Supongamos que, a principios del siglo XXII, disponemos de vehículos para el transporte de cargas pesadas comparativamente económicos, de modo que podemos llevar grandes cargamentos hasta otros mundos; reactores de fusión abundantes y potentes, y también una ingeniería genética bien desarrollada. Las tres suposiciones entran dentro de lo probable, a juzgar por las tendencias actuales. ¿Podríamos abordar la terraformación de los planetas?
Jack Williamson, profesor emérito de inglés de la Universidad Oriental de Nuevo México, me escribió a sus ochenta y cinco años diciendo que estaba «sorprendido de comprobar lo lejos que ha llegado ya la ciencia» desde que él sugiriera por primera vez la terraformación. Estamos acumulando la tecnología que un día podrá hacerla posible, pero actualmente todo lo que tenemos son sugerencias, muchísimo menos revolucionarias que las ideas originales de Williamson.
James Pollack, del Centro de Investigación, Ames, de la NASA, y yo estudiamos este problema. He aquí un resumen de nuestras conclusiones:
VENUS: Claramente, el problema de Venus es su masivo efecto invernadero. Si pudiéramos reducirlo casi a cero, el clima resultante sería suave. Pero una atmósfera de 90 bares de CO
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es opresivamente densa. Sobre cada cuadrito de superficie del tamaño de un sello de correos, el aire pesa tanto como seis jugadores profesionales de fútbol colocados uno encima de otro. Hacer desaparecer todo eso nos va a dar bastante quehacer.
Imaginemos que bombardeamos Venus con cometas y asteroides. Cada impacto se llevaría por delante algo de atmósfera. Pero hacerla desaparecer casi por completo requeriría agotar más asteroides grandes y cometas de los que existen, al menos en la porción planetaria del sistema solar. Aunque existiera esa enorme cantidad de potenciales proyectiles, aunque fuéramos capaces de lanzarlos todos contra Venus (ésta sería la forma «supermegadestructiva» de abordar el problema de la amenaza de los impactos), pensemos en lo que habríamos perdido. Quién sabe qué maravillas, qué conocimientos prácticos podrían contener. Asimismo, borraríamos gran parte de la hermosa geología superficial de Venus, que precisamente ahora estamos empezando a comprender y puede enseñarnos muchas cosas acerca de la Tierra. Éste es un ejemplo de terraformación a lo bruto. Sugiero que prescindamos por completo de esos métodos, incluso si algún día podemos permitírnoslos (cosa que dudo mucho). Nos conviene algo más elegante, más sutil, más respetuoso con el medio ambiente de otros mundos. La solución microbiana tiene algunas de esas virtudes, pero no resuelve el problema, como ya hemos visto.
También cabe imaginar la pulverización de un asteroide oscuro y la diseminación del polvo por la atmósfera superior de Venus, o bien la extracción de ese polvo de la misma superficie del planeta. Ese sería el equivalente físico al invierno nuclear o al clima posterior al impacto del cretáceo-terciario. Si la luz solar que alcanza el suelo está lo suficientemente atenuada, la temperatura de la superficie debe caer. Pero por su propia naturaleza, esta opción sumiría a Venus en una profunda oscuridad, con niveles de luz diurna equiparables como mucho a los de una noche iluminada por la Luna sobre la Tierra. Por otra parte, la opresiva y aplastante atmósfera de 90 barios permanecería intacta. Dado que el polvo inyectado iría sedimentando con los años, la capa de polvo debería ser renovada en ese mismo plazo de tiempo. Puede que dicha opción fuera aceptable para misiones de exploración de corta duración, pero el entorno generado parece demasiado severo para el mantenimiento de una comunidad humana permanente sobre Venus.
Otra posibilidad sería emplear una sombra artificial gigante, en órbita alrededor de Venus, para enfriar su superficie, pero saldría extraordinariamente caro y además presentaría muchas de las deficiencias de la opción de la capa de polvo. Sin embargo, si se pudiera lograr que las temperaturas bajasen lo suficiente, el CO
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de la atmósfera se precipitaría en forma de lluvia. Entonces se produciría un periodo transicional de océanos de CO
2
sobre Venus. Si se pudiera tapar luego esos océanos para evitar que se evaporasen —por ejemplo mediante océanos de agua conseguidos a base de fundir una gran luna de hielo, transportada desde el sistema solar exterior—, entonces es de suponer que podría separarse el CO
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y Venus se convertiría en un planeta de agua (o de seltz poco gaseoso). También se ha sugerido convertir el CO
2
en rocas de carbonato.
En cualquier caso, todas estas propuestas para la terraformación de Venus insisten en el empleo de la fuerza bruta, son poco elegantes y absurdamente caras. La metamorfosis planetaria deseada podría estar fuera de nuestro alcance durante largo tiempo, aunque nosotros pensáramos que es deseable y responsable llevarla a cabo. La colonización asiática que Jack Williamson imaginó para el planeta Venus quizá tenga que ser reorientada hacia otro lugar.
MARTE: En el caso de Marte se nos presenta justamente el problema contrario. No hay
suficiente
efecto invernadero. Ese planeta es un desierto helado. Pero el hecho de que Marte parece haber disfrutado de una gran profusión de ríos, lagos y quizá incluso océanos cuatro mil millones de años atrás —en una época en que el Sol era menos brillante de lo que es hoy— nos induce a preguntarnos si su clima no presenta algún tipo de inestabilidad natural, alguna reacción violenta que, una vez desencadenada, devolvería por sí sola al planeta a su pasado estado de clemencia climática. (Digamos desde el principio que actuar sobre el planeta significaría destruir los accidentes geológicos de Marte, que encierran datos clave sobre su pasado, especialmente el terreno polar laminado.)
Como muy bien sabemos por la Tierra y por Venus, el anhídrido carbónico es un gas de invernadero. En Marte hay minerales de carbonato, así como hielo seco en una de las capas polares. Podrían ser convertidos en gas CO
2
. No obstante, generar un efecto invernadero de escala suficiente como para conseguir temperaturas confortables sobre Marte requeriría revolver toda la superficie de Marte y procesarla hasta una profundidad de kilómetros. Aparte de los intimidatorios obstáculos que ello representaría para la ingeniería práctica —con energía de fusión o sin ella— y de los inconvenientes para cualquier sistema ecológico cerrado que los humanos hubieran podido establecer de antemano sobre el planeta, esta opción comportaría también la irresponsable destrucción de una fuente científica de primer orden, de la magnífica base de datos que ofrece la superficie de Marte.
Y ¿qué hay de los gases de invernadero? Podríamos transportar a Marte clorofluorocarbonos (CFC o HCFC) fabricados en la Tierra. Estas sustancias artificiales no se encuentran, por lo que sabemos, en ninguna otra parte del sistema solar. Ciertamente, podemos imaginarnos muy bien fabricando suficientes CFC en la Tierra como para calentar la superficie de Marte, pues
accidentalmente,
en unas pocas décadas con la tecnología presente sobre la Tierra, nos las hemos ingeniado para sintetizar una cantidad suficiente como para contribuir al calentamiento global de nuestro propio planeta. Sin embargo, el transporte de estos gases a Marte saldría caro: incluso empleando cohetes del tipo Saturn V o Energiya, ello requeriría al menos un lanzamiento diario durante un siglo. Aunque quizá también pudieran fabricarse esos gases a partir de minerales marcianos que contuvieran fluorina.
Existe además un serio inconveniente: en Marte, al igual que en la Tierra, una abundancia de CFC impediría la formación de una capa de ozono. Los CFC podrían hacer soportables las temperaturas de Marte, pero garantizarían, por otra parte, que el peligro ultravioleta procedente del Sol fuera extremadamente grave. Tal vez la luz solar ultravioleta pudiera ser absorbida por una capa atmosférica de escombros pulverizados —ya fueran éstos de origen asteroidal o de la propia superficie—, inyectados en cantidades cuidadosamente tituladas por encima de los CFC. Pero ahora nos encontramos ante la problemática circunstancia de tener que afrontar efectos secundarios que se propagan, cada uno de los cuales requiere su propia solución tecnológica a gran escala.
Un tercer gas de invernadero susceptible de calentar Marte es el amoniaco (NH
3
). Solamente un poco de amoniaco sería suficiente para calentar la superficie de Marte por encima del punto de congelación del agua. En principio, ello podría hacerse mediante microorganismos creados por ingeniería genética especialmente para tal fin, que convertirían el N
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de la atmósfera de Marte en NH
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, tal como hacen en la Tierra algunos microbios, aunque en este caso lo harían bajo las condiciones de Marte. O bien esa misma conversión podría llevarse a cabo en fábricas especiales. Alternativamente, el nitrógeno requerido podría ser llevado a Marte desde alguna otra parte del sistema solar. (El N
2
es el constituyente principal en las atmósferas de la Tierra y de Titán.) La luz ultravioleta convertiría de nuevo el amoniaco en N
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en un plazo de unos treinta años, de modo que sería necesario un continuo reabastecimiento de NH
3
.
Una combinación sensata de los efectos de invernadero por CO
2
, CFC y NH
3
sobre Marte parece que podría ser capaz de llevar las temperaturas lo suficientemente cerca del punto de congelación del agua como para que pudiera empezar la segunda fase de la terraformación, la elevación suplementaria de las temperaturas debida a una cantidad sustancial de vapor de agua en el aire, la producción generalizada de O
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a cargo de plantas fabricadas por ingeniería genética y el ajuste fino del medio ambiente en la superficie del planeta. Se podría establecer en Marte microbios, plantas más grandes y animales antes de que el medio ambiente global fuera apropiado para colonizadores humanos sin protección. La terraformación de Marte es mucho más fácil que la de Venus. Pero sigue resultando muy cara con los criterios actuales y destructiva del entorno medioambiental. Sin embargo, si hubiera justificación suficiente, tal vez la terraformación de Marte podría estar en marcha hacia el siglo XXII.
LAS LUNAS DE JÚPITER Y SATURNO: La terraformación de satélites de los planetas jovianos presenta grados diversos de dificultad. Quizá el más fácil de abordar sea Titán. Ya posee una atmósfera, compuesta principalmente de N
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como la de la Tierra, y se halla mucho más cercano a las presiones atmosféricas terrestres que Venus o Marte. Por si fuera poco, importantes gases de invernadero como el NH
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y el H
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O se encuentran, casi con seguridad, congelados en su superficie. La fabricación de gases de invernadero incipientes que no se congelaran a las temperaturas actuales de Titán, más un calentamiento directo de su superficie por fusión nuclear podrían, al parecer, ser los primeros pasos clave para abordar un día la terraformación de Titán.
S
I TUVIERAMOS UNA RAZÓN DE PESO
para terraformar otros mundos, estos grandes proyectos de ingeniería podrían ser factibles en el plazo de tiempo antes mencionado; los asteroides, con seguridad; Marte, Titán y otras lunas de los planetas exteriores, posiblemente; y Venus, probablemente no. Pollack y yo nos dimos cuenta de que hay gente que encuentra poderosamente atractiva la idea de hacer habitables para los seres humanos otros mundos del sistema solar, así como el hecho de establecer allí observatorios, bases de exploración, comunidades y hogares. Debido a su historia de colonización, esa idea parece particularmente natural y atractiva en Estados Unidos.
De todos modos, la alteración masiva de los entornos medioambientales de otros mundos solamente puede llevarse a cabo de forma competente y responsable, en caso de que se disponga de unos conocimientos mucho más profundos que los actuales acerca de esos lugares. Los defensores de la terraformación deberán convertirse primero en defensores de una concienzuda exploración científica a largo plazo de otros mundos.
Tal vez cuando comprendamos realmente las dificultades de la terraformación, los costes o los daños medioambientales se revelarán demasiado importantes y rebajaremos nuestras visiones de ciudades cubiertas por cúpulas o subterráneas, o cualesquiera otros sistemas ecológicos cerrados y locales en otros mundos, versiones muy mejoradas de Biosfera II. Quizás abandonaremos el sueño de convertir las superficies de otros mundos en algo parecido a la Tierra. O puede también que haya soluciones mucho más elegantes, con una mejor relación coste/efecto y más responsables desde el punto de vista medioambiental para llevar a cabo la terraformación, que no se nos hayan ocurrido todavía.
Si realmente queremos tirar adelante el asunto, debemos plantearnos determinadas cuestiones: dado que toda opción para la terraformación está sujeta a un balance de costes y beneficios, ¿hasta qué punto podemos estar seguros antes de proceder de que no destruiremos con ello información científica clave? ¿Qué grado de comprensión necesitamos del mundo en cuestión antes de poder fiarnos de la ingeniería planetaria para producir el resultado final deseado? ¿Podemos garantizar un compromiso humano a largo plazo para mantener y reabastecer un mundo prefabricado, teniendo en cuenta que las instituciones políticas humanas tienen una vida tan corta? Si un mundo se supone inhabitado —o tal vez habitado únicamente por microorganismos—, ¿tenemos derecho los seres humanos a alterarlo? ¿Cuál es nuestro grado de responsabilidad en la conservación en sus actuales estados salvajes de los mundos del sistema solar para generaciones futuras, que tal vez contemplen usos que hoy somos demasiado ignorantes para descubrir? Estos interrogantes podrían condensarse quizá en una pregunta final: nosotros, que hemos convertido este mundo en un mayúsculo embrollo, ¿somos realmente dignos de que nos sean confiados otros mundos?
Cabe la posibilidad de que algunas de las técnicas que podrían servir para la terraformación de otros mundos pudieran ser aplicadas para mitigar el daño que le hemos hecho al nuestro. Considerando las urgencias relativas, una indicación útil acerca de cuándo vamos a estar preparados para considerar seriamente la terraformación apunta a que lo estaremos cuando hayamos puesto en orden nuestro propio mundo. Podemos considerarlo como un test para medir la profundidad de nuestra comprensión y de nuestro compromiso. El primer paso para abordar la manipulación del sistema solar reside en garantizar la habitabilidad de la Tierra.