Sin embargo, esta nueva tendencia ha incomodado profundamente a una parte de la industria aeroespacial, así como a algunos miembros clave del Congreso. Sin competencia internacional, ¿seremos capaces de motivar la realización de esfuerzos tan ambiciosos? ¿Va a significar cada vehículo ruso lanzado y utilizado de forma cooperativa un menor apoyo para la industria aeroespacial norteamericana? ¿Pueden los americanos confiar en un apoyo estable y en la continuidad de esfuerzos en los proyectos conjuntos con los rusos? (Estos, claro está, se formulan preguntas similares en relación con los americanos.) No obstante, los programas de cooperación suponen un ahorro a largo plazo, aprovechan el extraordinario talento científico y de ingeniería distribuido por el planeta y proporcionan inspiración acerca del futuro global. Puede haber fluctuaciones en los compromisos nacionales. Es probable que demos pasos hacia adelante y también hacia atrás. Pero la tendencia generalizada parece clara.
A pesar de las crecientes dificultades, los programas espaciales de los dos antiguos adversarios están empezando a converger. Hoy es posible prever una estación espacial internacional —adscrita no a una nación concreta sino a todo el planeta Tierra— que será montada a 51° de inclinación hacia el ecuador y a unos pocos cientos de kilómetros cielo arriba. Se está discutiendo una espectacular misión conjunta, denominada «Fuego y hielo», que pretende un rápido acercamiento a Plutón, el último planeta inexplorado; pero para llegar allí se emplearía la ayuda gravitatoria del Sol, en el curso de la cual pequeñas sondas penetrarían de facto en la atmósfera solar. Y parece que nos encontramos en el umbral de un consorcio mundial para la exploración científica de Marte. Todo indica que esos proyectos van a llevarse a cabo de forma cooperativa o, de otro modo, no llegarán a realizarse.
S
I EXISTEN RAZONES VÁLIDAS
, justificativas de los costes y ampliamente defendibles, para mandar seres humanos a Marte es una pregunta que permanece abierta. Ciertamente, no hay consenso. La cuestión es abordada en el próximo capítulo.
Yo apuntaría que, si finalmente no vamos a enviar personas a mundos tan distantes como Marte, hemos perdido el argumento principal en favor de la estación espacial, un puesto de avanzada humana permanente o intermitentemente ocupado en la órbita terrestre. Una estación espacial queda lejos de ser una plataforma óptima de investigación científica, lo mismo mirando hacia la Tierra que apuntando hacia el espacio o para emplear la microgravedad (la mera presencia de astronautas complica las cosas). En cuanto al reconocimiento militar, es de calidad muy inferior al que pueden llevar a cabo las naves espaciales robotizadas. No existen aplicaciones apremiantes económicas o de fabricación. Comparada con las naves robotizadas resulta cara. Y, naturalmente, comporta algún riesgo de pérdida de vidas humanas. Cada lanzamiento de un transbordador para ayudar a construir o abastecer una estación espacial implica un uno o dos por ciento de probabilidades estimadas de fracaso catastrófico. Anteriores actividades espaciales civiles y militares han diseminado escombros que se mueven con rapidez por el nivel inferior de la órbita terrestre y que, tarde o temprano, colisionarían con una estación espacial (si bien hasta el momento la estación
Mir
no ha tenido fallos atribuibles a dicho peligro). Una estación espacial resulta asimismo innecesaria para la exploración humana de la Luna.
Apolo
llegó perfectamente a ella sin la intervención de estación espacial alguna. Mediante cohetes de la categoría del Saturn V o el Energiya se podría llegar a asteroides cercanos a la Tierra, o incluso a Marte, sin necesidad de ensamblar el vehículo interplanetario en una estación espacial en órbita.
Una estación espacial podría servir de estímulo y como medio de formación, y ayudaría a reforzar las relaciones entre las naciones con programas espaciales, particularmente Estados Unidos y Rusia. No obstante, la única función esencial de una estación espacial que alcanzo a vislumbrar se concretaría en los vuelos espaciales de larga duración. ¿Cómo se comporta el cuerpo humano en una situación de microgravedad? ¿Cómo podemos combatir los cambios progresivos en la química sanguínea y una pérdida estimada de masa ósea de un seis por ciento anual en un entorno de gravedad cero? (En una misión de tres o cuatro años a Marte, a todo ello se suma que los viajeros tendrían que moverse a cero grados.)
No son cuestiones de biología básica como el DNA o el proceso evolutivo; más bien introducen temas de biología humana aplicada. Por supuesto que es importante conocer las respuestas, pero solamente si pretendemos viajar a algún lugar muy alejado del espacio que vayamos a tardar mucho tiempo en alcanzar. La única finalidad tangible y coherente de una estación espacial radica en la posibilidad de eventuales misiones humanas con destino a asteroides cercanos a la Tierra, a Marte y más allá. Históricamente, la NASA ha sido cauta a la hora de explicarlo de una forma clara, probablemente por miedo a que algunos miembros del Congreso se echaran las manos a la cabeza, denunciaran la estación espacial como la punta de lanza de una partida extremadamente costosa y declararan que el país no estaba preparado para comprometerse a mandar seres humanos a Marte. Efectivamente, pues, la NASA ha mantenido en silencio la auténtica finalidad del proyecto de la estación espacial. Y, sin embargo, si dispusiéramos de una estación espacial, nada nos obligaría a ir directos a Marte. Podríamos utilizarla para acumular y refinar conocimientos relevantes e invertir en ello el tiempo que nos pareciera oportuno, de tal modo que, cuando de verdad llegara el momento, cuando estuviéramos realmente preparados para viajar a los planetas, contáramos con los conocimientos y la experiencia necesarios para hacerlo de una forma segura.
El fracaso del
Mars Observer
y la catastrófica pérdida del transbordador espacial
Challenger
en 1986 nos recuerdan que existe una irreducible posibilidad de desastre en los futuros viajes humanos a Marte o a cualquier otro lugar del espacio. La misión del
Apolo 13,
que fue incapaz de tomar tierra en la Luna y a duras penas pudo regresar sana y salva a la Tierra, subraya lo afortunados que hemos sido. No podemos fabricar coches y trenes ciento por ciento seguros, a pesar de que venimos haciéndolo desde hace más de un siglo. Cientos de miles de años después de que lográramos domesticar el fuego, todas las ciudades del mundo poseen hoy un servicio de bomberos, siempre pendiente de que se produzca algún incendio que requiera su intervención. En los cuatro viajes de Colón al Nuevo Mundo, éste perdió barcos a diestro y siniestro, llegando hasta un tercio de la pequeña flota que partió en el año 1492.
Si decidimos enviar personas al espacio, tendrá que ser por una razón de peso y sin perder de vista en ningún momento el hecho de que casi con seguridad ello va a implicar la pérdida de vidas humanas. Los astronautas y cosmonautas siempre lo han tenido claro. Y, a pesar de ello, nunca ha habido ni habrá escasez de voluntarios.
Pero ¿por qué a Marte? ¿Por qué no volver a la Luna? Está cerca y hemos demostrado que sabemos cómo enviar seres humanos hasta allí. Me temo que la Luna, cercana como se encuentra, represente un largo rodeo, si no un callejón sin salida. Ya hemos estado allí. Incluso hemos traído trozos de la misma. La gente ha tenido ocasión de ver rocas lunares y, por razones, creo yo, básicamente acertadas, la Luna los aburre. Se trata de un mundo estático, sin aire, sin agua, de cielos negros, un mundo muerto. Su aspecto más interesante estriba quizá en los cráteres que presenta su superficie, un registro de antiguos impactos catastróficos, tanto en la Tierra como en la Luna.
Marte, por el contrario, posee meteorología, tormentas de polvo, sus propias lunas, volcanes, casquetes de hielo polar, accidentes geográficos peculiares, antiguos valles fluviales, así como evidencias de un masivo cambio climático en un planeta que, en su día, fue parecido a la Tierra. Conserva una expectativa de vida en el pasado y, tal vez, también en el presente y es el planeta más compatible para la vida en el futuro, la vida de seres humanos llegados desde la Tierra, viviendo de la tierra. Nada de todo eso se cumple en el caso de la Luna. Marte posee también su propia historia, deducible a partir de los cráteres. Si en lugar de la Luna hubiera sido Marte el que hubiera estado a nuestro alcance, no habríamos dejado de lado los vuelos espaciales tripulados.
Tampoco es que la Luna constituya un banco de pruebas especialmente interesante, ni una estación intermedia de camino hacia Marte. Los entornos medioambientales de Marte y de la Luna son muy distintos, y esta última se encuentra tan alejada de Marte como lo está la Tierra. La maquinaria para la exploración marciana puede ser comprobada, al menos igual de bien, en la órbita terrestre, en asteroides cercanos a la Tierra o en la misma Tierra, por ejemplo en la Antártida.
Japón tiende a mostrarse escéptico acerca del compromiso de Estados Unidos y otras naciones para planificar y ejecutar proyectos importantes de cooperación espacial. Esa es una de las razones por las que Japón, más que cualquier otra nación con programa espacial, se ha inclinado por actuar de forma individual. La Sociedad Lunar y Planetaria de Japón es una organización que representa a los entusiastas del espacio en el seno del gobierno, de las universidades y de las principales empresas. En el momento de redactar estas líneas, dicha sociedad ha presentado la propuesta de construir y abastecer enteramente mediante mano de obra robótica una base lunar. Se prevé invertir unos treinta años en su construcción y que cueste alrededor de mil millones de dólares anuales (cifra que representaría un siete por ciento del actual presupuesto espacial civil estadounidense). No albergaría humanos hasta que la base estuviera completamente a punto. Se afirma que la utilización de equipos de construcción robotizados, comandados por radio desde la Tierra, arroja unos costes diez veces inferiores. El único problema que presenta el proyecto, según los informes, radica en que otros científicos se siguen preguntando: «¿Para qué sirve?» Es una buena pregunta que se plantea en todas las naciones.
Probablemente, la primera misión humana a Marte resulte hoy demasiado costosa para que una nación la ponga en marcha por separado. Tampoco es positivo que un paso histórico de esas características sea asumido de forma unilateral por representantes de una pequeña fracción de la especie humana. Pero un proyecto de cooperación entre Estados Unidos, Rusia, Japón, la Agencia Espacial Europea, y quizá otras naciones, como China, podría resultar factible en un futuro no demasiado lejano. La estación espacial internacional habrá puesto a prueba nuestra capacidad para trabajar juntos en grandes proyectos de ingeniería espacial.
Actualmente, el coste de enviar un kilo de cualquier material no más lejos del nivel bajo de la órbita terrestre es equiparable al coste de un kilo de oro. Esa es, con seguridad, una razón de peso que tenemos para pisar las antiguas orillas de Marte. Los cohetes químicos de etapas múltiples constituyeron los medios que nos llevaron por primera vez al espacio y son lo que hemos venido usando desde entonces. Hemos intentado refinarlos, hacerlos más seguros, más fiables, más simples, más baratos. Pero no ha funcionado, o al menos no al ritmo que muchos habían esperado.
Por tanto, quizá exista un modo mejor: tal vez podrían emplearse cohetes de una sola etapa que pudieran poner sus cargas directamente en órbita; o quizá múltiples cargas pequeñas puedan dispararse mediante cañones o por cohetes desde aviones; a lo mejor la solución estriba en los estatorreactores supersónicos. Es posible que exista un método mucho mejor que no se nos haya ocurrido todavía. Si somos capaces de fabricar propelentes a partir del aire y del suelo de nuestros destinos en el espacio para el trayecto de regreso, la dificultad del viaje se vería considerablemente reducida.
Una vez arriba, en el espacio, viajando hacia los planetas, los cohetes no constituyen necesariamente el mejor medio para transportar grandes cargas de un lugar a otro, incluso contando con la ayuda gravitatoria. Hoy en día, nos servimos de unos cuantos impulsos de cohete en las primeras fases, así como para las correcciones posteriores a medio trayecto, y el resto del camino funcionamos a velocidad de crucero. Pero existen sistemas de propulsión iónica y nuclear/eléctrica que ejercen una pequeña y constante aceleración. O bien, como imaginó por primera vez el pionero ruso del espacio Konstantin Tsiolkovsky, podríamos emplear velas solares, una carabela de kilómetros de anchura avanzando por el vacío entre los mundos. Especialmente para viajes a Marte y más allá, dichos métodos resultan mucho mejores que los cohetes.
Al igual que sucede con muchas tecnologías, cuando algo parece que funciona, cuando es el primero de su clase, existe una tendencia natural a mejorarlo, a desarrollarlo, a explotarlo. Pronto se ha originado una inversión institucional de tales dimensiones en la tecnología original que, independientemente de lo defectuosa que sea, resulta muy difícil sustituirla por algo mejor. La NASA no dispone prácticamente de recursos para investigar tecnologías de propulsión alternativas. Ese dinero debería proceder de misiones a corto plazo, misiones que pueden proporcionar resultados palpables y aumentar el registro de éxitos de la institución. Invertir fondos en tecnologías alternativas puede dar sus frutos en una década o dos. He ahí una de las maneras en que el éxito a corto plazo puede sembrar las semillas del fracaso a largo plazo; algo muy parecido ocurre a veces en la evolución biológica. Pero, tarde o temprano, alguna nación —tal vez una que no realice enormes inversiones en tecnología marginalmente eficaz— desarrollará alternativas efectivas.
Incluso antes, si optamos por la vía de la cooperación, llegará un día —quizá en las primeras décadas del nuevo siglo y milenio— en que una nave espacial interplanetaria será ensamblada en la órbita terrestre, y el informativo de la noche nos brindará el progreso en todo su esplendor. Astronautas y cosmonautas, flotando en el aire como moscas, manejarán y acoplarán las partes prefabricadas. Finalmente la nave, comprobada y lista, será abordada por su tripulación internacional y lanzada a velocidad de escape. Durante todo el viaje hacia Marte y de regreso, las vidas de los miembros de la misión dependen unas de otras, un microcosmos de nuestras circunstancias reales aquí en la Tierra. Quizá la primera misión interplanetaria conjunta con tripulaciones humanas consistirá únicamente en acercarse u orbitar Marte. Con anterioridad, vehículos robot con freno aerodinámico, paracaídas y retrocohetes se habrán posado suavemente sobre la superficie del planeta para recoger muestras y mandarlas a la Tierra, así como para dejar suministros para exploradores futuros. En definitiva, tengamos o no razones coherentes e importantes, estoy convencido de que —a menos que nos autodestruyamos antes— llegará el día en que los seres humanos pisarán el planeta Marte. Se trata solamente de una cuestión de tiempo.