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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (2 page)

BOOK: Un punto azul palido
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Dudo mucho que, en toda su existencia, Leib se hubiera alejado más de cien kilómetros de Sassow, el pequeño pueblo que le vio nacer. Pero entonces, en 1904, según cuenta una leyenda familiar, a fin de evitar una condena por asesinato decidió de repente huir al Nuevo Mundo, dejando tras de sí a su joven esposa. Qué distintas de aquella atrasada aldea hubieron de parecerle las grandes ciudades portuarias alemanas, qué inmenso el océano, qué extraños los altísimos rascacielos y el frenético ajetreo de su nuevo hogar. Nada sabemos de su viaje transoceánico, pero encontramos la lista de pasajeros correspondiente al trayecto cubierto con posterioridad por su esposa, Chaiya, que fue a reunirse con Leib en cuanto hubo conseguido ahorrar lo suficiente. Viajó en la clase más económica a bordo del
Batavia,
un buque registrado en Hamburgo. En el documento se aprecia una concisión que, en cierto modo, parte el corazón: «¿Sabe leer o escribir?» «No.» «¿Habla inglés?» «No.» «¿Cuánto dinero lleva?» Me imagino lo vulnerable y avergonzada que debió de sentirse al responder: «Un dólar.»

Desembarcó en Nueva York, se reunió con Leib, vivió el tiempo suficiente para dar a luz a mi madre y a mi tía y luego murió a causa de «complicaciones» del parto. Durante esos pocos años en América, en algunas ocasiones habían adaptado su nombre al inglés y la llamaban Clara. Un cuarto de siglo después, mi madre puso a su primogénito, un varón, el nombre de la madre que nunca llegó a conocer.

N
UESTROS ANTEPASADOS LEJANOS
, observando las estrellas, descubrieron cinco que no se limitaban a salir y ocultarse en imperturbable progresión, como hacían las llamadas estrellas «fijas». Esas cinco presentaban un movimiento curioso y complejo. En el transcurso de los meses parecían avanzar despacio entre las demás estrellas. A veces ejecutaban rizos. Hoy las llamamos planetas
[2]
, la palabra griega para designar a los nómadas. Era, me imagino, una peculiaridad que nuestros antepasados podían relacionar.

Hoy sabemos que los planetas no son estrellas, sino otros mundos, gravitacionalmente ligados al Sol. Cuando estábamos completando la exploración de la Tierra, empezamos a reconocerla como un mundo entre una incontable multitud de ellos, que giran alrededor del Sol o bien orbitan alrededor de los demás astros que conforman la galaxia Vía Láctea. Nuestro planeta y nuestro sistema solar se hallan rodeados por un nuevo mundo oceánico, las profundidades del espacio. Y no es más infranqueable que el de otras épocas.

Quizá todavía es pronto. Puede que no haya llegado el momento. Pero esos otros mundos, que prometen indecibles oportunidades, nos hacen señas.

En las últimas décadas, Estados Unidos y la antigua Unión Soviética han logrado un hito histórico realmente asombroso, la exploración cercana de todos aquellos puntos de luz, desde Mercurio hasta Saturno, que maravillaron y despertaron la curiosidad científica de nuestros antepasados. Desde que, en 1962, se llevara a cabo con éxito el primer vuelo interplanetario, nuestras máquinas se han aproximado, han orbitado o tomado tierra en más de sesenta nuevos mundos. Hemos «errado» entre los «errantes». Hemos descubierto enormes elevaciones volcánicas que empequeñecen la montaña más alta de la Tierra; antiguos valles fluviales en dos planetas, curiosamente uno de ellos demasiado frío y el otro demasiado caliente como para albergar agua; un planeta gigante, con un interior líquido de hidrógeno metálico en el cual cabría mil veces la Tierra; lunas enteras que se han fundido; un lugar envuelto en nubes con una atmósfera compuesta de ácidos corrosivos, cuya temperatura, incluso en los altiplanos más elevados, supera la del punto de fusión del plomo; superficies milenarias sobre las cuales ha quedado fielmente grabada la violenta formación del sistema solar; mundos de hielo refugiados en las profundidades transplutonianas; sistemas de anillos, exquisitamente modelados, que ofrecen testimonio de las sutiles armonías de la gravedad y un mundo rodeado de nubes compuestas de complejas moléculas orgánicas como las que, en la historia primitiva de nuestro planeta, condujeron al origen de la vida. Silenciosamente, todos ellos describen órbitas alrededor del Sol, esperando.

Hemos descubierto maravillas jamás soñadas por aquellos antepasados, pioneros en especular acerca de la naturaleza de las luces itinerantes que adornan el cielo nocturno. Hemos sondeado los orígenes de nuestro planeta y de nosotros mismos. Sacando a la luz otras posibilidades, enfrentándonos cara a cara con destinos alternativos de otros mundos similares al nuestro, hemos empezado a comprender mejor la Tierra. Cada uno de esos mundos es hermoso e instructivo. Pero, por lo que hasta hoy sabemos, son también, todos y cada uno de ellos, mundos desolados y estériles. Ahí fuera no existe «un lugar mejor». Al menos por el momento.

Durante la misión robótica Viking, que se inició en julio de 1976, pasé, en cierto modo, un año en Marte. Examiné los cantos rodados y las dunas arenosas, el cielo rojo, incluso al mediodía, los antiguos valles fluviales, las altísimas montañas volcánicas, la feroz erosión del viento, el laminado terreno polar, las dos lunas oscuras en forma de patata. Pero no había vida, ni un triste grillo ni una brizna de hierba, ni siquiera —en la medida en que podemos asegurarlo— un microbio. Esos mundos no han sido agraciados con la vida, como lo ha sido el nuestro. Comparativamente, la vida es una rareza. Podemos inspeccionar docenas de mundos y descubrir que solamente en uno de ellos surge, evoluciona y persiste la vida.

No habiendo cruzado, en toda su existencia, nada más ancho que un río, Leib y Chaiya se graduaron en atravesar océanos. Contaban con una gran ventaja: al otro lado de las aguas los esperaban otros seres humanos, de costumbres extranjeras, eso es cierto, pero que hablaban su lengua y compartían, por lo menos, algunos de sus valores; también personas con las que establecieron una relación más íntima.

En la actualidad hemos cruzado el sistema solar y enviado cuatro naves a las estrellas. Neptuno se encuentra un millón de veces más alejado de la Tierra que la ciudad de Nueva York de las orillas del río Bug. Sin embargo, no alberga parientes lejanos, no hay humanos ni, aparentemente, forma de vida alguna esperándonos en esos otros mundos. No hay cartas remitidas por emigrados recientes que puedan ayudarnos a comprender ese nuevo territorio, solamente datos digitales transmitidos a la velocidad de la luz por robots emisarios precisos e insensibles. Nos comunican que esos nuevos mundos no se parecen al nuestro. Pero seguimos buscando posibles habitantes. No podemos evitarlo. La vida busca a la vida.

No hay nadie en la Tierra, ni siquiera el más rico de los hombres, que pueda permitirse el viaje; así pues, no podemos optar por marcharnos a Marte o a Titán por capricho o porque nos aburrimos, no tenemos trabajo, nos han reclutado para el ejército, nos sentimos oprimidos o porque, justa o injustamente, hemos sido acusados de un crimen. Este tema no parece prometer suficientes beneficios a corto plazo como para motivar a la industria privada. Si nosotros, los humanos, llegamos a viajar alguna vez a dichos mundos, será porque una nación o un consorcio de naciones opina que puede sacar algún provecho o que ello representa un beneficio para la especie humana. En este momento nos acucian muchos y muy graves problemas que compiten por esos fondos requeridos para enviar personas a otros mundos.

De eso trata este libro: de otros mundos, sobre qué nos espera en ellos, qué nos revelan acerca de nosotros mismos y, dada la urgencia de los problemas a los que se enfrenta nuestra especie, si tiene o no sentido acudir a ellos. ¿Debemos primero resolver nuestros problemas? ¿Constituyen esos problemas un motivo para recurrir a otros mundos?

En muchos aspectos, este libro es optimista en lo que se refiere a las perspectivas de la Humanidad. A primera vista puede parecer que los primeros capítulos se deleitan demasiado con nuestras imperfecciones. No obstante, proporcionan una base espiritual y lógica que resulta esencial para el desarrollo de mi argumentación.

He tratado de presentar más de una faceta de cada tema. Habrá pasajes en los que doy la sensación de estar discutiendo conmigo mismo. De hecho es lo que hago. Cuando descubro méritos en más de una de las partes, a menudo discuto conmigo mismo. Confío en que al llegar al último capítulo habrá quedado clara mi posición.

Someramente, el plan de la obra es el siguiente: en primer lugar pasamos revista a las extendidas reivindicaciones formuladas a lo largo de toda la historia humana, en cuanto a que nuestra especie y nuestro mundo son únicos y desempeñan un papel central en el funcionamiento y la finalidad del cosmos. A continuación, nos aventuramos a través del sistema solar siguiendo los pasos de los últimos viajes de exploración y descubrimiento, para valorar los motivos aducidos generalmente en favor de enviar seres humanos al espacio. En la última parte del libro, la más especulativa, elaboro un esbozo de cómo imagino que puede desarrollarse a largo plazo nuestro futuro en el espacio.

Un punto azul pálido
trata de una nueva concepción, que va asentándose poco a poco, acerca de nuestras coordenadas, del lugar que ocupamos en el universo y de cómo, aunque la llamada de la aventura ha quedado amortiguada en nuestros días, un elemento central del futuro de la Humanidad está situado más allá de la Tierra.

Los mundos del sistema solar tal como se conocían hacia el final de la época preliminar de exploración espacial. Los planetas terrestres, excepto Mercurio, y los satélites galileicos de Júpiter son mostrados en tres meridianos diferentes. Algunas de las lunas de Saturno y Urano aparecen en dos meridianos distintos. No se ofrece ningún detalle de Titán, porque no conocemos casi nada de su superficie. Partes de algunos mundos —por ejemplo Rea, Calisto y Mercurio— revelan escasos detalles, dado que dichas regiones nunca han sido visitadas por naves interplaneterias. Los detalles referentes a Plutón y Caronte fueron deducidos a partir de observaciones de ocultación efectuadas desde la Tierra. Muchas de las lunas pequeñas del sistema solar exterior quedan omitidas. Los mundos aparecen a escala, excepto los indicados. (Mimas, por ejemplo, aparece a una escala tres veces mayor de lo que se la compararía, por ejemplo, con la Tierra.) La gran mayoría de datos en que se basa esta imagen fueron obtenidos por naves lanzadas al espacio por la NASA. Los datos referentes a Venus proceden en parte de naves espaciales de la Unión Soviética, y la información acerca del cometa Halley, de una misión de la Agencia Espacial Europea (ESA). Cortesía de la NASA y la USGS. Un póster de esta ilustración se halla a la venta en el U. S. Geological Survey, Map Distribution, Box 25286, Federal Center, Denver, CO 80225.

Capítulo
I
E
STAMOS AQUÍ

La Tierra entera no es más que un punto, ni el lugar que
habitamos más que una insignificante esquina del mismo.

M
ARCO
A
URELIO
,emperador romano.
Meditaciones,
Vol. 4 (aprox. 170)

De acuerdo con las enseñanzas de los astrónomos, la circunferencia de la Tierra, que a nosotros nos parece tan interminable, comparada con la grandiosidad del universo ofrece el aspecto de un mero punto diminuto.

A
MIANO
M
ARCELINO
(aprox. 330-391)
el último gran historiador romano,
Crónica de los sucesos

L
a nave espacial se encontraba muy lejos de casa, más allá de la órbita del planeta más exterior y muy por encima del plano de la eclíptica, una superficie plana imaginaria, algo así como una pista, en la que generalmente se hallan confinadas las órbitas de los planetas. La astronave se alejaba del Sol a 65000 kilómetros por hora. Pero a principios de febrero de 1990 recibió un mensaje urgente de la Tierra.

Obediente, modificó la orientación de sus cámaras, dirigiéndolas hacia los planetas ahora distantes. Tras girar su plataforma de exploración científica de un lugar del cielo a otro, captó sesenta imágenes y las almacenó, digitalizadas, en su cinta registradora. Luego, lentamente, en marzo, abril y mayo, fue radiando los datos hacia la Tierra. Cada imagen estaba compuesta de 640000 elementos individuales (pixels), como los puntos que aparecen en una foto impresa o en un cuadro puntillista. La nave espacial se encontraba a seis mil millones de kilómetros de la Tierra, tan lejos, que cada pixel tardaba cinco horas y media, viajando a la velocidad de la luz, en alcanzarla. Las imágenes podían haber sido reintegradas antes, pero los grandes radiotelescopios ubicados en California, España y Australia que reciben estos susurros procedentes de los bordes del sistema solar tenían responsabilidades con otras naves que surcan el océano espacial, entre ellas la sonda
Magallanes,
en dirección a Venus, y
Galilea,
en tortuoso viaje hacia Júpiter.

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