El principal argumento del oponente más importante al programa SETI —el senador Richard Bryan, de Nevada— fue el siguiente (del Registro del Congreso correspondiente al 22 de Septiembre de 1993):
Hasta ahora, el programa SETI de la NASA no ha encontrado nada. En realidad, todas las décadas de investigación SETI no han logrado dar con indicios confirmables de vida extraterrestre.
Incluso con la versión SETI actual de la NASA, no creo que muchos de sus científicos estuvieran dispuestos a garantizar que tenemos posibilidades de ver resultados tangibles en un futuro (previsible)...
La investigación científica raras veces, por no decir nunca, ofrece garantías de éxito —y yo lo comprendo—, y el verdadero alcance de los beneficios de este tipo de investigaciones suele desconocerse hasta muy entrado el proceso. Y acepto eso también.
Sin embargo, en el caso del programa SETI las posibilidades de éxito son tan remotas y los potenciales beneficios tan limitados, que existe escasa justificación para invertir doce millones de dólares de los contribuyentes en este programa.
Pero ¿cómo podemos «garantizar», antes de descubrir inteligencia extraterrestre, que vamos a dar con ella? Y, por otra parte, ¿cómo podemos saber que las probabilidades de éxito son «remotas»? Y si encontráramos inteligencia extraterrestre, ¿pueden ser los beneficios realmente «tan limitados»? Como sucede en todas las grandes aventuras de exploración, no sabemos lo que vamos a encontrar, ni tampoco la probabilidad que tenemos de dar con ello. Si lo supiéramos, ya no sería necesario que buscáramos.
El SETI es uno de esos programas de investigación que irritan a los que persiguen siempre unas tasas coste/beneficios bien definidas. Si va a encontrarse realmente inteligencia extraterrestre, cuánto tiempo será necesario para ello y cuánto va a costar en términos económicos son factores que desconocemos. Los beneficios podrían ser enormes, pero ni siquiera de eso podemos estar seguros. Naturalmente, sería una temeridad invertir una fracción mayor del tesoro nacional en aventuras de este tipo, pero me pregunto si las civilizaciones no podrían ser calibradas por el hecho de si prestan
alguna
atención a intentar solucionar las grandes cuestiones.
A pesar de estos reveses, un esforzado grupo de científicos e ingenieros, concentrados en el Instituto SETI en Palo Alto, California, ha decidido seguir adelante, con la participación del gobierno o sin ella. La NASA ha dado su permiso para emplear los equipos que ya habían sido pagados; los capitanes de la industria electrónica han donado unos cuantos millones de dólares; al menos está disponible un radiotelescopio apropiado y las fases iniciales de éste, el más grande de los programas SETI, están en marcha. Si es capaz de demostrar que se puede llevar a cabo un estudio útil del cielo sin ser inundados por ruidos de fondo —y especialmente si, como parece probable después de la experiencia META, existen señales candidatas sin explicación plausible— quizá el Congreso cambie de opinión una vez más y subvencione el proyecto.
Entretanto, Paul Horowitz ha sacado un nuevo programa —distinto del META y de lo que estaba haciendo la NASA— denominado BETA. BETA equivale a
«Billion-channel ExtraTerrestrial Assay»
(«Ensayo extraterrestre de los mil millones de canales»). Combina la sensibilidad de la banda estrecha con la amplia cobertura de frecuencias y una ingeniosa manera de verificar señales en cuanto son detectadas. Si la Sociedad Planetaria consigue encontrar apoyo adicional, este sistema —mucho más barato que el anterior programa de la NASA— estará pronto en el aire.
¿M
E GUSTARIA CREER QUE
con el META hemos interceptado transmisiones de otras civilizaciones ahí fuera, en la oscuridad, diseminadas por la inmensidad de la galaxia Vía Láctea? Sin duda alguna. Después de décadas de reflexión y estudio de este problema, naturalmente me encantaría. Un descubrimiento como ése sería emocionante para mí. Lo cambiaría todo. Tendríamos noticia de otros seres, independientemente evolucionados durante miles de millones de años, que tal vez contemplaran el universo de un modo muy distinto, quizá más ingenioso y, ciertamente, nada humano. ¿Cuántas cosas saben que nosotros desconocemos?
Para mí, la ausencia de señales, el hecho de que nadie nos esté llamando, constituye una perspectiva muy deprimente. «El silencio completo —dijo Jean-Jacques Rousseau en un contexto distinto— induce a la melancolía; es una imagen de la muerte.» Pero yo estoy de acuerdo con Henry David Thoreau: «¿Por qué habríamos de sentirnos solos? ¿Acaso no se encuentra nuestro planeta en la Vía Láctea?»
Darnos cuenta de que existen otros seres y que, tal como requiere el proceso evolutivo, deben ser muy diferentes de nosotros, comportaría una implicación impresionante: sean cuales sean las diferencias que nos dividen aquí en la Tierra, son del todo triviales comparadas con las diferencias entre cualquiera de nosotros y cualquiera de ellos. Tal vez no sea más que una conjetura aventurada, pero el descubrimiento de inteligencia extraterrestre podría jugar un papel importante en la unificación de nuestro litigante y dividido planeta. Sería la última de las grandes degradaciones, un rito de transición para nuestra especie y un acontecimiento que transformaría la antigua búsqueda de nuestro lugar en el universo.
En nuestra fascinación por el SETI, podríamos sentirnos tentados de sucumbir a las creencias; pero eso sería autoindulgente e imprudente. ¿Debemos renunciar a nuestro escepticismo solamente frente a evidencias sólidas como la roca? La ciencia exige una cierta tolerancia frente a la ambigüedad. Cuando nos sentimos ignorantes nos negamos a creer. Cualquier molestia que pueda generar la incertidumbre sirve a un propósito más elevado: nos conduce a acumular mejores datos. En esta actitud reside la diferencia entre la ciencia y tantas otras cosas. La ciencia ofrece pocas emociones baratas. Los criterios de la evidencia son rigurosos. Pero, si los seguimos, nos permiten ver muy lejos, siendo incluso capaces de iluminar una profunda oscuridad.
La escalera del cielo ha sido desplegada para él, para que pueda ascender por ella hasta el cielo. Oh dioses, colocad vuestros brazos bajo el rey: levantadle, izadle hacia el cielo.
¡Hacia el cielo! ¡Hacia el cielo!
Himno a un faraón muerto (Egipto, aprox. 2600 a. J.C.)
C
uando mis abuelos eran niños, la luz eléctrica, el coche, el avión y la radio eran avances tecnológicos asombrosos, las maravillas de la época. Sobre ellos se escuchaban historias alucinantes, pero no había ni un solo ejemplar en aquel pequeño pueblo del Imperio austrohúngaro, a orillas del río Bug. Pero en esa misma época, hacia fines del siglo pasado, hubo dos hombres que previeron otras invenciones mucho más ambiciosas, Konstantin Tsiolkovsky, el teórico, un maestro de escuela al borde de la sordera, oriundo del lóbrego pueblo ruso de Kaluga, y Robert Goddard, el ingeniero, profesor en un
college
americano casi igual de lóbrego, del estado de Massachusetts. Los dos soñaban en utilizar cohetes para viajar a los planetas y a las estrellas. Paso a paso fueron desarrollando los principios físicos fundamentales y muchos de los detalles relacionados con su sueño. Sus máquinas fueron tomando forma paulatinamente. A la larga, su sueño se revelaría contagioso.
En su época, la idea de estos pioneros fue considerada vergonzosa, un síntoma claro de algún oscuro trastorno mental. Goddard se encontró con que el mero hecho de mencionar un viaje a otros mundos le dejaba en ridículo, y no se atrevió a publicar, ni siquiera a exponer en público, su visión a largo plazo de los vuelos con destino a las estrellas. Cuando eran adolescentes, ambos tuvieron visiones epifanales sobre vuelos espaciales, visiones que ya nunca los abandonarían. «Todavía tengo sueños en los que surco el cielo en mi máquina, con rumbo a las estrellas —escribió Tsiolkovsky en el ecuador de su vida—. Resulta difícil trabajar siempre solo durante tantos años, en condiciones adversas, sin una chispa de esperanza y sin ninguna ayuda.» Muchos de sus contemporáneos pensaban realmente que estaba loco. Los que «sabían más» de física que Tsiolkovsky y Goddard —incluyendo a
The New York Times
en un descalificador artículo editorial del que no se retractaría hasta los albores de la misión del
Apolo 11
— insistieron en que los cohetes no funcionarían en el vacío, que la Luna y los planetas quedarían eternamente fuera del alcance de los seres humanos.
Una generación más tarde, inspirado por Tsiolkovsky y Goddard, Wernher von Braun construía el primer cohete capaz de llegar a los bordes del espacio, el V-2. Pero, en una de esas ironías de las que el siglo XX está repleto, Von Braun lo llevó a cabo por encargo de los nazis, como un instrumento para la matanza indiscriminada de civiles, como un «arma al servicio de la venganza» en poder de Hitler, con las fábricas de cohetes movidas por mano de obra sometida a la esclavitud, exigiendo la construcción de cada cohete indecibles sufrimientos humanos, y con el propio Von Braun convertido en oficial de las SS. «Teníamos la Luna por objetivo, pero en su lugar alcanzamos Londres», bromeaba sin inmutarse.
Una generación más tarde, basándonos en el trabajo de Tsiolkovsky y Goddard y superando el genio de Von Braun, conseguimos llegar al espacio, circunnavegar silenciosamente la Tierra y pisar la antigua y desolada superficie lunar. Nuestras máquinas —cada vez más competentes y autónomas— se han extendido por el sistema solar, descubriendo nuevos mundos, examinándolos a conciencia, buscando vida en ellos y comparándolos con la Tierra.
Ésa es una de las razones por las que, en una perspectiva astronómica amplia, hay algo de realmente trascendental en el «ahora», que podemos definir como los pocos siglos centrados en el año en que el lector está leyendo este libro. Y hay todavía una segunda razón: es la primera vez en la historia de nuestro planeta en que una especie se ha convertido en un peligro para sí misma y para un enorme número de otras especies, a consecuencia de sus propias acciones voluntarias. Recordemos cómo:
En el embarullado campo de los desacreditados chauvinismos autocongratulatorios, solamente hay uno que parece sostenerse, un aspecto en el que «somos especiales: a causa de nuestras acciones o inacciones y del uso indebido de nuestra tecnología, vivimos en un momento extraordinario, al menos para la Tierra; es la primera vez que una especie se ha vuelto capaz de autodestruirse. Pero también es la primera vez, recordémoslo, que una especie se ha vuelto capaz de viajar a los planetas y a las estrellas. Ambos acontecimientos, que ha hecho posibles la misma tecnología, coinciden en el tiempo, unos pocos siglos en la historia de un planeta de 4500 millones de años de antigüedad. Si nos dejaran caer en la Tierra al azar, en algún momento del pasado o del futuro, las posibilidades de llegar en este momento crítico serían inferiores a uno entre diez millones. Nuestro poder de influencia sobre el futuro es elevado en este preciso momento.
Podría tratarse de una progresión corriente, que podría tener lugar en muchos mundos: un planeta recién formado gira plácidamente alrededor de su estrella; la vida emerge con lentitud; una procesión calidoscópica de criaturas va evolucionando; surge la inteligencia, que, al menos hasta cierto punto, confiere un enorme valor de supervivencia; y entonces se inventa la tecnología. Se empieza a comprender que hay cosas tales como las leyes de la Naturaleza, que estas leyes pueden revelarse por la vía del experimento y que el conocimiento de las mismas puede emplearse tanto para salvar como para eliminar vidas, ambas cosas a una escala sin precedentes. La ciencia, reconocen, garantiza inmensos poderes. En un abrir y cerrar de ojos crean dispositivos que pueden alterar el mundo. Algunas civilizaciones planetarias encuentran el camino, establecen límites sobre lo que se puede y lo que no se debe hacer, y logran superar con éxito la época de los peligros. Otras, menos afortunadas o prudentes, perecen en el intento.