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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (33 page)

BOOK: Un punto azul palido
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Antes de haber decidido estas cuestiones, era absurdo aceptar cualquier cifra de coste para el programa. Por otra parte, estaba claro de todos modos que la SEI iba a resultar extraordinariamente cara. Por todas estas razones, el programa era de entrada un caballo retirado de competición. Nació muerto. La Administración Bush no efectuó ni una sola tentativa eficaz de invertir capital político para ponerlo en marcha.

A mí me parece que la lección está muy clara: puede que no haya manera de mandar seres humanos a Marte en un futuro comparativamente próximo, aun tratándose de algo que entra perfectamente dentro de nuestras capacidades tecnológicas. Los gobiernos no se gastan esas ingentes sumas de dinero solamente para fines científicos o para explorar. Necesitan otros motivos, y hacerlo ha de tener verdadero sentido político.

Quizá resulte imposible ir ahora, pero cuando por fin esté a nuestro alcance, la misión debe ser, en mi opinión, internacional desde el principio, con costes y responsabilidades equitativamente compartidos por todas las naciones en liza; el precio deberá ser razonable; el lapso de tiempo desde su aprobación hasta su lanzamiento deberá encajar dentro de plazos políticos prácticos y las agencias espaciales implicadas tendrán que demostrar su habilidad para organizar misiones de exploración pioneras con tripulaciones humanas, que resulten seguras y funcionen de acuerdo con los plazos establecidos, así como con los presupuestos. Si pudiéramos imaginar una misión así por menos de cien mil millones de dólares y en un plazo desde su aprobación a su lanzamiento de menos de quince años, quizá fuera factible. (En términos de coste, ello representaría solamente una fracción de los presupuestos espaciales civiles anuales de las naciones que hoy disponen de programas para el espacio.) Contando con freno aerodinámico, combustible y oxígeno para el viaje de vuelta fabricados a partir del aire de Marte, ahora parece que un presupuesto y un plazo de tiempo como los mencionados podrían ser verdaderamente realistas.

Cuanto más barata y más rápida sea la misión, mayores riesgos debemos estar dispuestos a asumir en lo que respecta a las vidas de los astronautas y cosmonautas de a bordo. Pero tal como ilustran, entre los numerosos ejemplos existentes, los samurais del Japón medieval, siempre es posible encontrar voluntarios competentes para misiones altamente peligrosas, en lo que es percibido como una gran causa. No hay presupuesto ni plazo de tiempo que resulte fiable cuando nos proponemos llevar a cabo algo a tan gran escala, algo que no se ha hecho nunca antes. Y cuanto más margen pidamos, mayores serán los costes y más tiempo tardaremos en llegar. Hallar el compromiso adecuado entre factibilidad política y éxito de la empresa puede resultar una cuestión bastante delicada.

E
L HECHO DE QUE ALGUNOS
lo hayamos soñado desde pequeños o de que parezca el objetivo más lógico de exploración a largo plazo no basta para justificar una expedición a Marte. Si estamos hablando de gastar todo ese dinero, deberemos justificar la inversión.

Hoy tenemos planteados otros problemas —necesidades nacionales claras y apremiantes— que no pueden ser solucionados sin la inversión de grandes sumas. Al mismo tiempo, el presupuesto federal discrecional se halla preocupantemente constreñido. La eliminación de venenos químicos y radiactivos, la eficacia energética, las alternativas a los carburantes fósiles, el declive de las tasas de innovación tecnológica, el colapso de las infraestructuras urbanas, la epidemia del SIDA, una endemoniada mezcla de cánceres, la indigencia, la malnutrición, la mortalidad infantil, la educación, el desempleo, la atención sanitaria... la lista es dolorosamente larga. Ignorarla pondría en peligro el bienestar de la nación. Un dilema similar se plantea en todas las naciones que tienen en marcha un programa espacial.

Buscar una solución para casi todas esas cuestiones podría costar cientos de miles de millones de dólares. Reparar la infraestructura costará varios billones de dólares. Las alternativas a la economía basada en los combustibles fósiles representan claramente una inversión mundial de varios billones, si es que podemos hacerlo. En ocasiones se nos dice que esos proyectos quedan más allá de nuestra capacidad de pago. ¿Cómo podemos entonces permitirnos el lujo de viajar a Marte?

Si el presupuesto federal de Estados Unidos (o los presupuestos de las restantes naciones de la carrera espacial) contara con un veinte por ciento más de fondos discrecionales, probablemente no tendría tantos cargos de conciencia a la hora de defender la oportunidad de una misión espacial tripulada con destino a Marte. Si, en cambio, dispusiera de un veinte por ciento menos de fondos, no creo que ni el más obcecado entusiasta de la aventura espacial se atreviera a abogar por una misión así. A buen seguro existe algún punto en que la economía nacional está atravesando tan terribles apuros que mandar personas a Marte resulta cuando menos inmoral. La cuestión es dónde debe colocarse el límite. Porque está claro que existe un límite, y todos y cada uno de los participantes en estos debates deberían estipular dónde debe situarse ese límite, qué fracción del producto nacional bruto dedicada al programa espacial lo transgrede. Y me gustaría que hiciéramos lo mismo con la partida de «defensa».

Las encuestas de opinión pública demuestran que muchos ciudadanos americanos creen que el presupuesto de la NASA es prácticamente equivalente al de defensa. En realidad, la totalidad del presupuesto de la NASA, incluyendo misiones espaciales humanas y robóticas, así como la aeronáutica, alcanza apenas el cinco por ciento del presupuesto norteamericano de defensa. ¿Qué cantidad invertida en defensa puede decirse que debilita realmente al país? Incluso en el caso de que la NASA fuera eliminada de raíz, ¿liberaríamos los fondos necesarios para solventar nuestros problemas nacionales?

L
OS VUELOS ESPACIALES TRIPULADOS EN GENERAL
—por no hablar de las expediciones a Marte— podrían ser defendidos con mayor facilidad si —como en los argumentos de Colón y de Enrique el Navegante, en el siglo XV— llevaran implícito un aliciente lucrativo.

Aun así no les resultó fácil. El cronista portugués Gomes Eanes de Zurara recoge la siguiente afirmación del príncipe Enrique el Navegante: «Le pareció a su alteza el infante que si él o algún otro príncipe no hacían el esfuerzo para alcanzar ese conocimiento, no habría marinero ni mercader que se atreviera a intentarlo jamás, pues está claro que ninguno de ellos se molestaría nunca en navegar hasta un lugar que no alberga una esperanza segura de extraer provecho.»

Se han adelantado algunos argumentos. El entorno de elevado vacío y baja gravedad o de radiación intensa del espacio cercano a la Tierra podría utilizarse, se dice, para usos comerciales. Este tipo de propuestas quedan en entredicho ante la siguiente incógnita: ¿podrían fabricarse en la Tierra productos comparables o mejores, si los fondos que pudieran destinarse a su desarrollo fueran equivalentes a los que se asignan al programa espacial? A juzgar por las pobres sumas de dinero que las empresas se han mostrado dispuestas a invertir en estas tecnologías —aparte de las que se dedican a la construcción de cohetes y naves espaciales—, las perspectivas, al menos actualmente, no prometen demasiado.

La idea de que materiales raros pudieran estar disponibles en otros lugares queda mitigada al tratarse de grandes cargamentos. Por lo que sabemos, en Titán puede haber océanos de petróleo, pero transportarlo hasta la Tierra resultaría muy caro. Los metales preciosos del grupo del platino pueden ser abundantes en determinados asteroides. Si pudiéramos traer esos asteroides a orbitar la Tierra, quizá podríamos extraerlos convenientemente. Pero, al menos por cuanto hace a un futuro previsible, eso parece peligrosamente imprudente, como me propongo describir más adelante en este libro.

En su clásica novela de ciencia ficción
The man who sold the moon
(«El hombre que vendió la Luna»), Robert Heinlein imaginó el motivo lucrativo como clave para los viajes espaciales. No había previsto, sin embargo, que la guerra fría vendería la Luna. Pero reconoció que un argumento lucrativo honesto sería difícil de encontrar. Por ello, Heinlein imaginó la superficie de la Luna salpicada de diamantes, para que futuros exploradores pudieran descubrirlos atónitos y desencadenar una «fiebre» del diamante. Entretanto, sin embargo, hemos traído muestras de la Luna y no hemos dado con ninguna pista que indique la presencia de diamantes de interés comercial.

No obstante, Kiyoshi Kuramoto y Takafumi Matsui, de la Universidad de Tokio, han estudiado cómo se formaron los núcleos centrales de hierro de la Tierra, Venus y Marte, y opinan que el manto (entre corteza y núcleo) de este último planeta debería ser rico en carbono, más rico que la Luna, Venus o la Tierra. A más de trescientos kilómetros de profundidad, las presiones deberían transformar el carbono en diamante. Sabemos que Marte ha estado geológicamente activo a lo largo de su historia. Los materiales que alberga su interior, a gran profundidad, habrían sido expulsados ocasionalmente hacia la superficie, y no solamente a través de los grandes volcanes. Así pues, sí parece posible que haya diamantes en otros mundos, si bien en Marte, no en la Luna. En qué cantidades, de qué calidad y tamaño y en qué lugares, no lo sabemos todavía.

El retorno a la Tierra de una nave espacial cargada de magníficos diamantes de muchos quilates provocaría, sin duda, la depreciación de dichas piedras (así como de las acciones de las corporaciones De Beers y General Electric). Pero dadas las aplicaciones ornamentales e industriales de los diamantes, quizá la caída de los precios se detuviera en un límite determinado. Es de suponer que las empresas afectadas darían con algún motivo para promocionar la exploración pionera de Marte.

La idea de que los diamantes de Marte puedan pagar la exploración de dicho planeta constituye, en el mejor de los casos, una conjetura a muy largo plazo, pero es también un ejemplo de cuan raras y valiosas sustancias pueden llegar a descubrirse en otros mundos. Aun así, sería una locura fiarse de ese tipo de contingencias. Si lo que pretendemos es justificar las misiones a otros mundos, tendremos que encontrar otras razones.

M
ÁS ALLÁ DE LA DISCUSIÓN
sobre ganancias y costes, incluso costes reducidos, debemos describir también los beneficios, si es que existen. Los defensores de las misiones humanas a Marte deben clarificar si, a largo plazo, las misiones que allí se dirijan tienen posibilidades de mitigar alguno de los problemas que nos acucian aquí. Consideremos el conjunto de justificaciones estándar y decidamos si las consideramos válidas, no válidas o preferimos no definirnos:

Las misiones humanas a Marte mejorarían de forma espectacular nuestro conocimiento del planeta, incluyendo la investigación acerca de su vida presente y pasada. Es probable que el programa incremente nuestra comprensión del entorno de nuestro propio planeta, como se ha empezado a vislumbrar gracias a las misiones robóticas. La historia de nuestra civilización demuestra que la búsqueda del conocimiento básico constituye la vía a través de la cual se han producido los descubrimientos prácticos más significativos. Las encuestas de opinión sugieren que la argumentación más popular en favor de la «exploración espacial» reside en «la mejora de los conocimientos». Pero
¿es
necesaria la presencia de seres humanos en el espacio para alcanzar dicho objetivo? Las misiones robóticas, de concedérseles alta prioridad nacional y estar equipadas con inteligencia mecánica mejorada, me parecen perfectamente capaces de responder, tan bien como los astronautas, a todas las cuestiones que deseemos plantearles, y quizá tan sólo por un diez por ciento del coste.

Se aduce también que se producirán efectos secundarios —enormes beneficios tecnológicos que de otro modo no verían la luz—, gracias a los cuales se incrementará nuestra competitividad internacional y mejorará nuestra economía doméstica. Pero ése es un argumento trillado: «Gaste ochenta mil millones de dólares (en dinero contemporáneo) para enviar a los astronautas del
Apolo
a la Luna y le obsequiaremos con una estupenda paella antiadherente.» Francamente, si lo que buscamos son paellas, podemos invertir directamente el dinero y ahorrar casi la totalidad de esos ochenta mil millones de dólares.

El argumento es también engañoso por otras razones, una de las cuales radica en que la tecnología Teflon de la DuPont se adelantó notablemente a la misión Apolo. Lo mismo ocurre con el marcapasos cardiaco, el bolígrafo, el Velero y otros supuestos descubrimientos paralelos del programa Apolo. (En una ocasión tuve oportunidad de hablar con el inventor del marcapasos cardiaco, quien casi sufre un accidente coronario mientras me describía la injusticia de lo que él percibió como un intento de la NASA de acaparar el mérito que correspondía a su persona.) Si hay determinadas tecnologías que necesitamos con urgencia, mejor gastar el dinero preciso para desarrollarlas. ¿Qué falta hace ir a Marte para conseguirlo?

Como es lógico, resultaría impensable que, con tanta tecnología nueva como requiere la NASA, no cayera de vez en cuando alguna migaja en la economía general, algunos inventos útiles aquí en casa. Por ejemplo, el zumo de naranja en polvo denominado Tang fue un producto del programa espacial tripulado, y también ha habido descubrimientos paralelos en el ámbito de los aparatos inalámbricos, los desfibriladores cardiacos implantados, los trajes con refrigeración líquida y la imagen digital, por mencionar unos cuantos. Pero éstos apenas justifican los viajes tripulados a Marte o la existencia de la NASA.

Podíamos ver el viejo motor del invento jadeando y resoplando en los días del declive de la Guerra de las Galaxias, en la era Reagan. «Los láser de rayos X movidos por bomba de hidrógeno en estaciones orbitales de combate contribuirán a perfeccionar la cirugía láser», nos vendían. Pero si necesitamos cirugía láser, si se trata de una importante prioridad nacional, aportemos de todos modos los fondos para desarrollarla. Dejemos aparte la Guerra de las Galaxias. La justificación por medio de los descubrimientos paralelos constituye un modo de admitir que el programa no se sostiene por sí solo, que no puede justificarse mediante el propósito por el que originalmente fue vendido.

En su día estaba bastante extendida la opinión, basada en modelos econométricos, de que por cada dólar invertido en la NASA se inyectaban muchos dólares en la economía norteamericana. Si este efecto multiplicador fuera más válido para la NASA que para la mayor parte de agencias gubernamentales, proporcionaría una potente justificación fiscal y social para el programa espacial. Los defensores de la NASA no fueron tímidos a la hora de echar mano de este argumento. No obstante, un estudio de 1994 de la Oficina de Presupuestos del Congreso reveló que eso era falso. Si bien es cierto que el gasto de la NASA beneficia a algunos sectores de producción de la economía norteamericana —especialmente a la industria aeroespacial—, no provoca un efecto multiplicador preferente. Asimismo, mientras el gasto de la NASA, ciertamente, crea o mantiene puestos de trabajo y ganancias, no lo hace de manera más eficaz que muchas otras agencias gubernamentales.

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