No hemos hecho más que empezar a buscar. Quizá la vida se esconda en Marte o Júpiter, Europa o Titán. Puede que la galaxia esté llena de mundos tan ricos en vida como el nuestro. Es posible también que estemos a punto de efectuar esa clase de descubrimientos. No obstante, en los términos del conocimiento actual, en este momento la Tierra
es
única. No hay otro mundo del que hoy se sepa que alberga ni un triste microbio, y mucho menos una civilización tecnológica.
Los que al mar descendieran en sus naves, a traficar entre sus grandes aguas; Éstos vieron de Dios los altos hechos, sus grandes maravillas en el piélago.
Salmos,
107 (aprox. 150 a.J.C.)
L
as visiones de futuro que transmitimos a nuestros hijos dan forma a ese futuro. Por ello es
importante
cuáles son esas visiones, pues a menudo se convierten en profecías de autorrealización. Los sueños son como mapas.
No considero irresponsable que se esbocen los más temibles escenarios de futuro; si queremos evitarlos, debemos comprender que son posibles. Pero ¿dónde están las alternativas? ¿Dónde quedan los sueños que deben motivarnos e inspirarnos? Ansiamos mapas realistas de un mundo que podamos legar con orgullo a nuestros hijos. ¿Dónde permanecen los cartógrafos de la finalidad humana? ¿Dónde se ocultan las visiones de futuros esperanzadores, la concepción de la tecnología como instrumento en favor del progreso humano y no como arma apuntando a nuestras cabezas?
La NASA, en su forma normal de hacer negocios, ofrece una visión. Pero en cambio, a finales de los `80 y principios de los `90, muchas personas vieron el programa espacial de EE.UU. como una sucesión de catástrofes —siete valientes estadounidenses murieron en una misión que tenía como principal función la de poner un satélite de comunicaciones que podría haberse lanzado a un costo menor sin poner en riesgo a nadie, un telescopio de mil millones de dólares enviado con un mal caso de miopía, una nave espacial a Júpiter, cuya principal antena —esencial para devolver datos a la Tierra— no se despliega; una sonda perdida cuando estaba a punto de entrar en órbita de Marte. Algunas personas tiemblan cada vez que la NASA describe como exploración el envío de una pocos astronautas 200 millas hacia arriba en una pequeña cápsula que describe incesantemente círculos alrededor de la Tierra y no va a ninguna parte. En comparación con los brillantes logros de misiones robóticas, es sorprendente la poca frecuencia con que descubrimientos científicos fundamentales surgen de las misiones tripuladas. A excepción de la reparación de satélites ineptamente fabricados o que han fallado, o el lanzamiento de un satélite que podría haber sido enviado en un lanzador no tripulado, el programa tripulado, desde la década de 1970, parecía incapaz de generar logros proporcionales al costo. Otros vieron a la NASA como un pretexto de planes grandiosos para poner armas en el espacio, a pesar de que un arma en órbita es en muchos casos un blanco fácil. Y la NASA mostró síntomas de estar envejecida, arteriosclerótica, excesivamente precavida y burocrática, poco audaz. La tendencia tal vez esté empezando a revertirse.
Pero estas críticas —muchos de ellas ciertamente válidas— no deben hacernos olvidar los triunfos de la NASA en el mismo período: la primera exploración de los sistemas de Urano y Neptuno, la reparación en órbita del telescopio espacial Hubble, la prueba de que la existencia de las galaxias es compatible con el Big Bang, las primeras observaciones cercanas de asteroides, el cartografiado de Venus de polo a polo, el seguimiento de la reducción de la capa de ozono, la demostración de la existencia de un agujero negro con la masa de mil millones de soles en el centro de una galaxia cercana, y un compromiso histórico con los esfuerzos conjuntos en el espacio por parte EE.UU. y Rusia.
Las implicaciones del programa espacial son de largo alcance, visionarias, e incluso revolucionarias. Satélites de comunicaciones que enlazan el planeta, son fundamentales para la economía global, y, a través de la televisión, habitualmente nos transmiten el hecho esencial de que vivimos en una comunidad global. Los satélites meteorológicos predicen el clima, salvan vidas en los huracanes y tornados, y evitan muchos miles de millones de dólares en pérdidas de cosechas cada año. Satélites militares de reconocimiento y seguimiento de tratados hacen a las naciones y a la civilización mundial más seguras; en un mundo con decenas de miles de armas nucleares, tranquilizan a los fanáticos y paranoicos en todos los lados, son herramientas esenciales para la supervivencia en un planeta problemático e impredecible.
Satélites de observación terrestre, sobre todo una nueva generación que pronto será desplegada, vigilan la salud del medio ambiente global: el calentamiento por el efecto invernadero, la erosión del suelo, el agotamiento de la capa de ozono, corrientes oceánicas, lluvia ácida, efectos de inundaciones y sequías, y nuevos peligros que no hemos descubierto hasta ahora. Es simple higiene planetaria.
El sistema de posicionamiento global se encuentra ahora en su lugar para que tu localización sea radio-triangulada por varios satélites. Sosteniendo un pequeño instrumento del tamaño de una radio moderna de onda corta, puedes leer con gran precisión tu latitud y longitud. Ningún avión estrellado, ningún barco en la niebla y bancos de arena, ningún conductor en una ciudad desconocida tienen que estar perdidos de nuevo.
Satélites astronómicos fuera de la órbita de la Tierra hacen observaciones con claridad sin igual, estudiando cuestiones que van desde la posible existencia de planetas alrededor de estrellas cercanas, hasta el origen y destino del Universo. Sondas planetarias exploran desde corta distancia el magnífico conjunto de otros mundos de nuestro sistema solar, comparando sus destinos con los nuestros.
Todas estas actividades son con miras al futuro, esperanzadoras, emocionantes y rentables. Ninguna de ellas requiere vuelos espaciales "tripulados". Una cuestión clave de cara al futuro de la NASA y que es tratada en este libro es si las supuestas justificaciones de los vuelos espaciales tripulados son coherentes y sostenibles. ¿Vale la pena el costo?
Pero primero, vamos a considerar las visiones de un futuro esperanzador confirmadas una sonda espacial que anda entre los planetas.
V
OYAGER 1 Y
V
OYAGER 2
son las naves que abrieron a la especie humana las puertas del sistema solar, inaugurando un camino para las generaciones futuras. Antes de su lanzamiento, en Agosto y Septiembre de 1977, éramos casi completamente ignorantes en lo que se refiere a la mayor parte de la porción planetaria del sistema solar. En los doce años siguientes ellas nos proporcionaron la primera información detallada y fiable acerca de muchos mundos nuevos; algunos solamente se conocían hasta entonces en forma de discos borrosos en los oculares de los telescopios ubicados en la Tierra, otros eran para nosotros meros puntos de luz y, de un tercer grupo, ni siquiera se sospechaba su existencia. Todavía hoy los
Voyager
siguen transmitiendo montones de datos.
Esas naves nos han enseñado muchas cosas sobre las maravillas de otros mundos, acerca de la singularidad y fragilidad del nuestro, y también respecto a principios y finales. Nos han dado acceso a gran parte del sistema solar, tanto en extensión como en masa. Fueron las primeras naves que exploraron mundos que algún día podrían ser el hogar de nuestros descendientes remotos.
Las lanzaderas espaciales americanas de hoy son demasiado débiles para llevar una nave espacial de estas características hasta Júpiter en unos pocos años empleando únicamente la propulsión por cohete. Pero si somos listos (y tenemos suerte) podemos hacerlo de otro modo: existe la posibilidad (como hizo la nave
Galileo
años más tarde) de volar cerca de un mundo y dejar que su gravedad nos impulse hasta el siguiente. Es lo que llamamos ayuda gravitatoria. No nos cuesta más que ingenio. Es algo así como agarrarse a una barra de un tiovivo en marcha para que nos acelere y salgamos despedidos en una nueva dirección. La aceleración de la nave se ve compensada por una deceleración en el movimiento orbital del planeta alrededor del Sol. Pero, dado que el planeta es tan masivo comparado con el vehículo espacial, su movimiento apenas sufre alteración alguna. La velocidad que cada uno de los
Voyager
recibió de la gravedad de Júpiter fue un empuje cercano a los 65 000 kilómetros por hora. El movimiento de Júpiter alrededor del Sol sufrió, por su parte, una deceleración. ¿De cuánto? Dentro de cinco mil millones de años, cuando nuestro Sol se convierta en un hinchado gigante rojo, Júpiter se encontrará a un milímetro menos de donde habría estado si el
Voyager
no se hubiera aproximado a él a fines del siglo XX.
El
Voyager 2
se aprovechó de una rara alineación de los planetas: la aproximación a Júpiter le impulsó hasta Saturno, Saturno lo disparó hasta Urano, Urano hasta Neptuno, y Neptuno hacia las estrellas. Pero esa posibilidad no está siempre a nuestro alcance: la anterior oportunidad para practicar este juego de billar celeste se había presentado nada menos que durante la presidencia de Thomas Jefferson. En esa época la fase de exploración en que nos encontrábamos no iba más allá del lomo del caballo, las canoas y los barcos veleros. (El desarrollo del barco a vapor era la tecnología más innovadora que nos esperaba a la vuelta de la esquina.)
En vista de que los fondos necesarios no estaban disponibles, el Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL) de la NASA solamente podía permitirse la construcción de naves espaciales que funcionaran de forma fiable hasta cubrir la distancia que nos separa de Saturno. Más allá de la misma no había nada que hacer. Sin embargo, gracias a la excelencia del diseño de ingeniería —y al hecho de que los ingenieros del JPL que radiaban las instrucciones a la nave ganaban en sagacidad más de prisa de lo que se desgastaba la astronave— ambos vehículos pasaron a explorar Urano y Neptuno. En la actualidad nos están transmitiendo descubrimientos desde más allá del más distante planeta conocido del Sol.
Por lo general, se habla mucho más de los éxitos que nos han proporcionado las naves que de ellas mismas o de sus constructores. Siempre ha sido así. Ni siquiera esos libros de historia, fascinados con los viajes de Cristóbal Colón, nos dicen demasiado acerca de los constructores de la
Niña,
la
Pinta
y la
Santa María,
ni tampoco sobre los principios en que se basa la carabela. Esas naves espaciales, sus diseñadores, constructores, pilotos y controladores son ejemplos de lo que la ciencia y la ingeniería, cuando se dedican libremente a propósitos pacíficos bien definidos, son capaces de conseguir. Esos científicos e ingenieros deberían erigirse en modelos para una América que busca la excelencia y la competitividad internacional. Deberían figurar en nuestros sellos de correos.
Una o ambas naves estudiaron cada uno de los cuatro planetas gigantes —Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno—, así como sus anillos y sus lunas. En Júpiter, en 1979, tuvieron que enfrentarse con una cáscara de partículas cargadas de alta energía, mil veces más intensa de la necesaria para matar a un ser humano; envueltas en esa gran cantidad de radiación, descubrieron los anillos del planeta más grande, el primer volcán activo fuera de la Tierra y un posible océano subterráneo en un mundo sin aire, entre un sinfín de otro asombrosos descubrimientos. En Saturno, entre 1980 y 1981, sobrevivieron a una tempestad de hielo y no hallaron sólo algunos anillos nuevos, sino miles de ellos. Examinaron lunas heladas, misteriosamente fundidas en un pasado comparativamente reciente, un gran mundo con un océano putativo de hidrocarburos líquidos coronado por nubes de materia orgánica.
El 25 de enero de 1986, el
Voyager 2
penetró en el sistema de Urano y transmitió desde allí una sucesión de maravillas. El encuentro no duró más que unas pocas horas, pero los datos que fielmente devolvió a la Tierra han revolucionado nuestro conocimiento del planeta aguamarina, sus quince lunas, sus anillos negros como la noche y su cinturón de partículas cautivas, cargadas de alta energía. El
25
de agosto de 1989 el
Voyager 2
pasó a través del sistema de Neptuno y observó, ligeramente iluminadas en la distancia por el Sol, nubes de formas calidoscópicas y una extraña luna sobre la cual flotaban como unas plumas de finas partículas orgánicas mecidas por un aire sorprendentemente ligero. Y en 1992, habiendo llegado más allá del planeta más exterior conocido, ambas naves
Voyager
detectaron emisiones de radio que, según se cree, emanaban de la todavía remota heliopausa, el lugar donde el viento solar da paso al viento estelar.
Como estamos fijos en la Tierra, nos vemos obligados a escudriñar los mundos distantes a través de un océano de aire distorsionador. Muchas de las ondas ultravioletas, infrarrojas y de radio que emiten esos mundos no penetran nuestra atmósfera. Es, pues, evidente por qué nuestras naves espaciales han revolucionado el estudio del sistema solar: ascendemos a una claridad total en el vacío del espacio y de allí nos acercamos a nuestros objetivos, pasando junto a ellos, como hicieron los
Voyager,
orbitándolos o tomando tierra en sus superficies.