La exploración de otros mundos nos ha abierto los ojos en el estudio de los volcanes, terremotos, así como de la climatología. Algún día puede tener también profundas implicaciones para la biología, porque toda la vida existente sobre la faz de la Tierra está construida según un plan maestro común en el ámbito de la bioquímica. El hallazgo de un solo organismo extraterrestre —aunque fuera algo tan humilde como una bacteria— revolucionaría nuestra comprensión del mundo de los seres vivos.
Pero la conexión entre la exploración de otros mundos y la protección del nuestro se hace más evidente en el estudio de la climatología de la Tierra y en el brote amenazador para la misma que ha sembrado hoy nuestra tecnología. Otros mundos nos proporcionan informaciones cruciales sobre las estupideces que no debemos cometer en la Tierra.
Recientemente se han descubierto tres potenciales catástrofes ambientales, todas ellas con efectos a escala global: la reducción de la capa de ozono, el calentamiento fruto del efecto invernadero y el invierno nuclear. Y resulta que los tres hallazgos se hallan íntimamente relacionados con la exploración planetaria:
1) Fue inquietante llegar a la conclusión de que un material inerte con todo tipo de aplicaciones prácticas —se utiliza como fluido activo en frigoríficos y aparatos de aire acondicionado, como propelente en aerosoles de desodorantes y otros productos, en los ligeros embalajes de espuma de las comidas rápidas y como agente limpiador en microelectrónica, por nombrar solamente algunos de sus usos— puede poner en peligro la vida en la Tierra. ¿Quién iba a imaginarse una cosa así?
Las moléculas en cuestión se denominan clorofluorocarbonos (CFC). Químicamente son extremadamente inactivas, lo que significa que son del todo invulnerables, hasta que alcanzan la capa de ozono, donde son descompuestas por la luz ultravioleta del Sol. Los átomos de clorina así liberados atacan y destruyen el ozono protector, facilitando la penetración hasta el suelo de dicha luz. El incremento de la intensidad ultravioleta propicia una terrible procesión de potenciales consecuencias nocivas que no solamente se manifiestan en enfermedades como los cánceres de piel y las cataratas, sino también en el debilitamiento del sistema inmunitario humano y, la más peligrosa de todas, en el perjuicio a la agricultura y a los organismos fotosintéticos, que constituyen la base de la cadena alimentaria de la cual depende, en gran medida, la vida en la Tierra.
¿Quién descubrió que los CFC suponían una amenaza para la capa de ozono? ¿Acaso fue su principal productor, la DuPont Corporation, ejerciendo responsabilidades corporativas? ¿Fue la Agencia de Protección del Medio Ambiente en un afán de salvaguardarnos? No, fueron dos científicos universitarios de bata blanca, enclaustrados en sus torres de marfil, que estaban trabajando en otra cosa: Sherwood Rowland y Mario Molina, de la Universidad de California, Irvine. Ni siquiera se trataba de una universidad de la Ivy League
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Nadie les dio instrucciones para que investigaran acerca de los peligros para el medio ambiente. Estaban enfrascados en investigaciones de base. Eran científicos dedicados a sus intereses particulares. Sus nombres deberían aprenderse en las escuelas.
En sus cálculos originales, Rowland y Molina emplearon constantes tipos de las reacciones químicas en las que participa la clorina y otros halógenos, que habían sido medidas en parte con apoyo de la NASA. ¿Por qué de la NASA? Porque la atmósfera de Venus contiene moléculas de clorina y fluorina, y los aerónomos planetarios se proponían investigar lo que está sucediendo allí.
La confirmación del trabajo teórico sobre la responsabilidad de los CFC en la reducción de la capa de ozono no tardó en producirse, de la mano de un grupo de investigación de Harvard capitaneado por Michael McElroy. ¿Y cómo se explica que tuvieran todas esas redes ramificadas de dinámicas químicas de los halógenos preparadas en sus ordenadores? Porque estaban trabajando en los procesos químicos de la clorina y la fluorina en la atmósfera de Venus. Venus contribuyó a efectuar y confirmar el descubrimiento de que la capa de ozono que protege a la Tierra se encuentra en peligro. Se detectó una conexión completamente inesperada entre los procesos fotoquímicos de ambos planetas. Un resultado de tan crucial importancia para todos los habitantes de la Tierra se derivó de lo que podía parecer el más abstracto y poco práctico de los trabajos, la comprensión de la química de constituyentes menores en la atmósfera superior de otro mundo.
También existe una conexión con Marte. A través del
Viking
descubrimos que la superficie de Marte carecía aparentemente de vida y presentaba una notable deficiencia incluso en moléculas orgánicas simples. Pero
tenía
que haber moléculas orgánicas simples, a raíz de los impactos de meteoritos orgánicamente ricos procedentes del cercano cinturón de asteroides. Esta carencia se atribuye unánimemente a la ausencia de ozono en Marte. Los experimentos microbiológicos del
Viking
determinaron que la materia orgánica transportada a Marte desde la Tierra y diseminada sobre el polvo de la superficie marciana se oxida y destruye rápidamente. Los materiales en el polvo que desencadenan esa destrucción son moléculas parecidas al peróxido de hidrógeno, que nosotros empleamos como antiséptico porque mata a los microbios a base de oxidarlos. La luz ultravioleta del Sol alcanza la superficie de Marte sin topar con el obstáculo de una capa de ozono; si hubiera algo de materia orgánica, sería rápidamente aniquilada por la luz ultravioleta en sí y por sus productos de oxidación. Por tanto, parte de los motivos de que las capas superiores del suelo marciano sean antisépticas reside en que Marte posee un agujero, en lo que al ozono se refiere, de dimensiones planetarias, un dato altamente útil y amonestador para nosotros, que trabajosamente estamos reduciendo y perforando
nuestra
capa de ozono.
2) Se ha vaticinado que un calentamiento global del planeta se derivaría del creciente efecto invernadero, causado en gran medida por el anhídrido carbónico generado a raíz de la quema de combustibles fósiles, pero también por la acumulación progresiva de otros gases absorbentes del infrarrojo (óxidos de nitrógeno, metano, los mismos CFC y otras moléculas).
Supongamos que disponemos de un modelo computerizado de circulación general tridimensional sobre el clima de la Tierra. Los programadores sostienen que es capaz de predecir cómo será la Tierra si aumenta la cantidad de uno de los componentes atmosféricos o si disminuye la de otro. El modelo funciona muy bien en la «predicción» del clima actual. Pero existe una preocupación latente: este modelo ha sido «afinado» para que salga bien, esto es, determinados parámetros ajustables son elegidos no a partir de principios primarios de la física, sino con el objetivo de obtener la respuesta correcta. No significa eso que hagamos trampa, pero si aplicamos el mismo modelo a regímenes climáticos bastante distintos —el del profundo calentamiento global, por ejemplo— el afinamiento podría resultar entonces inapropiado. El modelo podría ser adecuado para el clima de hoy, pero no extrapolable a otros.
Una forma de probar este programa consiste en aplicarlo a los climas tan diferentes de otros planetas. ¿Es capaz de predecir la estructura de la atmósfera en Marte y el clima de dicho planeta? ¿El tiempo que hace allí? ¿Y el de Venus? Si fallara en esos casos tendríamos razones para desconfiar de él cuando efectúa predicciones para nuestro propio planeta. De hecho, los modelos climáticos que se emplean en la actualidad son muy fiables en sus predicciones de los climas de Venus y Marte, basadas en principios primarios de la física.
En la Tierra se conocen enormes emanaciones de lava fundida que son atribuidas a gigantescos volcanes que ascienden desde las profundidades del manto y generan amplias placas de basalto petrificado. Un ejemplo espectacular tuvo lugar alrededor de cien millones de años atrás y virtió a la atmósfera unas diez veces su contenido actual de anhídrido carbónico, induciendo un sustancial calentamiento global. Se cree que estas emanaciones se han venido produciendo de forma episódica a lo largo de la historia de la Tierra. Ascensiones similares del manto parecen haberse dado en Marte y en Venus. Tenemos pues sólidas razones prácticas para estar interesados en comprender cómo podría llegarnos, repentinamente y sin aviso, procedente de cientos de kilómetros bajo nuestros pies, un importantísimo cambio para la superficie y el clima de la Tierra.
Una parte del trabajo más significativo efectuado recientemente en relación con el calentamiento global del planeta ha sido llevado a cabo por James Hansen y sus colegas del Instituto Goddard de Ciencias Espaciales, una instalación de la NASA en la ciudad de Nueva York. Hansen desarrolló uno de los principales modelos climáticos computerizados y lo empleó para predecir lo que podría sucederle a nuestro clima si prosigue la acumulación de gases de invernadero. Este científico es pionero en probar estos modelos con climas de la Tierra en tiempos pasados. (Es interesante constatar que, durante los últimos periodos glaciales, una mayor cantidad de anhídrido carbónico y metano aparecen sorprendentemente relacionados con temperaturas más elevadas.) Hansen recogió una amplia gama de datos climáticos del presente siglo y del pasado, a fin de comprobar lo que ha ocurrido realmente con la temperatura global, y luego los comparó con las predicciones del modelo computerizado acerca de lo que
debía
haber sucedido. Ambas series coinciden dentro del margen de error de medida y cálculo, respectivamente. Valerosamente, Hansen testificó ante el Congreso, haciendo frente a una orden política procedente de la Oficina de Dirección y Presupuestos de la Casa Blanca (eso fue en los años de Reagan) en el sentido de exagerar las incertidumbres y minimizar los peligros. Sus cálculos sobre la explosión del volcán filipino Pinatubo y su predicción del consiguiente descenso transitorio de la temperatura terrestre (alrededor de medio grado) dieron en el clavo. El ha sido un peso pesado a la hora de convencer a los gobiernos mundiales del hecho de que el calentamiento global es algo digno de ser tomado muy en serio.
Pero ¿cómo fue que Hansen se interesara prioritariamente por el efecto invernadero? Su tesis doctoral (que leyó en la Universidad de Iowa en 1967) versaba sobre Venus. Se mostró de acuerdo en que la elevada temperatura de brillo de Venus es debida a la presencia de una superficie muy caliente, pero sugirió que la principal fuente de energía era el calor interior del planeta, más que la luz solar. La misión del
Pioneer 12
con destino a Venus lanzó sondas de descenso a la atmósfera y éstas demostraron de forma directa que el efecto invernadero ordinario —la superficie calentada por el Sol y el calor retenido por la manta de aire— constituía la causa operativa. Pero fue Venus lo que impulsó a Hansen a pensar en el efecto invernadero.
Hay que mencionar que los radioastrónomos consideran a Venus una prolífica fuente de ondas de radio. No obstante, otras explicaciones para las emisiones de radio fallan. Ello induce a concluir que la superficie de Venus debe de estar grotescamente caliente. Intentamos comprender de dónde proceden tan elevadas temperaturas y ello nos conduce inexorablemente a uno u otro tipo de efecto invernadero. Décadas más tarde nos damos cuenta de que ese entrenamiento nos ha preparado para comprender y ha contribuido a predecir una inesperada amenaza para nuestra civilización global. Conozco muchas otras instancias en que científicos que investigaban las atmósferas de otros mundos están realizando importantes y muy prácticos descubrimientos en relación con el nuestro. Los demás planetas proporcionan un soberbio campo de ensayo para los estudiosos de la Tierra, puesto que requieren una notable amplitud y riqueza de conocimientos, y ponen a prueba la imaginación.
Aquellos que se muestran escépticos acerca del calentamiento derivado del efecto invernadero por anhídrido carbónico harían bien en fijarse en el masivo efecto invernadero observable sobre el planeta Venus. Nadie ha sugerido que dicho efecto se derive de la imprudencia de los venusianos al quemar demasiado carbón, conducir coches alimentados por combustibles ineficaces o dedicarse a deforestar sus bosques. Mi punto de vista es distinto. La historia climatológica de nuestro vecino planetario, un planeta por lo demás similar a la Tierra cuya superficie se volvió lo suficientemente caliente como para fundir estaño o plomo, vale la pena ser tenida en cuenta, especialmente por los que afirman que el creciente efecto invernadero que afecta a la Tierra se irá corrigiendo por sí solo, que no es necesario que nos preocupemos por ello, o (y eso podemos leerlo en las publicaciones de algunos grupos que se autodenominan conservadores) que el efecto invernadero en sí no es más que una «patraña».
3) El invierno nuclear es el oscurecimiento y enfriamiento de la Tierra —principalmente a causa de la inyección en la atmósfera de finas partículas de humo como consecuencia de la quema de ciudades y de instalaciones petrolíferas— que, según las predicciones, se derivaría de una confrontación termonuclear global. La cuestión suscitó un acalorado debate científico, centrado en la gravedad que podía llegar a revestir el invierno nuclear. Aquí es total la convergencia de opiniones. Todos los modelos computerizados de circulación general tridimensional predicen que las temperaturas globales resultantes de una guerra termonuclear a escala mundial serían más frías que las de los tiempos glaciales del pleistoceno. Las implicaciones para nuestra civilización planetaria —en especial a causa del colapso de la agricultura— serían espantosas. Se trata de una consecuencia de la confrontación nuclear que, de algún modo, fue pasada por alto por las autoridades civiles y militares de Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China cuando decidieron acumular una cantidad sensiblemente superior a las sesenta mil armas nucleares. Si bien es difícil estar seguros de cosas de este estilo, podría afirmarse que el invierno nuclear jugó un papel constructivo (aunque, naturalmente, hubo otras causas) a la hora de convencer a las naciones que poseen armamento nuclear, especialmente a la Unión Soviética, de la inutilidad de una guerra nuclear.
El invierno nuclear fue calculado y nombrado en 1982-1983 por un grupo de cinco científicos, al cual tengo el orgullo de pertenecer. Se dio a dicho equipo el acrónimo de TTAPS (por Richard P. Turco, Owen B. Toon, Thomas Ackerman, James Pollack y yo mismo). De los cinco científicos miembros de TTAPS, dos eran científicos planetarios, y los otros tres habían publicado numerosos informes sobre ciencia planetaria. El primer indicio relacionado con el invierno nuclear surgió durante esa misma misión a Marte del
Mariner 9,
cuando hubo una tormenta global de polvo que nos impidió ver la superficie del planeta; el espectrómetro infrarrojo de la nave determinó que la temperatura en las capas altas de la atmósfera era más elevada y la de la superficie más baja de lo que deberían. Jim Pollack y yo nos sentamos para tratar de calcular cómo era eso posible. En el transcurso de los doce años siguientes, esta línea de investigación condujo desde las tormentas de polvo en Marte hasta los aerosoles volcánicos en la Tierra, pasando por la posible extinción de los dinosaurios por polvo de impacto y el invierno nuclear. Nunca se sabe adónde va a llevarnos la ciencia.