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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (6 page)

BOOK: Un punto azul palido
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Si sumamos las edades de todos los «patriarcas» que aparecen en el Génesis, por ejemplo, obtendremos la edad de la Tierra: seis mil años, poco más o menos. Ese es todavía el criterio de los fundamentalistas judíos, cristianos y musulmanes, y queda claramente reflejado en el calendario judío.

No obstante, un universo tan joven plantea una pregunta engorrosa: ¿Cómo es posible que existan objetos astronómicos a más de seis mil años luz de distancia? La luz tarda un año en cubrir un año luz, diez mil años en cubrir diez mil años luz, y así sucesivamente. Cuando observamos el centro de la galaxia Vía Láctea, la luz que detectamos abandonó su fuente treinta mil años atrás. La más cercana galaxia espiral como la nuestra, M 31, en la constelación de Andrómeda, se encuentra a dos millones de años luz de distancia, de modo que la estamos viendo cómo era cuando su luz inició el largo viaje hacia la Tierra, dos millones de años atrás. Y cuando contemplamos quasars que distan cinco mil millones de años luz, los estamos viendo tal como eran hace cinco mil millones de años, antes de que se formara la Tierra. (Hoy son, casi con certeza, muy diferentes.)

Si a pesar de todo ello hubiéramos de aceptar literalmente las verdades de esos libros sagrados, ¿cómo podríamos reconciliar los datos? La única conclusión plausible es, en mi opinión, que Dios se ha encargado recientemente de que todos los fotones de luz lleguen a la Tierra en un formato lo suficientemente coherente como para inducir a generaciones enteras de astrónomos a caer en el error de pensar que existen tales cosas como las galaxias y los quasars, conduciéndolos deliberadamente a la falsa conclusión de que el universo es vasto y antiguo. Se trata de una teología tan malévola, que todavía me cuesta creer que alguien —sea lo devoto que sea de la inspiración divina contenida en cualquier libro sagrado— pueda defenderla seriamente.

Aparte de eso, el fechado radiactivo de rocas, la abundancia de cráteres por impacto en muchos mundos, la evolución de las estrellas, así como la expansión del universo, proporcionan de por sí evidencias precisas e independientes de que nuestro universo tiene muchos miles de millones de años de edad, a pesar de las confiadas afirmaciones de reverenciados teólogos en el sentido de que un mundo tan antiguo contradice directamente la palabra de Dios y que, sea como fuere, la información referente a la antigüedad del mundo resulta inaccesible excepto para la fe.

San Agustín dice en "La ciudad de Dios": «Como no han pasado seis mil años desde que el primer hombre... ¿no deben ser ridiculizados, más que rebatidos, los que tratan de convencernos de una antigüedad tan diferente, e incluso contraria, a la verdad establecida?... Nosotros, apoyados por la autoridad divina en la historia de nuestra religión, no tenemos duda de que todo lo que se opone a ella es falso en su mayor parte.» Tilda también de «mentira abominable» la antigua tradición egipcia que establece que el mundo tiene más de cien mil años. Santo Tomás de Aquino, en su Suma teológica, afirma categóricamente que «la antigüedad del mundo no puede ser demostrada por el propio mundo». Así de seguros estaban.

Dichas pruebas también deberían haber sido fabricadas por una deidad engañosa y maléfica, a menos que el mundo sea mucho más antiguo de lo que los literalistas de la religión judeocristiano-islámica suponen. Naturalmente, este problema no es tal para las muchas personas religiosas que manejan la Biblia y el Corán como guías históricas y morales y literatura sagrada, pero que reconocen que la perspectiva de dichas Escrituras en el mundo natural refleja lo rudimentario de la ciencia en la época en que fueron escritas.

Antes de que surgiera la Tierra transcurrió mucho tiempo. Y mucho tiempo transcurrirá antes de que se destruya. Es necesario efectuar una distinción entre la edad de la Tierra (alrededor de 4500 millones de años) y la edad del universo (unos quince mil millones de años desde el big bang). Del inmenso intervalo de tiempo entre el origen del universo y nuestra época, dos tercios se habían agotado con anterioridad a la formación de la Tierra. Algunas estrellas y sistemas planetarios son miles de millones de años más jóvenes, otros, miles de millones de años más viejos. Sin embargo en el Génesis, capítulo 1, versículo 1, el universo y la Tierra son creados el mismo día. La tradición hinduista-budista-jainista tiende a no confundir ambos acontecimientos.

Por lo que respecta a los seres humanos, somos recién llegados, aparecidos en el último instante del tiempo cósmico. La historia del universo hasta hoy había transcurrido en un 99,998% antes de que nuestra especie entrara en escena. Durante esa enorme extensión de eones no habríamos podido asumir ninguna responsabilidad especial sobre nuestro planeta, o nuestra vida o cualquier otra cosa. No estábamos aquí.

De acuerdo. Pero si no podemos encontrar nada especial acerca de nuestra posición o de nuestra época, quizá nuestro movimiento tenga algo especial. Newton y los demás físicos clásicos sostenían que la velocidad de la Tierra en el espacio constituía «un marco privilegiado de referencia». Así lo llamaron. Albert Einstein, un agudo crítico del prejuicio y el privilegio durante toda su vida, consideró esta física «absoluta» el remanente de un chauvinismo terrestre cada vez más desacreditado. En su opinión, las leyes de la Naturaleza deben ser las mismas independientemente de la velocidad o el punto de referencia del observador. Tomando esta máxima como base de partida, desarrolló la teoría especial de la relatividad. Sus consecuencias son extravagantes, violan la intuición y contradicen en gran medida el sentido común, pero solamente a velocidades muy elevadas. Observaciones rigurosas y repetidas demuestran que esta justamente celebrada teoría constituye una descripción precisa de cómo está constituido el mundo. Las intuiciones de nuestro sentido común pueden ser erróneas. Nuestras preferencias no cuentan. No vivimos en un marco privilegiado de referencia.

Una consecuencia de la relatividad especial es la dilatación del tiempo, la deceleración del tiempo a medida que el observador se aproxima a la velocidad de la luz. Todavía hay quien opina que la dilatación del tiempo se da en relojes y partículas elementales y, presumiblemente, en ritmos circadianos y otros ritmos en plantas, animales y microbios, pero no en los relojes biológicos humanos. A nuestra especie le ha sido otorgada, se sugiere, una inmunidad especial frente a las leyes de la Naturaleza, la cual debe, en consecuencia, ser capaz de distinguir entre conjuntos de materia que las merecen y otros que no las merecen. (De hecho, la prueba que aportó Einstein de la relatividad especial no admite tales distinciones.) La idea de que los seres humanos constituyen excepciones a la relatividad parece otra encarnación de la noción de la creación especial.

De acuerdo. Pero aunque nuestra posición, nuestra edad, nuestro movimiento y nuestro mundo no sean únicos, quizá nosotros lo seamos. Nosotros somos distintos de los demás animales, Hemos sido creados de forma especial, la devoción particular del Creador del universo queda patente en nosotros.
Esta postura fue apasionadamente defendida en el ámbito religioso y en otros. No obstante, a mediados del siglo XIX Charles Darwin demostró de manera convincente cómo una especie puede evolucionar hasta dar lugar a otra mediante procesos enteramente naturales, que llegan a rebajarse hasta la despiadada tarea de la Naturaleza de salvar las herencias que funcionan y descartar las que no lo hacen. «En su arrogancia, el hombre se considera una obra grandiosa, digna de la intervención de una deidad —escribió telegráficamente Darwin en su cuaderno de notas—. Es más humilde y, en mi opinión, más cierto considerarle creado a partir de los animales.» Las íntimas y profundas conexiones de la especie humana con otras formas de vida sobre la Tierra han sido irrebatiblemente demostradas a fines del siglo XX por la nueva disciplina científica de la biología molecular.

E
N CADA ÉPOCA
los chauvinismos autocomplacientes son puestos en tela de juicio en ámbitos distintos del debate científico; en este siglo, por ejemplo, ello ha ocurrido a raíz de diversas tentativas por comprender la naturaleza de la sexualidad humana, la existencia de la mente inconsciente y el hecho de que muchos trastornos psiquiátricos y «defectos» del carácter humano tienen un origen molecular. Pero, aun así:

De acuerdo. Pero incluso si estamos íntimamente relacionados con algunos de los demás animales, somos diferentes

no sólo en rango, sino en género

en lo que realmente interesa: raciocinio, autoconciencia, fabricación de herramientas, ética, altruismo, religión, lenguaje, nobleza de carácter.
Si bien es cierto que los seres humanos, al igual que todos los animales, poseen características que los diferencian —de otro modo, ¿cómo podríamos distinguir una especie de otra?—, la singularidad humana se ha exagerado, en ocasiones enormemente. Los chimpancés razonan, son autoconscientes, fabrican herramientas, demuestran devoción, etcétera. Chimpancés y seres humanos tienen un 99,6 % de sus genes activos en común. (Ann Druyan y yo examinamos esta evidencia en nuestro libro
Sombras de antepasados olvidados.
)

En la cultura popular se esgrime también la postura contraria, aunque también viene condicionada por el chauvinismo humano (y por un fracaso de la imaginación): los cuentos y dibujos animados infantiles presentan a los animales vestidos, viviendo en casas, comiendo con cuchillo y tenedor y hablando. Los tres ositos duermen en camas. La lechuza y el gatito salen a la mar en una bonita barca de color verde. La mamá dinosaurio mima a sus pequeños. Los pelícanos reparten el correo. Los perros conducen coches. Un gusano atrapa a un ladrón. Los animales domésticos llevan nombres humanos. Muñecas, cascanueces, tazas y platitos bailan y expresan opiniones. El plato se escapa con la cuchara. En la serie
Thomas the Tank Engine
aparecen incluso locomotoras y vagones de tren antropomórficos, exquisitamente diseñados. No importa lo que pensemos al respecto, tenemos tendencia a investirlo todo, animado o inanimado, con rasgos humanos. No podemos evitarlo. Las imágenes acuden de inmediato a nuestra mente. Es evidente que a los niños les encanta.

Cuando hablamos de la «ira» del cielo, la «agitación» del mar, la «resistencia» de los diamantes a ser tallados, la «atracción» que ejerce la Tierra sobre un asteroide cercano o la «excitación» de un átomo, de nuevo pensamos en una especie de visión animista del mundo. Estamos atribuyendo existencia real a objetos inertes. Algún nivel primitivo de nuestro pensamiento dota a la Naturaleza inanimada de vida, pasiones y premeditación.

La noción de que la Tierra tiene espíritu propio se ha desarrollado últimamente bajo los auspicios de la hipótesis de la «Gaya». No obstante, era una creencia común, tanto entre los antiguos griegos como entre los cristianos primitivos. Orígenes se preguntaba si «la Tierra es también, de acuerdo con su propia naturaleza, responsable de algún pecado». Muchos de los estudiosos antiguos pensaban que las estrellas estaban vivas, y esa era, asimismo, la postura de Orígenes, de san Ambrosio (el mentor de san Agustín) e incluso, de una forma más cualificada, de santo Tomás de Aquino. La postura filosófica de los estoicos acerca de la naturaleza del Sol fue resumida por Cicerón en el siglo I a. J.C.: «Puesto que el Sol se parece a los fuegos contenidos en los cuerpos de las criaturas vivientes, el Sol también debe de estar vivo.»

Existen algunas evidencias de que, en general, las actitudes animistas se están extendiendo en los últimos tiempos. En un estudio americano de 1954, el 75 % de las personas encuestadas estaban dispuestas a afirmar que el Sol no tiene vida; en 1989, en cambio, solamente el 30 % de los interrogados apoyaban tan arriesgada afirmación. A la pregunta de si una rueda de automóvil podía sentir, un 90 % respondieron en sentido negativo en 1954, pero ese porcentaje bajó a un 73 % en 1989.

Reconocemos en ello una disminución —bastante seria en algunas circunstancias— de nuestra habilidad para comprender el mundo. De forma característica, nos guste o no, parecemos abocados a proyectar nuestra propia naturaleza sobre la Naturaleza. Si bien ello puede tener como consecuencia una seria distorsión en nuestra visión del mundo, conlleva una gran virtud: la proyección es una premisa esencial para la compasión.

De acuerdo, quizá no seamos gran cosa, puede que estemos humillantemente emparentados con los simios, pero por lo menos somos lo mejor que existe. Exceptuando a Dios y a los ángeles, somos los únicos seres inteligentes del universo.
Un corresponsal me escribe lo siguiente: «Estoy tan seguro de esto como de que estoy vivo. No existe vida consciente en ninguna otra parte del universo.» Sin embargo, en parte gracias a la influencia de la ciencia y de la ciencia ficción, hoy la mayoría de la gente, al menos en Estados Unidos, rechaza tal afirmación por razones que, en esencia, estableció el filósofo griego antiguo Crisipo: «Para todo ser humano, pensar que en todo el mundo no hay nada superior a él supondría un acto de insana arrogancia.»

Pero el hecho es que hasta ahora no hemos encontrado vida extraterrestre. Cierto que nos hallamos en las primeras fases de búsqueda. La cuestión está todavía completamente abierta. Si yo tuviera que aventurar una opinión —especialmente teniendo en cuenta nuestra larga secuencia de fracasados chauvinismos—, diría que el universo está repleto de seres mucho más inteligentes, mucho más avanzados que nosotros. Naturalmente, podría equivocarme. Esta conclusión, en el mejor de los casos, está basada en un razonamiento de verosimilitud, derivado del número de planetas, de la ubicuidad de la materia orgánica, de las inmensas cantidades de tiempo disponibles para la evolución, etcétera. No se trata de una demostración científica. Este problema se cuenta entre los más fascinantes de toda la ciencia. Tal como describe este libro, estamos empezando a desarrollar las herramientas necesarias para abordarlo con seriedad.

¿Y qué hay del tema de si somos capaces de crear intelectos más perfectos que el nuestro? Los ordenadores solucionan rutinariamente problemas matemáticos que un ser humano no es capaz de afrontar sin ayuda, crean campeones mundiales en el juego de las damas y grandes maestros de ajedrez, hablan y comprenden el inglés y otros idiomas, escriben relatos y composiciones musicales presentables, aprenden de sus errores y pilotan de manera competente barcos, aviones y naves espaciales. Sus habilidades progresan constantemente. Cada vez son más pequeños, más rápidos y más baratos. Todos los años la marea del progreso científico gana terreno a las playas de la isla de la singularidad del intelecto humano, con sus náufragos fortificados. Si en un estadio tan temprano de nuestra evolución tecnológica hemos sido capaces de llegar tan lejos a la hora de crear inteligencia a partir de metal y silicona, ¿qué no será posible en las décadas y siglos por venir? ¿Qué ocurre cuando máquinas ingeniosas son capaces de fabricar máquinas aún más ingeniosas?

BOOK: Un punto azul palido
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