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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (4 page)

Las ingentes distancias que median hasta las estrellas y las galaxias son responsables de que en el espacio todo lo veamos en el pasado, y que incluso percibamos algunos cuerpos celestes tal como eran antes de la formación de la Tierra. Los telescopios son en realidad máquinas del tiempo. Mucho tiempo atrás, cuando una galaxia primitiva empezaba a verter luz a la oscuridad que la envolvía, ningún testigo podía saber que, miles de millones de años después, unos cuantos pedazos remotos de roca y metal, hielo y moléculas orgánicas acabarían por juntarse para formar un lugar llamado Tierra; o que la vida nacería y evolucionaría hasta dar seres pensantes que, un buen día, tomarían un fragmento de esa luz galáctica y tratarían de averiguar qué era lo que la había colocado en su camino.

Y cuando la Tierra muera, dentro de unos cinco mil millones de años, cuando haya quedado reducida a cenizas o haya sido tal vez engullida por el Sol, surgirán otros mundos, estrellas y galaxias que nada sabrán de un lugar llamado en su día la Tierra.

C
ASI NUNCA PARECE UN PREJUICIO
. Al contrario, la idea de que, a raíz de un nacimiento casual,
nuestro
grupo (sea el que sea) debe ocupar una posición central en el universo social, parece acertada y justa. Entre príncipes faraónicos y pretendientes de la dinastía Plantagenet
[3]
, hijos de capitalistas sin escrúpulos
[4]
y burócratas del Comité Central, bandas callejeras y conquistadores de naciones, miembros de confiadas mayorías, oscuras sectas y denostadas minorías, esta actitud narcisista parece tan natural como la acción de respirar. Bebe de las mismas fuentes psíquicas que alimentan al sexismo, racismo, nacionalismo y otros perniciosos chauvinismos que azotan a nuestra especie. Es necesaria una gran fuerza de carácter para soportar la arrogancia de los que sostienen que gozamos de una superioridad clara —o incluso que nos ha sido otorgada por Dios— sobre nuestros congéneres. Cuanto más precaria es nuestra autoestima, mayor es nuestro grado de vulnerabilidad ante tales afirmaciones.

Dado que los científicos son personas, no es extraño que pretensiones comparables a la expresada se hayan insinuado también en el ámbito de la visión científica del mundo. En realidad, muchos de los debates centrales en la historia de la ciencia parecen, en parte, discusiones acerca de si la condición humana es especial. Casi siempre, de entrada se asume que somos especiales. No obstante, después de examinar la cuestión con mayor rigor se descubre —con desaliento en muchos casos— que no lo somos.

Nuestros antepasados vivieron al aire libre. Estaban tan familiarizados con el cielo nocturno como la mayoría de nosotros lo estamos con nuestro programa favorito de televisión. El Sol, la Luna, las estrellas y los planetas salían todos ellos por el este y se ponían por el oeste, atravesando el cielo sobre sus cabezas en el ínterin. El movimiento de los cuerpos celestes no era para ellos un mero entretenimiento que les provocara una reverencial inclinación de cabeza o una exclamación de admiración; era el único modo de saber la hora del día y las estaciones del año. Tanto para cazadores y forrajeadores como para la gente que vivía de la agricultura, el conocimiento del cielo era cuestión de vida o muerte.

¡Qué suerte para nosotros que el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas conformen un reloj cósmico tan elegantemente configurado! No parecía una casualidad. Fueron puestos ahí con un propósito, nada menos que para nuestro beneficio. ¿Quién si no iba a hacer uso de ellos? ¿Para qué servirían, de no ser así?

¿Y si las luces del cielo salen y se ponen a nuestro alrededor, no es evidente que nos encontramos en el centro del universo? Esos cuerpos celestes, tan claramente dotados de poderes sobrenaturales —especialmente el Sol, de cuya luz y calor dependemos—, dan vueltas a nuestro alrededor cual cortesanos adulando servilmente a su rey. Incluso si todavía no lo hubiéramos adivinado, el más elemental examen de los cielos revela que
somos
especiales. El universo parece diseñado para los seres humanos. Resulta difícil contemplar esas circunstancias sin experimentar una punzada de orgullo y reafirmación. ¡El universo entero hecho para nosotros! ¡Qué importantes debemos ser!

Esta satisfactoria demostración de nuestra importancia, apuntalada por la observación diaria de los cielos, hizo de la noción geocéntrica una verdad transcultural que se enseñó en las escuelas, se introdujo en el lenguaje y fue parte esencial de la literatura y las escrituras sagradas. Todo el que se mostraba en desacuerdo era disuadido de su postura, en ocasiones mediante tortura o incluso la muerte. No es pues de extrañar que durante la mayor parte de la historia humana nadie cuestionara dicha teoría.

Esa era sin duda la postura de nuestros antepasados cazadores y recolectores. El gran astrónomo de la antigüedad Claudio Tolomeo sabía, en el siglo II, que la Tierra era una esfera, que su tamaño era «un punto» comparado con la distancia de las estrellas, y postuló que estaba ubicada «justo en mitad de los cielos». Aristóteles, Platón, san Agustín, santo Tomás de Aquino y casi todos los grandes filósofos y científicos de todas las culturas, a lo largo de tres mil años hasta el siglo XVII, cayeron en ese error. Algunos se concentraron en averiguar cómo el Sol, la Luna, las estrellas y los planetas podían estar tan hábilmente ligados a esferas cristalinas perfectamente transparentes —las grandes esferas, centradas, claro está, en la Tierra— que explicarían los complejos movimientos de los cuerpos celestes, tan meticulosamente referidos por generaciones de astrónomos. Y lo consiguieron: con modificaciones posteriores, la hipótesis geocéntrica explicaba de forma adecuada los aspectos del movimiento planetario tal como se conocían en el siglo II, y en el XVI.

A partir de ahí solamente era necesaria una ligera extrapolación para dar forma a una reivindicación todavía más grandiosa: que la «perfección» del mundo quedaría incompleta en ausencia de los seres humanos, tal como afirmaba Platón en el
Timeo.
«El hombre... lo es todo —escribía el poeta y clérigo John Donne en 1625—. No es una pieza del mundo, sino el mundo en sí mismo y, cercano a la gloria de Dios, es la razón que explica la existencia del mundo.»

Y a pesar de todo, sin importar cuántos reyes, papas, filósofos, científicos y poetas insistieran en lo contrario, a lo largo de esos milenios la Tierra se obstinó tozudamente en seguir describiendo órbitas alrededor del Sol. No es difícil imaginar a un riguroso observador extraterrestre contemplando a nuestra especie durante todo ese tiempo —viéndonos alardear excitados con afirmaciones como «el universo fue creado para nosotros», «nosotros somos el centro», «todo rinde homenaje a nuestra especie»— y extrayendo la conclusión de que nuestras pretensiones son grotescas, nuestras aspiraciones patéticas y de que ése debe de ser el planeta de los necios.

Pero se trata de una opinión demasiado severa. Lo hicimos lo mejor que supimos. Lo que ocurrió fue que se produjo una desgraciada coincidencia entre las apariencias cotidianas y nuestras esperanzas secretas. Tenemos tendencia a no ser especialmente críticos cuando nos vemos confrontados con evidencias que parecen confirmar nuestros prejuicios. Y en este caso hubo pocos indicios que lo contrarrestaran.

En apagado contrapunto, unas cuantas voces disidentes que aconsejaban humildad y perspectiva pudieron escucharse a través de los siglos. En los albores de la ciencia, los filósofos atomistas de la Grecia y Roma antiguas —los primeros que sugirieron que la materia está compuesta de átomos— Demócrito, Epicuro y sus seguidores (y Lucrecio, el primer divulgador de la ciencia) proclamaron escandalosamente la existencia de multitud de mundos y de formas de vida extrañas, todas ellas compuestas de los mismos tipos de átomos que nosotros. Ofrecieron para nuestra consideración inmensidades en tiempo y espacio. Pero en los cánones vigentes en Occidente, seculares y sacerdotales, paganos y cristianos, las ideas atomistas eran rechazadas. En su lugar, los cielos no eran como nuestro mundo. Eran «inalterables y perfectos». La Tierra era mutable y «corrupta». El estadista y filósofo romano Cicerón resumió la visión común de la época: «En el cielo... no existe el azar o la casualidad, no hay error ni frustración, sino orden absoluto, precisión, cálculo y regularidad.»

La filosofía y la religión advertían que los dioses (o Dios) eran mucho más poderosos que nosotros, celosos de sus prerrogativas e implacables a la hora de repartir justicia en casos de arrogancia intolerable. Al mismo tiempo, estas disciplinas no tenían la más mínima idea de que sus propias enseñanzas acerca de cómo está ordenado el universo constituían un acto de vanidad y un error.

La filosofía y la religión presentaban una mera opinión —que podía ser rebatida mediante la observación y el experimento— como un hecho probado. Eso no las preocupaba en absoluto. Que algunas de sus creencias más acérrimamente defendidas podían resultar erróneas era una posibilidad apenas tomada en consideración. La humildad doctrinal debían practicarla otros. Sus enseñanzas eran inerrables e infalibles. En realidad, tenían mejores motivos para ser humildes de lo que podían imaginar.

E
MPEZANDO CON COPÉRNICO
a mediados del siglo XVI, el tema fue formalmente unificado. La imagen del Sol, y no la Tierra, en el centro del universo fue considerada peligrosa. Servicialmente, muchos estudiosos se apresuraron a asegurar a la jerarquía religiosa que esta hipótesis recién inventada no representaba ningún desafío serio para la sabiduría convencional. En una especie de compromiso «conciliador»
[5]
, el sistema centrado en el Sol fue tratado como una simple conveniencia computacional, no como realidad astronómica, es decir,
realmente,
la Tierra se encontraba en el centro del universo, como todo el mundo sabía; pero si se trataba de predecir dónde estaría situado Júpiter el segundo martes del mes de noviembre a dos años vista, entonces estaba permitido suponer que era el Sol el que ocupaba el centro. De este modo podían efectuarse los cálculos pertinentes sin afrentar a las autoridades.

«Ello no entraña ningún peligro», escribió Robert Cardinal Bellarmine, el principal teólogo del Vaticano, a principios del siglo XVII, y satisface a los matemáticos. Pero afirmar que el Sol se halla realmente fijo en el centro de los cielos y que la Tierra da vueltas muy rápidamente a su alrededor es algo ciertamente peligroso, que no sólo irrita a los teólogos y a los filósofos, sino que atenta contra nuestra sagrada fe y tilda de falsas las sagradas Escrituras.

«La libertad de pensamiento es perniciosa —escribió Bellarmine en otra ocasión—. No es nada más que la libertad de estar equivocado.»

Además, si la Tierra giraba alrededor del Sol, debería parecer que las estrellas cercanas avanzaban hacia el fondo de las estrellas más distantes, ya que cada seis meses cambiamos nuestra perspectiva de un lado de la órbita terrestre al otro. No obstante, no se había hallado evidencia de un «paralaje anual» de ese tipo. Los copernicanos adujeron que eso era debido a que las estrellas se encontraban extremadamente lejos, quizá un millón de veces más distantes que la Tierra del Sol. Posiblemente en tiempos futuros se encontraría un paralaje anual. Los geocentristas, por su parte, lo consideraron un intento desesperado de salvar una hipótesis defectuosa y, en vista de ello, absurda.

Cuando Galileo apuntó al cielo con el primer telescopio astronómico, la marea empezó a cambiar. Descubrió que Júpiter llevaba un pequeño séquito de lunas girando a su alrededor, las más interiores con mayor rapidez que las exteriores, tal como Copérnico había deducido para el movimiento de los planetas alrededor del Sol. Halló asimismo evidencias de que Mercurio y Venus atravesaban diversas fases, al igual que la Luna (demostrando que describían órbitas alrededor del Sol). Además, los cráteres de la Luna y las manchas del Sol ponían en entredicho la perfección de los cielos. En parte, éste podría ser el problema que había preocupado a Tertuliano mil trescientos años antes, cuando imploró: «Si tenéis alguna modestia o sentido común, dejad de fisgar en las regiones del cielo, en el destino y secretos del universo.»

Por el contrario, Galileo proclamó que podemos interrogar a la Naturaleza a través de la observación y la experiencia. Si lo hacemos, «hechos que a primera vista parecen inverosímiles, aunque no queden suficientemente explicados, dejarán caer el manto que los mantenía ocultos y aparecerán ante nuestros ojos con toda su simple y desnuda belleza». ¿No constituyen tales hechos, que incluso los más escépticos pueden confirmar, una visión más acertada del universo de Dios que todas las especulaciones de los teólogos? Pero ¿y si esos hechos contradicen las creencias de aquellos que consideran su religión incapaz de cometer errores? Los príncipes de la Iglesia amenazaron al anciano astrónomo con torturarle si persistía en su actitud de enseñar la abominable doctrina de que la Tierra se movía. Finalmente fue condenado a una especie de arresto domiciliario para el resto de su vida.

Una o dos generaciones más tarde, allá por los tiempos en que Isaac Newton demostró que unos simples y elegantes principios de la física podían explicar cuantitativamente —y predecir— todos los movimientos lunares y planetarios observados (siempre que se admitiera que el Sol se halla en el centro del sistema solar), la noción geocéntrica sufrió un nuevo desgaste.

En 1725, en un intento de descubrir el paralaje estelar, el esmerado astrónomo aficionado inglés James Bradley tropezó con la aberración de la luz. El término «aberración» transmite, supongo yo, algo de lo inesperado del descubrimiento. Bradley se dio cuenta de que, observadas en el transcurso de un año, las estrellas trazan pequeñas elipses en el cielo. No obstante, todas las estrellas presentaban ese fenómeno. Eso no podía ser el paralaje estelar, pues cabría esperar un gran paralaje para las estrellas cercanas y uno prácticamente indetectable para las alejadas. En cambio, la aberración es similar al fenómeno que se produce cuando caen las gotas de lluvia sobre el cristal de un coche en marcha; los pasajeros tienen la impresión de que caen en sentido oblicuo y, cuanto más rápido circula el vehículo, más inclinadas parecen caer las gotas. Si la Tierra se mantuviera fija en el centro del universo y no se moviera en su órbita alrededor del Sol, Bradley no habría descubierto la aberración de la luz. Ésa era pues una demostración aplastante de que la Tierra gira alrededor del Sol. Convenció a la mayoría de los astrónomos y también a otras personas, pero no —pensó Bradley— a los «anticopernicanos».

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