En ese momento estaremos a punto para extendernos a los asteroides, los cometas, Marte, las lunas del sistema solar exterior y más allá. La predicción de Jack Williamson que apunta que podemos estar listos para el siglo XXII puede no quedar muy lejos de la verdad.
L
A VISION DE NUESTROS DESCENDIENTES
viviendo y trabajando en otros mundos, y moviendo incluso algunos de ellos según su conveniencia parece sacada del más extravagante libro de ciencia ficción. «Seamos realistas», me aconseja una voz en mi interior. Pero esto
es
realista. Nos hallamos en la cúspide de la tecnología, cerca del punto medio entre lo imposible y la rutina. Es lógico que sostengamos una pugna a este respecto. Si no nos hacemos algo terrible a nosotros mismos en el ínterin, dentro de un siglo la terraformación no nos parecerá más imposible de lo que hoy se nos antoja la posibilidad de una estación espacial instalada por seres humanos.
Pienso que la experiencia de vivir en otros mundos inevitablemente nos cambiará. Nuestros descendientes, nacidos y educados en otro lugar, comenzarán de forma natural a ser leales al mundo que los vio nacer, aunque sigan profesando un cierto afecto a la Tierra. Sus necesidades físicas, sus métodos para cubrir dichas necesidades, sus tecnologías y sus estructuras sociales serán necesariamente distintas.
Una brizna de hierba constituye un lugar común en la Tierra, pero sería un auténtico milagro en Marte. Nuestros descendientes en Marte conocerán bien el valor de un pedazo de césped. Y si una brizna de hierba no tiene precio, ¿cuál es el valor de un ser humano? El revolucionario americano Tom Paine, al describir a sus contemporáneos, tuvo pensamientos como el que sigue:
Los deseos que necesariamente acompañan el cultivo de un desierto produjeron entre ellos un estado social, cuyo cuidado había sido negligido hasta entonces por países largamente hostigados por las disputas e intrigas de sus gobiernos. En una situación así el hombre se convierte en lo que debería ser. Contempla a su especie… como grupo.
Habiendo visto de primera mano una procesión de mundos estériles y desolados, sería lógico que nuestros descendientes en el espacio mimaran la vida. Habiendo también aprendido algo de la actuación de nuestra especie en la Tierra, quizá deseen aplicar esas lecciones a otros mundos, a fin de ahorrar a las generaciones venideras un sufrimiento evitable que sus antepasados se vieron obligados a soportar, y hacer uso de nuestra experiencia y de nuestros errores en el momento de iniciar nuestra evolución abierta al espacio.
Lejos, ocultos a los ojos de la luz diurna, hay vigilantes en los cielos.
E
URÍPIDES
,
Los bacantes
(aprox. 406 a. J.C.)
C
uando somos niños, tememos la oscuridad. En ella puede haber oculta cualquier cosa. Lo desconocido nos angustia. Irónicamente, nuestro destino es
vivir
en la oscuridad. Este inesperado descubrimiento de la ciencia tiene solamente unos tres siglos de antigüedad. Distanciémonos de la Tierra en cualquier dirección y —tras un flash inicial de azul y una espera algo más larga hasta que la luz del Sol se desvanece— nos encontraremos rodeados de negro, solamente salpicado aquí y allá por tenues y distantes estrellas.
Incluso una vez alcanzada la edad adulta, la oscuridad sigue manteniendo su poder para asustarnos. Por ello, hay quien sostiene que no deberíamos insistir demasiado en averiguar quién más habita en esa oscuridad. «Mejor no saberlo», afirman.
En la galaxia Vía Láctea hay cuatrocientos mil millones de estrellas. De entre esa inmensa multitud, ¿es posible que nuestro Sol, siendo tan vulgar, sea el único que posea un planeta habitado? Quizá el hecho de que se origine vida o inteligencia sea extraordinariamente improbable. O tal vez todo el tiempo estén surgiendo civilizaciones, pero se autoaniquilen tan pronto como tengan ocasión.
Cabe también la posibilidad de que, diseminados por el espacio, orbitando otros soles, existan mundos parecidos al nuestro sobre los cuales haya seres que miren hacia arriba y se pregunten, como hacemos nosotros, quién más debe vivir en la oscuridad. ¿Es posible que la Vía Láctea esté repleta de vida y de inteligencia —mundos que llaman a otros mundos— y nosotros, en la Tierra, estemos viviendo el momento decisivo en que hemos decidido por vez primera escuchar esa llamada?
Nuestra especie ha descubierto una forma de comunicarse a través de la oscuridad, de trascender distancias inmensas. No hay medio de comunicación más rápido, más barato o que tenga mayor alcance. Se llama radio.
Al cabo de miles de millones de años de evolución biológica —en su planeta y en el nuestro— una civilización extraterrestre no puede estar al mismo nivel tecnológico que la nuestra. Ha habido humanos durante más de veinte mil siglos, pero sólo hace un siglo que conocemos la radio. Si las civilizaciones extraterrestres están más atrasadas que nosotros, es probable que lo estén demasiado como para tener radio. Y si están más adelantadas que nosotros, lo estarán también mucho más. Pensemos en los avances tecnológicos que hemos conseguido en nuestro mundo durante los últimos siglos. Lo que a nosotros nos resulta tecnológicamente difícil o imposible, lo que nos parecería mágico, a ellos podría parecerles banal, de tan fácil. Podría ser que emplearan otros medios mucho más avanzados para comunicarse con sus semejantes, pero conocerían la radio como un modo de aproximación a civilizaciones emergidas recientemente. Incluso con un nivel tecnológico no más adelantado que el nuestro en sus estaciones de transmisión y recepción, hoy podríamos comunicarnos a través de gran parte de la galaxia. Ellos deberían ser capaces de llegar mucho más allá.
Eso si es que existen.
Pero nuestro temor a la oscuridad se subleva. La idea de la posible existencia de seres extraterrestres nos preocupa. Nos inventamos objeciones:
«Es demasiado caro.»
Pero, en su plena expresión tecnológica moderna, cuesta menos que un helicóptero de combate al año.
«Nunca llegaremos a comprender lo que dicen.»
Pero, dado que el mensaje se transmite por radio, nosotros y ellos debemos tener radiofísica, radioastronomía y radiotecnología en común. Las leyes de la Naturaleza son las mismas en todas partes; así pues, la misma ciencia proporciona un medio y un lenguaje de comunicación incluso entre especies de seres muy diferentes, siempre, claro está, que ambas dispongan de ciencia. Descifrar el mensaje, si tenemos la suerte de recibir alguno, puede ser mucho más fácil que captarlo.
«Resultaría desmoralizante enterarnos de que nuestra ciencia está en un estadio primitivo.»
Pero, con los criterios de los próximos siglos, al menos una parte de nuestra ciencia actual será considerada primitiva, con extraterrestres o sin ellos. (Lo mismo ocurrirá con nuestras actuales política, ética, economía y religión.) Ir más allá de la ciencia actual constituye uno de los objetivos principales de la ciencia. Los estudiantes serios no suelen caer en la desesperación cuando, al pasar las páginas de un libro de texto, descubren que el autor conoce un tema que ellos todavía desconocen. Por lo general, los estudiantes se esfuerzan un poco, adquieren ese nuevo conocimiento y, siguiendo una antigua tradición humana, continúan pasando páginas.
«A lo largo de toda la historia, las civilizaciones avanzadas han arruinado a otras civilizaciones que les iban ligeramente a la zaga.»
Ciertamente. Pero los extraterrestres maléficos, si existen, no van a descubrir nuestra presencia por el mero hecho de que les estemos escuchando. Los programas de búsqueda se limitan a recibir, no envían.
Sorprendentemente, a muchas personas, incluyendo los editorialistas del
New York Times,
los preocupa el hecho de que cuando los extraterrestres descubran dónde estamos, puedan venir aquí a comernos. Dejando aparte las profundas diferencias biológicas que deben de existir entre los hipotéticos alienígenas y nosotros, imaginemos que constituimos un manjar gastronómico interestelar. ¿Por qué iban a molestarse en transportar multitud de humanos hasta los restaurantes extraterrestres? Los cargamentos serían enormes. ¿No sería mejor que se limitaran a robar unos cuantos humanos, determinaran nuestra secuencia de aminoácidos, o cualquiera que fuera el origen de nuestro sabroso sabor, y luego se dedicaran a sintetizar ese mismo producto alimenticio desde un buen principio?
P
OR EL MOMENTO
, el debate sigue vivo. Actualmente, a una escala sin precedentes, estamos tratando de captar señales de radio de otras posibles civilizaciones en las profundidades del espacio. Hoy vive la primera generación de científicos que está interrogando a la oscuridad. Resulta también plausible que sea la última antes de establecer contacto, y éste, el último momento antes de que descubramos que alguien en la oscuridad nos está llamando.
Este rastreo se denomina «Búsqueda de inteligencia extraterrestre» (
Search for Extraterrestrial Intelligence,
SETI). Permítanme describir hasta dónde hemos llegado.
El primer programa SETI fue llevado a cabo por Frank Drake en el Observatorio Nacional de Radioastronomía de Greenbank, West Virginia, en 1960. Estuvo escuchando durante dos semanas dos estrellas cercanas parecidas al Sol en una frecuencia determinada. («Cercanas» es una manera muy relativa de expresarlo: la más cercana se encuentra a doce años luz de distancia.)
Casi en el mismo momento en que Drake enfocó el radiotelescopio y puso en marcha el sistema, captó una señal muy fuerte. ¿Se trataba de un mensaje de seres extraterrestres? Luego ésta se esfumó. Si la señal desaparece, no se puede escrutar. No podemos determinar si, a causa de la rotación de la Tierra, se mueve con el cielo. Si no es repetible, no podemos averiguar casi nada de ella, podría tratarse de interferencias de radio terrestres o de un fallo de nuestro amplificador o detector... o de una señal alienígena. Los datos que no se repiten, independientemente de lo insigne que sea el científico que dé cuenta de los mismos, no sirven para gran cosa.
Semanas más tarde, la señal fue detectada de nuevo. Resultó ser un avión militar transmitiendo en una frecuencia no autorizada. Drake informó de los resultados negativos que había obtenido. Pero en ciencia un resultado negativo no equivale a un fracaso. Su gran logro fue poner de manifiesto que la tecnología moderna sería plenamente capaz de captar señales de hipotéticas civilizaciones residentes en planetas de otras estrellas.
Desde entonces ha habido una serie de intentos, a menudo aprovechando tiempo escatimado a otros programas de observación por radiotelescopio, y casi nunca durante más de unos pocos meses. Se ha producido alguna otra falsa alarma, en el estado de Ohio, en Arecibo, en Puerto Rico, en Francia, en Rusia y en otros lugares, pero nada aceptable para la comunidad científica mundial.
Entretanto, la tecnología para la detección se ha ido abaratando; el grado de sensibilidad de la misma continúa mejorando; la respetabilidad científica del programa SETI ha ido en aumento; e incluso la NASA y el Congreso han perdido un poco el miedo a apoyarlo. No obstante, son posibles y necesarias diversas estrategias de búsqueda complementarias. Hace años que quedó claro que, si la tendencia continuaba, la tecnología que permitiría aplicar ampliamente el programa SETI acabaría estando al alcance incluso de organizaciones privadas (o de individuos con alto nivel de recursos) y, tarde o temprano, el gobierno se decidiría a apoyar un programa de mayor importancia. Tras treinta años de trabajo, para algunos de nosotros ha sido más bien tarde que temprano. Pero por fin ha llegado el momento.
L
A SOCIEDAD PLANETARIA
—una asociación sin ánimo de lucro que Bruce Murray, entonces director del JPL, y yo fundamos en 1980— está dedicada a la exploración planetaria y a la búsqueda de vida extraterrestre. Paul Horowitz, un físico de la Universidad de Harvard, había ideado una serie de importantes innovaciones para el SETI y estaba deseoso de probarlas. Si podíamos conseguir el dinero para ponerlo en marcha, pensamos que podríamos continuar apoyando el programa con donaciones de nuestros asociados.
En 1983 Ann Druyan y yo sugerimos al director de cine Steven Spielberg que éste era un proyecto ideal para que él le concediera su apoyo. Rompiendo con la tradición de Hollywood, el cineasta había hecho dos películas de extraordinario éxito en las que transmitía la idea de que los seres extraterrestres no tenían por qué ser hostiles y peligrosos. Spielberg accedió gustoso. Con su apoyo inicial y a través de la Sociedad Planetaria, se puso en marcha el programa META.
META es un acrónimo para
Megachannel ExtraTerrestrial Assay
(«Ensayo extraterrestre por megacanales»). La frecuencia única del primer sistema de Drake llegaba hasta los 8,4 millones. Pero cada canal, cada «estación», que sintonizamos posee una gama de frecuencias extraordinariamente ajustada. No existen procesos conocidos ahí fuera, entre las estrellas y las galaxias, capaces de generar «líneas» de radio tan definidas. Si captáramos algo que hubiera caído en un canal tan estrecho, tendría que ser, pensamos, un indicio de inteligencia y tecnología.
Y lo que es más, la Tierra gira, lo cual significa que cualquier fuente de radio distante tendrá un movimiento aparente considerable, igual que la salida y la puesta de las estrellas. Al igual que el tono fijo de la bocina de un coche se vuelve más grave a medida que el vehículo se aleja, cualquier fuente de radio extraterrestre auténtica exhibirá una desviación fija en su frecuencia, debido a la rotación de la Tierra. En contraste, cualquier fuente de interferencias de radio en la superficie de la Tierra rotará a la misma velocidad que el receptor META. Las frecuencias de escucha del META se modifican continuamente para compensar la rotación de la Tierra, de tal modo que cualquier señal de banda estrecha procedente del cielo aparecerá siempre en un canal único. En cambio, cualquier interferencia de radio aquí en la Tierra se pondrá en evidencia al pasarse a los canales adyacentes.