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UIZÁ LA INDICACIÓN MÁS CLARA
de que la búsqueda de una inmerecida posición privilegiada para el ser humano no será nunca abandonada del todo reside en lo que en física se denomina el Principio Antrópico. Debería llamarse con mayor propiedad el principio antropocéntrico. Se presenta bajo diversas formas. El principio antrópico «débil» establece solamente que si las leyes de la Naturaleza y las constantes físicas —tales como la velocidad de la luz, la carga eléctrica del electrón, la constante gravitacional de Newton o la constante de Planck en la mecánica cuántica— hubieran sido distintas, el curso de los acontecimientos que condujo al origen de la especie humana nunca se habría producido. Bajo otras leyes y constantes, los átomos no se fusionarían o las estrellas evolucionarían con tal rapidez que no dejarían tiempo suficiente para el desarrollo de la vida en los planetas cercanos o los elementos químicos que conforman la vida nunca habrían sido generados, y así sucesivamente.
No existe controversia acerca del principio antrópico débil: bastaría con modificar las leyes y constantes de la Naturaleza, de ser eso posible, para que emergiera un universo muy diferente, en muchos casos, un universo incompatible con la vida
[6]
.
El mero hecho de que existamos implica (aunque no impone) constreñimientos a las leyes de la Naturaleza. En contraste, los diversos principios antrópicos «fuertes» van mucho más allá; algunos de sus defensores llegan casi a la deducción de que las leyes de la Naturaleza y los valores de las constantes físicas fueron establecidos (mejor no preguntar cómo ni por quién)
para que,
con el tiempo, los seres humanos llegaran a existir. Casi todos los demás universos posibles, afirman, son inhabitables. De este modo, resucita la antigua noción de que el universo fue creado para nosotros.
A mí me recuerda al doctor Pangloss en el
Cándido
de Voltaire, convencido de que este mundo, con todas sus imperfecciones, es el mejor posible. Suena como si yo jugara mi primera mano de bridge, ganara y, aun sabiendo que existen 54 000 billones de billones (5,4 x 10 elevado a la
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) de otras manos posibles que yo podía, con igual probabilidad, haber elegido... concluyera alocadamente que existe un dios del bridge que me favorece, un dios que ha amañado las cartas y la baraja predeterminando mi victoria desde el principio. Desconocemos cuántas otras manos ganadoras existen en la baraja cósmica, cuántos tipos de universos distintos, leyes de la Naturaleza y constantes físicas que también pueden producir vida e inteligencia y quizá, incluso, errores de «autoimportancia». Puesto que no sabemos prácticamente nada de cómo se creó el universo —ni incluso
si
fue creado—, resulta difícil desarrollar estas nociones de manera productiva.
Voltaire se preguntó: «¿Por qué existimos?» La formulación que Einstein dio a la cuestión fue preguntarse si Dios tuvo elección en el momento de crear el universo. Pero si el universo es infinitamente viejo —si el big bang que tuvo lugar unos quince mil millones de años atrás es solamente la cúspide más reciente en una serie infinita de contracciones y expansiones—, entonces nunca fue creado y la pregunta de por qué es como es no tiene ningún sentido.
Si, por otra parte, el universo tiene una edad finita, ¿por qué es como es? ¿Por qué no le fueron dadas unas características completamente distintas? ¿Qué leyes de la Naturaleza van asociadas a qué otras? ¿Existen metaleyes que especifiquen dichas conexiones? ¿Está en nuestras manos descubrirlas? De todas las leyes concebibles de la gravedad, por ejemplo, ¿cuáles tienen «permiso» para existir simultáneamente con qué leyes concebibles de la física cuántica que determinan la existencia misma de la materia macroscópica? ¿Son posibles todas las leyes que podamos imaginar o bien sólo un restringido número de ellas puede, de algún modo, llegar a existir? Está claro que no tenemos la más mínima idea de cómo determinar qué leyes de la Naturaleza son «posibles» y cuáles no. Tampoco tenemos más que una noción extremadamente rudimentaria de qué correlaciones de las leyes naturales están «permitidas».
Por ejemplo, la ley de la gravedad universal de Newton especifica que la fuerza gravitacional mutua que atrae a dos cuerpos entre sí es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia entre ambos. Si nos desplazamos a doble distancia del centro de la Tierra, pesaremos un cuarto menos; si nos desplazamos diez veces más lejos, pesaremos solamente una centésima parte de nuestro peso ordinario; y así sucesivamente. Es esta ley del cuadrado inverso la que da lugar a las delicadas órbitas circulares y elípticas de los planetas alrededor del Sol, y de las lunas alrededor de los planetas, así como a la precisión de las trayectorias de nuestros vuelos interplanetarios. Si
r
equivale a la distancia entre los centros de dos masas, decimos que la fuerza gravitacional varía en la relación de 1/r
2
.
Pero si este exponente fuera distinto —si la ley de la gravedad fuera 1/r
4
, pongamos por caso, en lugar de 1/r
2
—, las órbitas no llegarían a cerrarse; durante miles de millones de revoluciones los planetas se irían moviendo en espiral hacia dentro hasta ser consumidos en las feroces profundidades del Sol, o bien lo harían hacia afuera y se perderían en la inmensidad del espacio interestelar. Si el universo estuviera gobernado por una ley de la cuarta potencia inversa en lugar de una ley del cuadrado inverso, pronto no quedarían planetas que pudieran habitar los seres vivientes.
Así pues, con todas las leyes de la fuerza de la gravedad posibles, ¿cómo somos tan afortunados de vivir en un universo que presenta una ley compatible con la vida? En primer lugar, naturalmente, somos tan «afortunados», porque si no lo fuéramos no estaríamos aquí para plantear la cuestión. No es ningún misterio que seres inquisitivos que se desarrollan sobre planetas solamente pueden ser hallados en universos que admitan la existencia de planetas. En segundo lugar, la ley del cuadrado inverso
no es
la única compatible con la estabilidad a lo largo de miles de millones de años. Cualquier ley potencial menos pronunciada que l/r
3
(l/r
2.99
o l/r, por ejemplo) mantendrá a un planeta en la
proximidad
de una órbita circular, incluso aunque reciba algún impacto. Tenemos tendencia a pasar por alto la posibilidad de que otras leyes concebibles de la Naturaleza sean también compatibles con la vida.
Pero hay otro matiz. No es arbitrario que tengamos una ley del cuadrado inverso de la gravedad. Cuando tomamos la teoría de Newton en los términos más amplios de la teoría de la relatividad general, reconocemos que el exponente de la ley de la gravedad es dos porque el número de dimensiones físicas en las que vivimos es tres. No todas las formas de la ley de la gravedad están disponibles para someterse a la elección de un Creador. Incluso dado un número infinito de universos tridimensionales para que un dios grandioso los maneje a su antojo, la ley de la gravedad siempre habría de ser la ley del cuadrado inverso. La gravedad newtoniana, podríamos decir, no es una faceta casual sino necesaria de nuestro universo.
En la relatividad general, la gravedad es
debida
a la dimensionalidad y a la curvatura del espacio. Cuando hablamos de gravedad, hablamos de irregularidades locales en el espacio-tiempo. Ello no resulta obvio en absoluto, sino que más bien contradice nociones de sentido común. Pero, analizadas en profundidad, las ideas de gravedad y masa no son cuestiones separadas, más bien son ramificaciones de la misma geometría subyacente del espacio-tiempo.
Me pregunto si algo de este estilo no podría aplicarse en general a todas las hipótesis antrópicas. Las leyes o constantes físicas de que depende nuestra vida forman parte de una categoría, quizá incluso de una amplia categoría, de leyes y constantes físicas, algunas de las cuales son también compatibles con algún tipo de vida. A menudo no investigamos (o no está en nuestras manos averiguar) lo que permiten esos otros universos. Aparte de eso, puede que no toda elección arbitraria de una ley de la Naturaleza o de una constante física sea posible, ni siquiera para un creador de universos. Nuestra comprensión acerca de qué leyes de la Naturaleza y qué constantes físicas se hallan disponibles es, en el mejor de los casos, fragmentaria.
Además, no tenemos acceso a ninguno de esos universos putativos alternativos. No contamos con ningún método experimental para poner a prueba las hipótesis antrópicas. Aunque la existencia de dichos universos hubiera de ser firmemente constatada empleando teorías probadas —por ejemplo, la de la mecánica cuántica o de la gravedad—, no podríamos estar seguros de que no hubiera teorías mejores que postularan que no existen universos alternativos. Hasta que llegue ese día, si es que ha de llegar alguna vez, me parece prematuro confiar en el principio antrópico como argumento en favor de la centralidad y singularidad de la especie humana. Hay algo sorprendentemente obtuso en la formulación del Principio Antrópico. En efecto, solamente determinadas leyes y constantes de la Naturaleza son compatibles con nuestra clase de vida. Pero, en esencia, son necesarias las mismas leyes y constantes para formar una roca. Así pues, ¿por qué no hablar de un universo diseñado para que, al cabo del tiempo, puedan llegar a existir las rocas, y de principios líticos débiles y fuertes? Si las piedras pudieran filosofar, supongo que los principios líticos serían considerados el no va más de la intelectualidad.
Y, finalmente, aunque el universo hubiera sido creado intencionadamente para dar lugar a la emergencia de seres vivientes o inteligentes, puede haberlos en incontables mundos. De ser así, constituiría un consuelo de tontos para antropocentristas pensar que habitamos uno de los pocos universos que permiten la vida y la inteligencia.
Hoy en día se están formulando modelos cosmológicos en los que ni siquiera el conjunto del universo es considerado algo especial. Andrei Linde, en otros tiempos en el Instituto Físico Lebedev, en Moscú, y que actualmente trabaja en la Universidad de Stanford, ha incorporado la interpretación común de las fuerzas nucleares fuertes y débiles a un nuevo modelo cosmológico. Linde imagina un cosmos vastísimo, más grande que nuestro universo —quizá extendiéndose hasta el infinito, tanto en el espacio como en el tiempo—, no los despreciables quince mil millones de años luz de radio y los quince mil millones de años de edad que se le atribuyen por norma general. En ese cosmos existe, como en el nuestro, una especie de espuma cuántica en la que por todas partes se forman, reforman y disipan unas estructuras minúsculas, mucho más pequeñas que un electrón; en dicho cosmos, como aquí, las fluctuaciones en un espacio completamente vacío crean pares de partículas elementales, un electrón y un positrón, por ejemplo. En el seno de esa espuma de burbujas de cuanto, la gran mayoría de ellas permanecen en un estadio submicroscópico. No obstante, una ínfima fracción de las mismas se infla, crece y adquiere una universalidad respetable. Pero se encuentran tan lejos de nosotros —mucho más alejadas que los quince mil millones de años luz que constituyen la escala convencional de nuestro universo— que, si existen, resultan completamente inaccesibles e indetectables.
Muchos de esos otros universos alcanzan un tamaño máximo y luego se colapsan, se contraen hasta quedar reducidos a un punto y luego desaparecen para siempre. Otros pueden oscilar. Y aun hay otros que pueden expandirse sin límite. En universos distintos habrá leyes de la Naturaleza diferentes. Nosotros vivimos, argumenta Linde, en uno de esos universos, un universo donde la física es compatible con crecimiento, inflamiento, expansión, galaxias, estrellas, mundos, vida. Imaginamos que nuestro universo es único, pero no es más que uno entre un número inmenso —quizá infinito— de universos igualmente válidos, igualmente independientes, igualmente aislados. En algunos habrá vida, en otros no. De acuerdo con esta visión
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, el universo observable no es más que un confín recién formado de un cosmos mucho más vasto, infinitamente viejo y enteramente inobservable. Si algo de eso es cierto, incluso nuestro orgullo residual —descolorido como debe de estar— de vivir en el único universo existente nos es negado.
Puede que algún día, a despecho de la evidencia común, llegue a diseñarse un medio para penetrar en universos adyacentes, con unas leyes de la naturaleza muy diferentes, y entonces veremos qué otras cosas son posibles. O quizá habitantes de dichos universos puedan llegar a alcanzar el nuestro. Naturalmente, con este tipo de especulaciones hemos transgredido ampliamente los límites del conocimiento. Pero si algo parecido al cosmos de Linde es cierto, sorprendentemente nos aguarda todavía otra desprovincialización devastadora.
Nuestros poderes se hallan lejos de ser los apropiados para crear universos en un futuro próximo. Las ideas del principio antrópico fuerte no pueden ser demostradas (si bien la cosmología de Linde sí contiene algunos rasgos demostrables). Dejando aparte la vida extraterrestre, si las pretensiones autocomplacientes de centralidad se han atrincherado hoy en bastiones empíricamente impenetrables, entonces toda la secuencia de batallas científicas contra el chauvinismo humano parece, al menos en gran medida, ganada.
L
A ANTIGUA VISION
, tal como la resume el filósofo Immanuel Kant, de que «sin el hombre... toda la Creación no sería más que un desierto, un acto en vano que no tendría finalidad última», se revela como un disparate de autoindulgencia. Un Principio de Mediocridad parece aplicable a todas nuestras circunstancias. No podíamos saber de antemano que la evidencia se revelaría, de forma tan repetida y convincente, incompatible con la noción de que los seres humanos ocupamos un lugar central en el universo. Pero hoy la mayoría de los debates se han decantado decisivamente en favor de una postura que, aunque nos resulte penosa de aceptar, puede resumirse en una sola frase: no nos ha sido otorgado el papel principal en el drama cósmico.
Quizá se lo hayan dado a otros. Tal vez a nadie. En cualquier caso, tenemos buenas razones para ser humildes.