de su ausencia sobre la superficie de Marte, las dos lunas del planeta, Fobos y Deimos, parecen ricas en materia orgánica compleja, cuya edad se remonta a la historia primitiva del sistema solar. La nave soviética
Phobos 2
halló evidencias de la presencia de vapor de agua emanando de Fobos, como si ésta poseyera un interior helado calentado por radiactividad. Es posible que las lunas de Marte fueran capturadas mucho tiempo atrás de algún lugar del sistema solar exterior; cabe imaginar que constituyan los ejemplos más cercanos de que disponemos de materia inalterada desde los días primitivos del sistema solar. Fobos y Deimos son muy pequeñas, alcanzando cada una de ellas un diámetro de apenas diez kilómetros, con lo que la gravedad que ejercen es prácticamente insignificante. Así pues, resulta comparativamente fácil llegar a ellas, aterrizar allí, examinarlas, emplearlas como base de operaciones para el estudio de Marte y luego regresar a casa.
Marte nos llama, un almacén de información científica importante por derecho propio, pero también en virtud de la luz que arroja sobre el entorno de nuestro propio planeta. Hay misterios que esperan ser resueltos en relación con el interior de Marte y su origen, la naturaleza de los volcanes en un mundo carente de placas tectónicas, la persistencia de las formas geográficas sobre un planeta que sufre tormentas de arena ni siquiera soñadas en la Tierra, glaciares y formas polares, el escape de atmósferas planetarias y la captura de lunas, por mencionar al azar unas cuantas muestras de entre las incógnitas científicas que nos plantea. Si Marte disfrutó en su día de abundante agua líquida y de un clima clemente, ¿qué fue lo que lo estropeó todo? ¿Cómo pudo un mundo similar a la Tierra volverse tan reseco, frío y carente de aire, comparativamente hablando? ¿Acaso encierra algún secreto sobre nuestro propio planeta que debiéramos conocer?
Nosotros los humanos hemos sido así con anterioridad. Los antiguos exploradores habrían entendido la llamada de Marte. No obstante, la mera exploración científica no requiere la presencia humana. Siempre podemos enviar ingeniosos robots. Resultan mucho más baratos, no replican con insolencia, puedes mandarlos a lugares mucho más peligrosos y, siempre asumiendo algún riesgo de fracaso de la misión, evitan poner en peligro vidas humanas.
«¿A
LGUIEN ME HA VISTO?»
, reza el reverso del cartón de leche.
«Mars Observer,
6' x 4,5' x 3', 2 500 kg. Se supo de él por última vez el 21-08-93, a 627 000 Km. de Marte.»
«M.O.
llamando a casa», era el lastimero mensaje que difundía una banderola colgada en el exterior de la base de operaciones de la misión, instalada en el Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL), a fines de agosto de 1993. El fallo de la nave espacial americana
Mars Observer,
justo antes de que se insertara en la órbita de Marte, supuso una decepción colosal. En veintiséis años, era la primera misión lunar o planetaria americana que fracasaba en una fase posterior a su lanzamiento. Muchos científicos e ingenieros habían dedicado una década de su vida profesional al M. O. Constituía además la primera misión de Estados Unidos a Marte en diecisiete años, desde las dos sondas orbitales y las dos de descenso de la misión Viking en 1976. Era también la primera nave espacial propiamente dicha de la época posterior a la guerra fría: científicos rusos formaban parte de varios de los equipos de investigadores, y el
Mars Observer
debía actuar como un circuito repetidor de radio esencial para las sondas de aterrizaje de la que estaba programada como la próxima misión rusa Mars '94, así como para una ambiciosa misión con vehículos rodantes y globos denominada Mars '96.
Los instrumentos científicos a bordo del
Mars Observer
habrían cartografiado la geoquímica del planeta y preparado el camino para futuras misiones determinando además las decisiones respecto a los lugares óptimos de aterrizaje. Por otra parte, habría echado nueva luz sobre la cuestión del importantísimo cambio climático que parece haber tenido lugar en la historia primitiva del planeta. La nave también habría fotografiado algunas partes de la superficie de Marte con una resolución de menos de dos metros. Como es lógico, no tenemos ni idea de las maravillas que habría descubierto el
Mars Observer.
Pero cada vez que examinamos un mundo con instrumentos nuevos y con una resolución ampliamente mejorada emerge una asombrosa serie de hallazgos, como ocurrió cuando Galileo enfocó el primer telescopio hacia el cielo e inauguró la era de la astronomía moderna
Según la comisión de investigación, la causa del fallo radicó probablemente en una rotura del tanque de combustible durante la fase de presurización, lo que provocó que salieran despedidos gases y líquidos, y que la nave averiada empezara a girar totalmente fuera de control. Tal vez podría haberse evitado. Quizá no fue más que un accidente desafortunado. No obstante, a fin de adquirir una perspectiva sobre el asunto, demos un breve repaso a todas las misiones con destino a la Luna y los planetas diseñadas por Estados Unidos y la antigua Unión Soviética.
Al principio, nuestros registros fueron pobres. Los vehículos espaciales explotaban durante el despegue, fallaban a la hora de alcanzar sus objetivos o bien dejaban de funcionar una vez en ellos. A medida que fue pasando el tiempo, los humanos fuimos mejorando nuestros vuelos interplanetarios. Hubo una curva de aprendizaje. Los cuadros anexos muestran dichas curvas (basadas en datos de la NASA con sus definiciones relativas a misiones coronadas por el éxito). Aprendimos a buen ritmo. Nuestra habilidad actual para reparar naves espaciales en pleno vuelo ha quedado ilustrada a la perfección con el ejemplo de las misiones Voyager anteriormente descrito.
Tasa de éxitos de las misiones norteamericanas y rusas a la Luna y a los planetas: arriba, lanzamientos coronados por el éxito. Abajo, misiones globales coronadas por el éxito. Se aprecia claramente una curva de progreso constante, pero es inevitable un determinado porcentaje de fracasos.
Constatamos en el gráfico que aproximadamente hasta el lanzamiento número 35 con destino a la Luna o a los planetas, y no antes, la tasa acumulativa de éxitos en misiones de Estados Unidos no alcanzó el cincuenta por ciento. Los rusos necesitaron cerca de cincuenta lanzamientos para alcanzar dicho porcentaje. Efectuando la media entre los vacilantes comienzos y la mejor actuación reciente, concluimos que tanto Estados Unidos como Rusia presentan una tasa acumulativa de éxitos en los lanzamientos de alrededor de un ochenta por ciento. Pero la tasa acumulativa de éxitos globales de las misiones se sitúa todavía por debajo del setenta por ciento para Estados Unidos y del sesenta por ciento para la URSS/Rusia. O, lo que viene a ser lo mismo, las misiones lunares y planetarias han fracasado por término medio en un treinta o cuarenta por ciento de las ocasiones.
Las misiones a otros mundos se situaron desde sus comienzos en la vanguardia de la tecnología. Y todavía hoy continúan estándolo. Son diseñadas con subsistemas de reserva y comandadas por ingenieros experimentados y de plena dedicación, pero aun así no son perfectas. Lo asombroso del asunto no es que lo hayamos hecho tan mal, sino, por el contrario, que lo hayamos hecho tan bien.