Desconocemos si el fallo del
Mars Observer
se debió a la incompetencia o simplemente a cuestiones estadísticas, pero en las misiones de exploración de otros mundos debemos contar siempre con una cuota fija de fracasos. No se arriesgan vidas humanas cuando se pierde una nave espacial robotizada. Incluso si fuéramos capaces de mejorar de forma significativa esta tasa de éxito, resultaría, con mucho, demasiado costoso. Es preferible asumir mayores riesgos y mandar mayor número de naves.
Conociendo la imposibilidad de reducir los riesgos, ¿por qué limitamos nuestras actuales misiones espaciales a una sola nave? En 1962 el
Mariner 1,
programado para viajar a Venus, cayó al Atlántico; el casi idéntico
Mariner 2
se convirtió en la primera misión planetaria de la especie humana coronada por el éxito. El
Mariner 3
fracasó y su gemelo, el
Mariner 4,
de 1964, fue la primera nave que tomó primeros planos de Marte. O bien consideremos la misión de doble lanzamiento, en 1971, de los
Mariner 8
y
Mariner 9,
con destino a Marte. El
Mariner 8
debía cartografiar el planeta, mientras que el
Mariner 9
tenía el encargo de estudiar los enigmáticos cambios estacionales y seculares de las marcas de su superficie. El
Mariner 8
cayó al océano. El
Mariner 9
llegó hasta Marte y se convirtió en la primera nave espacial de la historia humana que orbitó alrededor de otro planeta. Descubrió los volcanes, el terreno laminado en los casquetes polares, los antiguos valles fluviales, así como la naturaleza eólica de los cambios observados en su superficie. Refutó la teoría de los «canales». Cartografió el planeta de polo a polo y puso de manifiesto todas las características geológicas importantes que hoy conocemos de Marte. Proporcionó, asimismo, las primeras observaciones cercanas de miembros de toda una clase de mundos pequeños (apuntando a las lunas marcianas, Fobos y Deimos). Si hubiéramos lanzado únicamente el
Mariner 8,
el esfuerzo nos habría reportado un fracaso absoluto.
Hubo también dos
Viking,
dos
Voyager,
dos
Vega
y varios pares de
Venera.
¿Por qué se lanzó solamente un
Mars Observer?
La respuesta estándar reside en el coste. Sin embargo, una de las razones de que resultara tan cara responde al hecho de que se decidiera proyectarla mediante lanzadera espacial, una sección propulsora casi absurdamente costosa para misiones planetarias y, en este caso, decididamente, demasiado cara para el lanzamiento de dos M.O. Tras numerosos retrasos e incrementos de coste relacionados con la lanzadera, la NASA cambió de opinión y optó por lanzar el
Mars Observer
mediante un cohete propulsor Titán. Ello trajo consigo un retraso adicional de dos años y la necesidad de un adaptador para acoplar la nave al nuevo vehículo de lanzamiento. Si la NASA no se hubiera empeñado en proporcionar negocio a la industria de las lanzaderas, cada vez menos lucrativa, podríamos haber puesto en marcha la misión un par de años antes y con dos naves en lugar de una.
Ya sea en lanzamientos individuales o por parejas, las naciones que efectúan vuelos espaciales han decidido claramente que ha llegado el momento de mandar de nuevo robots exploradores a Marte. Los diseños de las misiones cambian; nuevas naciones entran en juego; algunas de las que participaban descubren que ya no disponen de los medios para hacerlo. Incluso los programas que han recibido los fondos necesarios no siempre llegan a realizarse. Pero los planes que están en marcha dicen mucho de la intensidad de los esfuerzos y de la enorme dedicación que merecen.
Mientras escribo este libro, Estados Unidos, Rusia, Francia, Alemania, Japón, Austria, Finlandia, Italia, Canadá, la Agencia Espacial Europea y otras entidades poseen planes en fase experimental para la exploración robótica coordinada de Marte. En los siete años que median entre 1996 y el 2003, una flotilla de unas veinticinco naves —la mayoría de ellas comparativamente pequeñas y económicas— debe ser enviada a Marte desde la Tierra. Entre ellas no habrá ninguna que se limite a acercarse de manera rápida; todas son misiones de larga duración, con sondas orbitales y de aterrizaje. Estados Unidos tiene previsto mandar de nuevo la totalidad de los instrumentos científicos que se perdieron con el
Mars Observer.
Las naves rusas llevarán consigo experimentos particularmente ambiciosos en los que se hallan implicadas unas veinte naciones. Los satélites de comunicación harán posible que las estaciones experimentales puedan enviar sus datos de vuelta a la Tierra desde cualquier punto del planeta Marte. Una serie de perforadores caerán silbando desde la órbita, se clavarán en el suelo de Marte y transmitirán datos de sus capas subterráneas. Globos instrumentales y laboratorios ambulantes se pasearán sobre las arenas del planeta. Algunos de los microrrobots no pesarán más de unos cuantos kilos. Los instrumentos se calibrarán de forma cruzada y, además, podrán intercambiarse libremente los datos. Existen, pues, todas las razones para pensar que, en los años venideros, Marte y sus misterios se irán haciendo cada vez más familiares para los habitantes del planeta Tierra.
E
N LA BASE DE MANDO DE LA
T
IERRA
, en una sala especial, nos encontramos ataviados con casco y guantes. Giramos la cabeza hacia la izquierda y la cámara del robot en Marte gira hacia la izquierda. Podemos ver, en imagen de muy alta definición y a todo color, lo que está viendo la cámara. Efectuamos un paso adelante y el robot avanza hacia adelante. Extendemos el brazo para recoger algo que brilla en el suelo, y el brazo de la máquina hace lo propio. Las arenas de Marte nos resbalan entre los dedos. La única dificultad que plantea esta tecnología de realidad remota es que todo ocurre, tediosamente, a cámara lenta: las órdenes desde la Tierra a Marte y el regreso a la Tierra de la respuesta pueden tardar más de media hora. Pero eso es algo que podemos aprender a hacer. Podemos aprender a contener nuestra impaciencia exploratoria, si es ése el precio que cuesta explorar Marte. El vehículo puede ser lo suficientemente ingenioso como para solucionar eventualidades rutinarias. Si se le presenta cualquier obstáculo, se detiene, se coloca en posición de seguridad y se pone en contacto con la Tierra para que un paciente controlador se haga cargo de dirigirla.
Inventemos ingenios mecánicos ambulantes, cada uno de ellos un pequeño laboratorio científico, que aterricen en lugares aburridos pero seguros y vayan a contemplar en primer plano algunas de las profusas maravillas marcianas. Tal vez tendríamos cada día un robot avanzando hacia su propio horizonte; cada mañana podríamos ver de cerca lo que el día anterior era solamente una elevación distante. Los progresos de una ruta a través del paisaje de Marte aparecerían en los telediarios y serían observados en las escuelas. La gente aventuraría especulaciones sobre lo que se va a encontrar. Noticias nocturnas procedentes de otro planeta, cargadas de revelaciones sobre nuevos terrenos y nuevos hallazgos científicos, harían que en la Tierra todos nos sintiéramos partícipes de la aventura.
Luego está la realidad virtual marciana: los datos que nos lleguen de Marte, almacenados en un ordenador moderno, son transferidos a nuestro casco, guantes y botas. Estamos caminando en una habitación vacía de la Tierra, pero a nosotros nos parece estar en Marte: cielos rosados, campos salpicados de montículos, dunas de arena extendiéndose en el horizonte, por donde asoma un inmenso volcán; escuchamos la arena crujir bajo nuestras botas, apartamos piedras, cavamos un agujero, tomamos muestras del aire ligero, damos la vuelta a una esquina y aparece ante nuestros ojos... cualquier nuevo descubrimiento que se pueda efectuar en Marte, todo ello copias exactas del Marte real y todo experimentado sin correr peligros, en la seguridad de una sala de realidad virtual de nuestra ciudad. No es ése, claro está, el motivo para explorar Marte, pero es evidente que necesitaremos robots de exploración que nos manden la realidad real para poder reconfigurarla en realidad virtual.
Especialmente si se efectúa una inversión continua en el campo de la robótica y de la inteligencia mecánica, enviar seres humanos a Marte no puede justificarse únicamente mediante la ciencia. Además, muchísimas más personas podrán experimentar el Marte virtual de las que sería posible mandar al Marte real. Podemos arreglárnoslas muy bien con los robots. Si de verdad queremos mandar personas a Marte, vamos a necesitar mejores argumentos que la ciencia y la exploración.
En los años ochenta creía tener una justificación coherente para las misiones humanas con destino a Marte. Imaginaba a Estados Unidos y a la Unión Soviética, los dos rivales enfrentados en la guerra fría que habían puesto en peligro nuestra civilización global, aliándose en un esfuerzo tecnológico de largo alcance que abriría las puertas de la esperanza a los seres humanos de todo el mundo, imaginaba un programa del estilo del Apolo pero al revés, en el cual la cooperación y no la competición constituiría la fuerza motriz, en el cual las dos naciones que lideraban la carrera del espacio aportarían unidas las bases para un avance crucial en la historia humana, la colonización de otro planeta.
El simbolismo parecía venir como anillo al dedo. La misma tecnología capaz de propulsar armas apocalípticas de un continente a otro haría posible el primer viaje humano a otro planeta. Se trataba de una elección con unos poderes míticos muy apropiados: abrazar un planeta que se denomina como el dios de la guerra, en lugar de poner en práctica la locura que con él se asocia.
Conseguimos interesar a los científicos e ingenieros soviéticos en la realización de un esfuerzo común de esa envergadura. Roald Sagdeev, entonces director del Instituto de Investigación Espacial de la Academia Soviética de la Ciencia en Moscú, se hallaba ya profundamente implicado en la cooperación internacional, en misiones robóticas soviéticas con destino a Venus, Marte y el cometa Halley, mucho antes de que surgiera la idea. El proyecto del uso conjunto de la estación espacial soviética
Mir
y del cohete Energiya, de la clase Saturn V, hizo atractiva la cooperación para las organizaciones soviéticas que fabricaban esas piezas de hardware, organizaciones que, por otra parte, estaban teniendo dificultades para justificar sus mercancías. Mediante una serie de argumentos (siendo el de la contribución al final de la guerra fría el más importante) se convenció al entonces líder soviético Mijaíl S. Gorbachov. Durante la cumbre de Washington de diciembre de 1987, preguntado el líder soviético acerca de cuál era la actividad conjunta más importante que pudiera simbolizar el cambio en las relaciones entre ambas naciones, Gorbachov respondió sin titubear: «Vayamos juntos a Marte.»
Pero la Administración Reagan no estaba interesada en el tema. Cooperar con los rusos, reconocer que determinadas tecnologías soviéticas eran más avanzadas que sus contrapartidas norteamericanas, revelar los secretos de algunas tecnologías americanas a los soviéticos, compartir méritos y proporcionar una alternativa a los fabricantes de armas eran conceptos que no eran del agrado del gobierno en el poder. En consecuencia, la oferta fue rechazada. Marte tendría que esperar.
En unos pocos años, los tiempos han cambiado. La guerra fría ha quedado atrás. La Unión Soviética ya no existe. El beneficio derivado de la colaboración de ambas naciones ha perdido fuerza. Otros países, especialmente Japón y los miembros constituyentes de la Agencia Espacial Europea, se han convertido en viajeros interplanetarios. Muchas demandas urgentes y justificadas gravan los presupuestos discrecionales de las naciones.
Pero la sección propulsora de carga pesada Energiya todavía espera que se le asigne una misión. El cohete Protón ya está disponible como caballo de tiro. La estación espacial
Mir
—con una tripulación a bordo casi de forma continua— todavía describe cada hora y media una órbita alrededor de la Tierra. A pesar de las turbulencias internas, el programa espacial ruso sigue adelante con fuerza. La cooperación espacial entre Rusia y Estados Unidos se está acelerando. Un cosmonauta ruso, Sergei Krikalev, voló en 1994 a bordo del transbordador espacial
Discovery
(en la misión habitual de una semana de duración; Krikalev había cubierto ya 464 días a bordo de la estación espacial
Mir).
Está previsto además que astronautas norteamericanos visiten la estación
Mir.
Los vehículos espaciales rusos con destino a Marte llevarán a bordo aparatos científicos americanos, entre los cuales se incluye uno para examinar los oxidantes, a los que se atribuye la destrucción de las moléculas orgánicas del suelo marciano. El
Mars Observer
fue diseñado para servir de estación de relevo a las sondas de aterrizaje de las misiones rusas a Marte. Los rusos, por su parte, han ofrecido incluir un orbitador de Estados Unidos en una próxima misión a Marte, propulsada por el lanzador multicarga Protón.
La capacidad de Estados Unidos y la de Rusia en tecnología y ciencia espaciales encajan bien, discurren por vías complementarias. Una es fuerte donde la otra es débil. Se trata de un matrimonio forjado en el cielo, pero que ha resultado sorprendentemente difícil de consumar.
El 2 de Septiembre de 1993 el vicepresidente norteamericano Al Gore y el primer ministro ruso Viktor Chernomyrdin firmaron en Washington un acuerdo de cooperación en profundidad. La Administración Clinton ha ordenado a la NASA rediseñar la estación espacial norteamericana (bautizada
Freedom
en la era Reagan) a fin de que circule en la misma órbita que la
Mir
y pueda acoplarse a ella: se unirán también módulos japoneses y europeos, así como un brazo robot de nacionalidad canadiense. El diseño ha evolucionado actualmente hacia la que se ha dado en llamar estación espacial
Alpha,
en la que se hallan involucradas casi todas las naciones con presupuesto espacial. (China constituye la excepción más notable.)
A cambio de la cooperación espacial de Estados Unidos, y tratándose de un tema de difícil aceptación, Rusia accedió, en efecto, a detener sus ventas de componentes de misiles balísticos a otras naciones y, de forma general, a imponer un severo control sobre sus exportaciones de tecnología de armas estratégicas. De este modo, una vez más el espacio se convierte, como lo fue en los momentos culminantes de la guerra fría, en un instrumento de política estratégica nacional.