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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (22 page)

BOOK: Un punto azul palido
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Cabría conjeturar que, observando con mayor atención, quizá pudiéramos descubrir algunas aberturas entre las nubes que nos irían revelando, día a día, pedazo a pedazo, la misteriosa superficie que es habitualmente inescrutable para nosotros. Entonces habría quedado atrás el tiempo de las suposiciones. Por término medio, la Tierra se halla semicubierta de nubes. En las primeras etapas de la exploración venusiana no considerábamos lógico que Venus estuviera tapada en un ciento por ciento. Si en lugar de eso lo estuviera solamente en un noventa por ciento, o incluso en un noventa y nueve por ciento, los parches momentáneamente despejados podrían revelarnos mucho.

En los años 1960 y 1961 se estaban ultimando los
Mariners 1
y
2,
las primeras naves americanas diseñadas para visitar Venus. Había quien, como yo mismo, opinaba que las naves debían ir equipadas con cámaras de vídeo, a fin de que pudieran transmitir imágenes a la Tierra. La misma tecnología se utilizaría unos cuantos años después cuando los
Rangers 7, 8 y 9
fotografiaron la Luna de camino hacia sus aterrizajes de emergencia, el último haciendo diana en el cráter Alfonso. Pero quedaba poco tiempo para la misión de Venus, y las cámaras eran muy pesadas. Algunos sostenían que las cámaras no eran propiamente instrumentos científicos, sino más bien objetos para la improvisación, el deslumbramiento y la gratificación del público, pero incapaces de responder a una sola incógnita científica directa y bien formulada. Se me ocurrió que la cuestión de si la capa de nubes presentaba realmente interrupciones podía ser muy bien una de esas preguntas. Argumenté que las cámaras eran asimismo susceptibles de dar respuesta a preguntas que nosotros éramos reticentes a plantear. Aduje que las fotos constituían el único recurso para mostrar al público —que, después de todo, era quien pagaba la factura— lo estimulantes que resultaban las misiones robóticas. Sea como fuere, finalmente no se incluyeron cámaras, y otras misiones subsiguientes justificaron, al menos en parte, la conclusión a que se llegó respecto a este planeta en particular: incluso con la elevada resolución de aproximaciones cercanas, en luz visible es manifiesto que no hay aberturas en la capa de nubes que recubre Venus, al igual que ocurre con el manto nuboso de Titán
[22]
.

Son mundos que se hallan tapados de forma permanente.

En la franja ultravioleta se aprecian detalles, si bien son debidos a parches transitorios en la niebla de gran altura, muy por encima de la capa nubosa principal. Las nubes giran alrededor del planeta con mucha mayor rapidez de lo que lo hace el planeta en sí: algo que se conoce como la superrotación. Así pues, en el ultravioleta tenemos incluso menores posibilidades de captar su superficie.

En cuanto supimos con certeza que la atmósfera de Venus es mucho más densa que el aire de la Tierra —ahora sabemos que la presión en su superficie es noventa veces mayor que la que soportamos en nuestro planeta—, inmediatamente dedujimos que en luz visible ordinaria no iba a ser posible vislumbrar la superficie, aunque existieran efectivamente interrupciones en la envoltura nubosa. De ser así, la poca luz solar que consiguiera abrirse camino a través, de la tortuosa y densa atmósfera hasta el suelo sería reflejada de vuelta, eso es cierto, pero los fotones estarían tan revueltos a causa de la repetida dispersión de moléculas en las capas bajas de aire que no serían capaces de retener ninguna imagen de las características de la superficie. Algo así como tratar de distinguir un oso polar en medio de una tormenta de nieve. No obstante, este efecto, la intensa dispersión Rayleigh, declina rápidamente a medida que se incrementa la longitud de onda; en el infrarrojo cercano —resultó fácil calcularlo— se podía ver la superficie siempre que hubiera aberturas en la capa de nubes o bien si éstas eran transparentes en esa zona.

Así pues, en 1970, Jim Pollack, Dave Morrison y yo fuimos al Observatorio McDonald de la Universidad de Texas para efectuar un intento de observar Venus en el infrarrojo cercano. «Hipersensibilizamos» nuestras emulsiones; tratamos con amoniaco las placas fotográficas de cristal, el viejo método de siempre,
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y algunas veces las calentábamos o las iluminábamos brevemente antes de colocarlas en el telescopio y exponerlas a la luz de Venus. Durante una temporada, los sótanos del Observatorio McDonald apestaron a amoniaco. Tomamos muchas fotografías, pero ninguna mostraba detalle alguno. Llegamos a la conclusión de que o bien no habíamos penetrado lo suficiente en el infrarrojo o las nubes de Venus eran opacas y continuas en el infrarrojo cercano.

Más de veinte años después, en una aproximación muy cercana a Venus, la nave
Galileo
examinó el planeta con mayor resolución y sensibilidad, y a unas longitudes de onda que penetraban un poco más en el infrarrojo de lo que nosotros podíamos conseguir con nuestras vulgares emulsiones sobre cristal.
Galileo
fotografió grandes cordilleras montañosas. En realidad, ya conocíamos su existencia; una técnica mucho más potente se había empleado ya con anterioridad: el radar. Las ondas de radio traspasan sin esfuerzo las nubes y la densa atmósfera de Venus, rebotan en su superficie y regresan a la Tierra, donde son recogidas y utilizadas para componer una imagen. Los primeros trabajos habían sido realizados principalmente por los radares americanos del JPL ubicados en la Tierra, en la estación de seguimiento Goldstone, en el desierto de Mojave, y del Observatorio Arecibo de Puerto Rico, dirigido por la Universidad de Cornell.

Posteriormente, los
Venera 15
y
16
soviéticos y la misión americana
Magallanes
insertaron telescopios de radar en órbita alrededor de Venus y cartografiaron el planeta de polo a polo. Cada nave transmitía una señal de radar hacia la superficie y luego la recogía al rebotar ésta. Mediante el registro del grado de reflexión cada porción de la superficie y del periodo de tiempo que invertía la señal en regresar (más corto desde las montañas, más largo desde los valles) pudo construirse lenta y laboriosamente un mapa de toda la superficie.

El mundo que se puso así de manifiesto resultó hallarse singularmente esculpido por flujos de lava (y, en menor grado, por el viento), tal como se describe en el próximo capítulo. Las nubes y la atmósfera de Venus se han vuelto hoy transparentes para nosotros, y hemos añadido otro mundo a la lista de los ya visitados por los bravos robots exploradores procedentes de la Tierra. Actualmente estamos aplicando a otras misiones la experiencia obtenida gracias a Venus, especialmente a las destinadas a Titán, donde, una vez más, una impenetrable cubierta de nubes mantiene oculta una enigmática superficie, y el radar está empezando a proporcionarnos pistas sobre lo que podría esconder.

D
URANTE LARGO TIEMPO,
V
ENUS SE CONSIDERÓ
el planeta hermano de la Tierra. Es el que se encuentra más cerca de nosotros. Y, además, tiene prácticamente la misma masa, tamaño, densidad y atracción gravitatoria que nuestro planeta. Se halla algo más cerca del Sol que la Tierra, pero sus brillantes nubes reflejan mayor cantidad de luz solar de vuelta al espacio que las nuestras. De entrada sería lógico suponer que, bajo esa ininterrumpida capa de nubes, la superficie de Venus debe de parecerse bastante a la de la Tierra. Las primeras especulaciones científicas al respecto imaginaban la existencia de fétidos pantanos rebosantes de monstruosos anfibios, como en la Tierra durante el periodo Carbonífero: un mundo desierto, un mar global de petróleo y un océano de seltz, salpicado aquí y allá por islas incrustadas de piedra caliza. Aunque basados en algunos datos científicos, estos «modelos» de Venus —el primero se remonta a principios de siglo, el segundo a los años treinta y los dos últimos fueron esbozados a mediados de los cincuenta— eran poco más que romances científicos, apenas constreñidos por los escasos datos de que se disponía.

Luego, en 1956, Cornell H. Mayer y sus colegas publicaron un informe en
The Astrophysical Journal.
Habían colocado sobre el tejado del Laboratorio de Investigaciones Navales, en Washington D.C., un radiotelescopio recién montado, construido en parte para investigaciones clasificadas, enfocado hacia Venus, y habían medido el flujo de ondas de radio que llegaban a la Tierra. No se trataba de un radar: no había ondas de radio que rebotaran de la superficie de Venus. Pretendían captar las ondas de radio que Venus emite de por sí al espacio. El planeta resultó ser mucho más brillante que el fondo de las estrellas y galaxias distantes. Aunque ello en sí no era demasiado sorprendente. Cualquier objeto más caliente que el cero absoluto (-273 centígrados) libera radiación por todo el espectro electromagnético, incluyendo la región de radio. Una persona, por ejemplo, emite ondas de radio a una temperatura efectiva o de «brillo» de alrededor de 35 centígrados y, si se encontrara en un entorno más frío que su temperatura corporal, un radiotelescopio sensible podría detectar las débiles ondas de radio que transmite en todas direcciones. Todos somos emisores de ondas estáticas frías.

Lo sorprendente del descubrimiento de Mayer fue que la temperatura de brillo de Venus supera los 300 centígrados, siendo mucho más elevada que la temperatura de la superficie de la Tierra o la registrada en el infrarrojo de las nubes de Venus. La temperatura de algunos lugares de dicho planeta parecía superar al menos en 200 centígrados el punto normal de ebullición del agua. ¿Qué podía significar?

Pronto surgió un aluvión de explicaciones. Argumenté que la elevada temperatura de brillo en la región de radio constituía una indicación directa de una superficie caliente, y que las altas temperaturas eran debidas a un masivo efecto invernadero por anhídrido carbónico y vapor de agua, en el cual se transmite algo de luz solar a través de las nubes que calienta la superficie, pero ésta tiene una enorme dificultad para radiarla de vuelta al espacio a causa de la elevada opacidad infrarroja de ambos componentes. El anhídrido carbónico absorbe una serie de longitudes de onda del infrarrojo, pero aparentemente existían «ventanas» entre las bandas de absorción del CO
2
, a través de las cuales la superficie podía enfriarse fácilmente al espacio.

Sin embargo, el vapor de agua absorbe las frecuencias del infrarrojo que corresponden, en parte, a las ventanas que presenta la opacidad del anhídrido carbónico. Ambos gases juntos —se me ocurrió—podían muy bien absorber casi la totalidad de la emisión infrarroja, aunque hubiera muy poco vapor de agua, algo así como dos vallas de estacas superpuestas, casualmente colocadas de tal manera que las estacas de una cubren los huecos de la otra.

Se propuso también una explicación de orden muy distinto, según la cual la elevada temperatura de brillo de Venus nada tenía que ver con su superficie. Esta podía ser templada, clemente, asequible. Se sugirió que debía de ser alguna región en la atmósfera de Venus o en la magnetosfera que la rodea la que emitía esas ondas de radio al espacio. También se apuntaron posibles descargas eléctricas entre las gotitas de agua de las nubes del planeta. Y una descarga de luminosidad mediante la cual los iones y los electrones se recombinaban en las capas altas de la atmósfera durante el crepúsculo y el amanecer. Asimismo, hubo quien defendió la posibilidad de una ionosfera muy densa, en la cual la aceleración mutua entre electrones sueltos («emisión libre-libre») liberaba ondas de radio. (Un defensor de esta idea llegó a sugerir que la elevada ionización requerida era debida a un nivel de radiactividad, por término medio, diez mil veces mayor en Venus que en la Tierra, tal vez como consecuencia de una reciente guerra nuclear en ese planeta.) Y, finalmente, a la luz del descubrimiento de la radiación en la magnetosfera de Júpiter, parecía lógico pensar que la emisión de radio pudiera proceder de una inmensa nube de partículas cargadas, cautivas de un hipotético campo magnético venusiano muy intenso.

En una serie de trabajos que publiqué a mediados de la década de los sesenta, muchos de ellos en colaboración con Jim Pollack,
[24]
sometimos a análisis esos contradictorios modelos que presentaban una región emisora de elevado calor y una superficie fría.

Para entonces contábamos ya con dos importantes nuevos indicios: el espectro de radio de Venus y las pruebas aportadas por el
Mariner 2
de que la emisión de radio es más intensa en el centro del disco de Venus que hacia los bordes. En 1967 pudimos excluir los modelos alternativos con bastante fiabilidad y concluir que la superficie de Venus, a diferencia de la de la Tierra, se encuentra a unas temperaturas elevadísimas, que superan los 400°C. Pero dicho argumento fue una deducción que supuso muchos pasos intermedios. Deseábamos efectuar una medición más directa.

En octubre de 1967, conmemorando el décimo aniversario del
Sputnik I,
la nave soviética
Venera 4
lanzó un módulo de descenso sobre las nubes de Venus. Éste pudo mandar datos desde las calientes capas inferiores de la atmósfera, pero no sobrevivió a su contacto con la superficie. Un día después, la nave espacial de Estados Unidos
Mariner 5
voló próxima a Venus, y la transmisión de radio que envió a la Tierra desgranaba la atmósfera a profundidades cada vez mayores. El grado de desvanecimiento de la señal proporcionó información acerca de las temperaturas atmosféricas. Si bien parecían existir ciertas discrepancias (posteriormente solucionadas) entre las secuencias de datos de ambas naves, todos ellos indicaban inequívocamente que la superficie de Venus es muy caliente.

Desde entonces, toda una serie de naves soviéticas
Venera
y unas cuantas naves americanas desde la misión
Pioneer 12
han penetrado la atmósfera profunda o tomado tierra sobre la superficie de Venus y han medido directamente —casi siempre sosteniendo un termómetro en el exterior— las temperaturas de la superficie y de las zonas cercanas a la misma. Estas oscilan alrededor de los 470 centígrados, casi 900 Farenheit. Si tenemos en cuenta factores tales como los errores de calibración de los radiotelescopios terrestres y la emisividad de la superficie, las primeras radioobservaciones y las posteriores mediciones directas de las naves se corresponden bien.

Los primeros vehículos soviéticos de aterrizaje fueron diseñados para una atmósfera, en cierto modo, semejante a la nuestra. Dichas sondas fueron aplastadas por las altas presiones como una lata entre los dedos de un forzudo luchador o como un submarino de la segunda guerra mundial en la fosa de Tonga. Tras dichas experiencias, las sondas soviéticas de descenso a Venus fueron notablemente reforzadas, al igual que los submarinos modernos, y consiguieron aterrizar con éxito sobre la ardiente superficie. Una vez conocida la profundidad de la atmósfera y el espesor de las nubes, los diseñadores soviéticos empezaron a preocuparse por el hecho de que la superficie pudiera ser negra como el carbón. Las naves
Venera 9
y
10
iban equipadas con reflectores. Pero éstos se revelaron innecesarios. Un bajo porcentaje de la luz solar que cae sobre las nubes logra abrirse camino hasta el suelo, y Venus posee más o menos la luz de que disfruta la Tierra en un día encapotado.

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