Tenemos tendencia a minimizar los peligros de las nuevas tecnologías. Un año antes del desastre de Chernobyl, un ministro comisionado de la industria nuclear soviética fue preguntado sobre la seguridad de los reactores nucleares en su país, y eligió Chernobyl como un ejemplo de seguridad. El plazo medio de tiempo hasta el desastre, estimó confiado, era de cien mil años. Pero antes de que transcurriera un año... llegó la devastación. Similares garantías de seguridad fueron ofrecidas por contratistas de la NASA el año anterior al desastre del
Challenger:
según sus estimaciones, habría que esperar diez mil años para que se produjera un fallo de consecuencias catastróficas en el transbordador. Pero al cabo de un año... llegó la angustia.
Los clorofluorocarbonos (CFC) fueron específicamente desarrollados como un refrigerante ciento por ciento seguro, con la intención de reemplazar al amoniaco y otros refrigerantes que, al filtrarse, habían causado enfermedades y algunas muertes. Químicamente inertes, no tóxicos (en concentraciones normales), inodoros, insípidos, no alergénicos y no inflamables, los CFC representan una brillante solución técnica para un problema práctico bien definido. Encuentran empleo en muchas otras industrias, aparte de la refrigeración y el aire acondicionado. Sin embargo, como he descrito anteriormente, los químicos que los desarrollaron pasaron por alto un hecho esencial: que el elevado grado de inercia de las moléculas garantiza que circulen hasta altitudes estratosféricas, donde son descompuestas por la luz solar liberando átomos de clorina que atacan la capa protectora de ozono. Gracias al trabajo de unos pocos científicos, puede que los peligros se hayan reconocido y prevenido a tiempo. Hoy los humanos hemos frenado prácticamente del todo la producción de CFC. No obstante, no sabremos si hemos conseguido evitar un perjuicio real hasta dentro de un siglo, más o menos; ése es el tiempo que tardará en completarse todo el daño que esos gases puedan haber causado. Al igual que los antiguos habitantes de Camarina, hemos cometido errores.
Naturalmente, la tecnología poderosamente devastadora que hemos inventado en los últimos tiempos nos ha acarreado un amplio abanico de otros problemas. Pero, en la mayoría de los casos, no se trata de desastres al estilo del de Camarina: malo si lo hacemos y malo si no lo hacemos. Son más bien dilemas de conocimiento o de plazo: por ejemplo, la equivocada elección, entre otras muchas alternativas posibles, de un refrigerante o principio físico para la refrigeración.
No sólo ignoramos con frecuencia los vaticinios de los oráculos, sino que por lo general ni siquiera nos molestamos en consultarlos.
La idea de traer asteroides a la órbita terrestre se ha revelado atractiva para algunos científicos espaciales y planificadores del futuro, que acarician la posibilidad de explotar los recursos minerales y de metales preciosos que puedan contener esos mundos o de proveer materiales para la construcción de infraestructura espacial sin necesidad de luchar con la gravedad terrestre para ir a buscarlos ahí arriba. Se han publicado artículos sobre cómo llevarlo a cabo y acerca de cuáles pueden ser los beneficios. En discusiones recientes se ha hablado de insertar el asteroide en órbita alrededor de la Tierra, haciéndolo pasar primero a través de la atmósfera terrestre, que lo frenaría, una maniobra con escaso margen de error. En mi opinión, para un futuro cercano debemos reconocer que todo ese esfuerzo resultaría extraordinariamente peligroso y arriesgado, en especial si se trata de cuerpos de metal de más de unas decenas de metros de diámetro. Es ése el tipo de actividad donde los errores de navegación, propulsión o diseño de la misión pueden acarrear las consecuencias más destructivas y catastróficas.
Los ejemplos precedentes ilustran el peligro que se derivaría de un descuido. Pero existe otro tipo de peligro: en ocasiones se nos intenta convencer de que no es posible que este o ese otro invento se utilicen de forma indebida. Se aduce que nadie sería tan temerario como para hacerlo. Es el típico argumento del «loco de la colina». Cada vez que lo escucho (y sale con frecuencia a colación en este tipo de debates), me recuerdo a mí mismo que los locos existen de verdad. En ocasiones consiguen alcanzar las cotas más altas del poder en las naciones desarrolladas. Vivimos en el siglo de Hitler y de Stalin, tiranos que supusieron el más grave de los peligros, no solamente para la familia humana en general, sino también para su propia gente. Durante el invierno y la primavera de 1945, Hitler ordenó la destrucción de Alemania —«incluso lo más elemental para la supervivencia del pueblo»— porque los alemanes que todavía vivían le habían «traicionado» y eran muy «inferiores» a los que ya habían muerto. Si Hitler hubiera tenido a su disposición armas nucleares, la amenaza de un contragolpe de las armas nucleares aliadas, de haber sido posible, probablemente no le habría disuadido, sino al contrario, le habría espoleado.
¿Somos dignos los humanos de que nos sean confiadas tecnologías que amenazan nuestra civilización? Si la probabilidad de que gran parte de la población humana perezca a causa de un impacto en el siglo próximo es de casi una entre mil, ¿no es más probable que la tecnología de desvío de asteroides caiga en manos inapropiadas dentro de un siglo más; en manos de algún sociópata misantrópico, como Hitler o Stalin, deseoso de cargarse a todo el mundo, o de un megalomaniaco ansioso de «grandeza» y «gloria», de una víctima de la violencia étnica con afán de venganza, de alguien que se debate en las garras de un envenenamiento por testosterona inusualmente severo, de algún fanático religioso tratando de precipitar el día del Juicio Final o, simplemente, de técnicos incompetentes o insuficientemente vigilantes a la hora de manejar los controles y los dispositivos de seguridad? Realmente existe gente así. Los riesgos parecen mucho más importantes que los beneficios, el remedio peor que la enfermedad. La nube de asteroides cercanos a través de la cual avanza laboriosamente nuestro planeta puede constituir un pantano de Camarina moderno.
Es fácil pensar que el uso indebido sería altamente improbable, mera fantasía temerosa. Seguro que ganarían las mentes sobrias, nos diríamos. Pensemos en cuánta gente habría involucrada en la preparación y lanzamiento de las cabezas nucleares, en la navegación espacial, en la detonación de las bombas, en la comprobación de la perturbación nuclear que ha causado cada una de las explosiones, en la conducción del asteroide para que adopte una trayectoria de impacto con la Tierra, etcétera. ¿Acaso no es remarcable que, a pesar de que Hitler diera órdenes a las tropas nazis para que incendiaran París en su retirada y destruyeran la propia Alemania, éstas no fueran cumplidas? A buen seguro, alguien esencial para el éxito de la misión de desvío reconocería el peligro a tiempo. Aunque se asegurara que el proyecto iba encaminado a la destrucción de alguna vil nación enemiga, probablemente no se lo creerían, porque los efectos de la colisión son susceptibles de afectar al planeta entero (y, de todos modos, sería muy difícil asegurar que el asteroide fuera a excavar su cráter monstruo en una nación que lo tuviera particularmente merecido).
Pero ahora imaginemos, no un estado totalitario invadido por tropas enemigas, sino un floreciente estado independiente. Imaginemos una tradición en que las órdenes fueran cumplidas sin ser cuestionadas. Imaginemos que a las personas implicadas en la operación se les contara una mentira encubridora: que el asteroide iba a colisionar con la Tierra y ellos debían desviarlo, pero, para no preocupar innecesariamente a la población, la operación debería llevarse a cabo en secreto. En un ambiente militar con una jerarquía de mandos firmemente establecida, distribución selectiva de la información, ocultación general y, además, una mentira encubridora, ¿podemos confiar en que la orden fuera desobedecida, por muy apocalíptica que pareciera? ¿Podemos estar seguros de que en las próximas décadas, siglos y milenios no va a suceder una cosa así? ¿Hasta qué punto?
Ni que decir tiene que todas las tecnologías pueden emplearse con fines benévolos y malévolos. Eso, desde luego, es verdad, pero cuando los fines «malévolos» alcanzan una escala lo suficientemente apocalíptica, quizás tengamos que poner límites al tipo de tecnologías que podemos desarrollar. (En cierto modo ya lo estamos haciendo, porque no podemos permitirnos llevarlas todas adelante. Algunas se ven favorecidas y otras no.) O, de otro modo, la comunidad de naciones deberá poner freno a los locos, a los autárquicos y al fanatismo.
La localización de cometas y asteroides es prudente, es un buen objetivo científico y no resulta demasiado cara. Pero, conociendo nuestras debilidades, ¿por qué íbamos ahora siquiera a considerar el desarrollo de la tecnología necesaria para desviarlos? En aras de la seguridad, ¿debemos imaginar esa tecnología en manos de muchas naciones, cada una de las cuales aportaría su dosis de control y equilibrio contra un mal uso de la misma por parte de otra? Esto no es comparable al viejo equilibrio nuclear del terror. Un loco que intente provocar una catástrofe global no va a echarse atrás por el hecho de saber que si no se da prisa, un rival puede cogerle la delantera. ¿Hasta qué punto podemos confiar en que la comunidad de naciones será capaz de detectar el desvío clandestino e inteligentemente diseñado de un asteroide con el tiempo suficiente como para evitarlo? En el caso de que se desarrollara una tecnología así, ¿podría establecerse una salvaguarda internacional que presentara un grado de fiabilidad acorde con el riesgo?
Aunque nos restringiéramos a una mera vigilancia, el riesgo persistiría. Imaginemos que dentro de una generación averiguamos las características de las órbitas de treinta mil objetos de cien metros de diámetro o más, y que esa información es hecha pública, como naturalmente debe ser. Se darían a conocer una serie de mapas, que reflejarían el negro espacio que rodea la Tierra con las órbitas de asteroides y cometas, treinta mil espadas de Damocles colgando sobre nuestra cabeza, diez veces más que el número de estrellas visibles a simple vista, en condiciones de óptima claridad atmosférica. La ansiedad pública sería mucho mayor en una época así, marcada por el conocimiento, que en nuestra actual época de ignorancia. Ello podría tener como consecuencia una insostenible presión del público para que se desarrollaran métodos destinados a mitigar amenazas, incluso imaginarias, que alimentarían por su parte el peligro de que se hiciera un mal uso de la tecnología de desvío de asteroides. Es por esa razón que la detección y seguimiento de asteroides puede no ser una mera herramienta neutral de la política futura, sino más bien una trampa explosiva. Para mí, la única solución previsible estriba en una combinación de la estimación precisa de las órbitas, la valoración realista del factor amenaza y una educación pública efectiva, de tal forma que, al menos en los regímenes democráticos, los ciudadanos puedan tomar sus propias decisiones con toda la información a mano. Ésa es una tarea que corresponde a la NASA.
Los asteroides cercanos a la Tierra y los medios para alterar sus órbitas están siendo estudiados a fondo. Se observan algunos indicios de que los oficiales del Departamento de Defensa, así como los laboratorios de producción de armas, están empezando a comprender que «jugar» con los asteroides puede entrañar peligros reales. Científicos civiles y militares han mantenido reuniones para debatir la cuestión. Cuando la gente oye por primera vez alguna referencia al peligro que representan los asteroides, muchos lo consideran un cuento chino. «Ahora dicen que el cielo se nos va a caer encima», bromean. Esta tendencia a menospreciar cualquier catástrofe de la que no hayamos sido testigos presenciales resulta, a largo plazo, altamente imprudente. Pero en este caso puede ser un aliado de la prudencia.
E
NTRETANTO DEBEMOS ENFRENTARNOS
todavía al dilema del desvío. Si desarrollamos y aplicamos la tecnología pertinente, puede liquidarnos. Si no lo hacemos, algún asteroide o cometa puede acabar con nosotros. La solución a este dilema radica, según mi parecer, en el hecho de que los plazos de tiempo que implican ambos peligros son enormemente distintos, corto para el primero y largo para el segundo.
Deseo pensar que nuestra implicación futura en el tema de los asteroides cercanos se desarrollará más o menos de la siguiente manera: desde observatorios basados en la Tierra iremos descubriendo los más grandes, trazaremos y verificaremos sus órbitas, determinaremos sus frecuencias de rotación y su composición. Los científicos suelen ser diligentes a la hora de exponer los peligros, prescindiendo de exagerarlos o de modificar las perspectivas. Mandaremos naves espaciales robotizadas para que se acerquen a unos cuantos cuerpos seleccionados, los orbitaremos, tomaremos tierra en ellos y recogeremos muestras de sus superficies para analizarlas en los laboratorios de la Tierra. Finalmente, enviaremos seres humanos. (Debido a la baja gravedad reinante, los astronautas serán capaces de efectuar amplísimos saltos, de diez kilómetros o más, hacia el cielo, y poner en órbita una pelota de béisbol alrededor del asteroide sin más esfuerzo que lanzarla al aire.) Plenamente conscientes de los peligros, no intentaremos modificar las trayectorias de esos cuerpos hasta que el potencial de uso indebido de tecnologías que puedan alterar el mundo sea mucho menor. Eso puede llevarnos bastante tiempo.
Si somos demasiado rápidos en lo que se refiere al desarrollo de tecnologías para mover mundos a voluntad, podemos autodestruirnos; si somos demasiado lentos, nos destruiremos con seguridad. La fiabilidad de las organizaciones políticas mundiales tendrá que efectuar progresos significativos antes de que se les pueda confiar un problema tan serio. Al mismo tiempo, no parece que exista una solución nacional aceptable. ¿Quién iba a dormir tranquilo sabiendo los medios para la destrucción del mundo en manos de una declarada (o incluso potencial) nación enemiga, tuviera o no la nuestra poderes comparables? La existencia de ese peligro de las colisiones interplanetarias, cuando es comprendido de manera generalizada, contribuye a unir a nuestra especie. Los humanos hemos conseguido proezas que todo el mundo creía imposibles cuando hemos tenido que enfrentarnos a un peligro común, hemos dejado de lado nuestras diferencias, al menos hasta que el peligro ha pasado.
No obstante,
este
peligro nunca queda atrás. Los asteroides, al agitarse gravitacionalmente, van alterando lentamente sus órbitas; sin previo aviso, nuevos cometas se acercan a nosotros tambaleándose desde la oscuridad transplutoniana. Siempre estará presente la necesidad de ocuparnos de ellos mediante un procedimiento que no nos ponga en peligro. Al plantearnos dos clases distintas de riesgo —uno natural y el otro inducido por el hombre—, los pequeños mundos cercanos a la Tierra nos brindan una nueva y potente motivación para crear instituciones transnacionales eficaces y para unificar nuestra especie. Se hace difícil encontrar una alternativa satisfactoria.