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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (20 page)

BOOK: Un punto azul palido
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El espacio está casi vacío. No existe virtualmente ninguna posibilidad de que uno de los
Voyager
penetre alguna vez en otro sistema solar, y ello es cierto incluso en el caso de que cada estrella del firmamento vaya acompañada de planetas. Las instrucciones en las fundas de los discos, escritas en lo que consideramos jeroglíficos científicos fácilmente comprensibles, podrán ser leídas y entendidos los contenidos del disco, solamente si seres extraterrestres en algún momento del futuro remoto encuentran un
Voyager
en las profundidades del espacio interestelar. Y dado que los
Voyager
estarán dando vueltas por el centro de la galaxia Vía Láctea para siempre, queda muchísimo tiempo para que los discos puedan ser hallados, si es que hay alguien ahí afuera para efectuar el descubrimiento.

No podemos saber hasta qué punto comprenderían los discos. A buen seguro los saludos les resultarán indescifrables, aunque puede que no la intención que entrañan. (Pensamos que habría sido de mala educación no decir hola.) Es probable que los hipotéticos extraterrestres sean muy diferentes a nosotros, al haber evolucionado de forma independiente en otro mundo. ¿Seguro que podrán entender algo de nuestro mensaje? Pero cada vez que me asalta esa preocupación me tranquilizo; sea cual sea el grado de incomprensividad del disco de los
Voyager
, cualquier nave extraterrestre que lo encuentre dispondrá de otros elementos para juzgarnos. Cada
Voyager
constituye un mensaje en sí mismo. Con su finalidad de exploración, la elevada ambición de sus objetivos, su total ausencia de intención de causar daño y la brillantez de su diseño y funcionamiento, esos robots hablan elocuentemente en nuestro favor.

Siendo científicos e ingenieros mucho más avanzados que nosotros —pues de otro modo nunca habrían sido capaces de hallar y recoger las diminutas y silenciosas naves en el espacio interestelar—, quizá los extraterrestres no tendrían dificultad en descifrar lo que llevan codificado esos discos de oro. Puede que reconocieran el carácter experimental de nuestra sociedad, el desajuste entre nuestra tecnología y nuestra sabiduría. Y se preguntarían, tal vez, si nos hemos destruido ya a nosotros mismos desde que lanzamos los
Voyager
o si, por el contrario, hemos avanzado hacia una mayor sofisticación.

Cabe también la posibilidad de que los Voyager nunca lleguen a ser interceptados. Quizá en cinco mil millones de años nadie se los encuentre. Cinco mil millones de años es mucho tiempo. En ese plazo todos los humanos se habrán extinguido o habrán evolucionado hacia seres diferentes, ninguno de nuestros artefactos habrá sobrevivido sobre la Tierra, los continentes se habrán alterado hasta quedar irreconocibles o habrán quedado destruidos, y la evolución del Sol habrá reducido nuestro planeta a cenizas o lo habrá transformado en un remolino de átomos.

Lejos de casa, inalterados por tan remotos acontecimientos, los
Voyager
, portadores de la memoria de un mundo ya extinguido, continuarán navegando por el espacio.

Capítulo
X
N
EGRO SAGRADO

El cielo profundo es, de entre todas las impresiones visuales,
la que más se asemeja a un sentimiento.

S
AMUEL
T
AYLOR
C
OLERIDGE
,
Notebooks
(1805)

E
l intenso azul de una despejada mañana del mes de mayo o los tonos rojos y anaranjados de una puesta de sol sobre el mar han maravillado desde siempre a los seres humanos y los han empujado a la poesía y a la ciencia. No importa en qué punto de la Tierra vivamos, cuál sea nuestro idioma, costumbres o régimen político. Compartimos un mismo cielo. La mayoría de nosotros
esperamos
ese azul celeste y quedaríamos boquiabiertos —con razón— si una mañana nos levantásemos de la cama y descubriéramos un cielo sin nubes, de color negro, amarillo o verde. (Los habitantes de Los Angeles y de Ciudad de México se han habituado a cielos marrones, en tanto que los de Londres o Seattle los tienen grises, por lo general, pero aun así consideran el azul celeste como la norma planetaria.) No obstante, en realidad sí existen mundos con cielos negros o amarillos, y quizá incluso verdes. El color del cielo caracteriza el mundo. Si me dejaran caer en cualquiera de los planetas del sistema solar, sin que pudiera sentir la gravedad ni examinar el suelo, echando una rápida mirada al Sol y al cielo, creo que sería perfectamente capaz de deducir dónde me encuentro. Ese familiar matiz de azul, interrumpido aquí y allá por esponjosas nubes blancas, constituye la rúbrica de nuestro mundo. Los franceses han acuñado la expresión
sacre-bleu!,
que se traduce más o menos por «¡Cielo santo!».
[21]

Literalmente significa «¡azul sagrado!». Y verdaderamente, si tuviéramos que escoger una bandera genuina para representar a la Tierra, ése debería ser su color.

Los pájaros vuelan por él, las nubes se hallan suspendidas en él, los seres humanos lo admiramos y lo atravesamos rutinariamente, la luz del Sol se extiende por él. Pero ¿qué es el cielo? ¿De qué está hecho? ¿Dónde termina? ¿De qué cantidad de cielo disponemos? ¿De dónde procede todo ese azul? Si es un lugar común para todos los humanos, si caracteriza nuestro mundo, seguro que sabemos algo de él. ¿Qué es el cielo?

En agosto de 1957, por primera vez, un ser humano ascendió más arriba del azul y miró a su alrededor. Eso fue cuando David Simmons, un físico y oficial retirado de las Fuerzas Armadas, se convirtió en el ser humano que voló más alto de la historia. Completamente solo, pilotó un globo en el que se elevó a una altitud de más de treinta kilómetros y, a través de sus gruesas ventanas, contempló un cielo distinto. Actualmente profesor en la Escuela de Medicina de la Universidad de California en Irvine, el doctor Simmons recuerda que el cielo sobre su cabeza era oscuro y de un intenso color púrpura. Había alcanzado la región de transición donde el azul del nivel terrestre se ve alcanzado por el negro perfecto del espacio.

Desde el ya casi olvidado vuelo de Simmons, personas de muchas naciones han volado por encima de la atmósfera. Hoy ha quedado claro, gracias a la repetida y directa experiencia humana (y robótica), que en el espacio el cielo diurno es negro. El Sol proyecta sus rayos sobre la nave. Abajo, la Tierra aparece brillantemente iluminada. Pero arriba, el cielo es negro como la noche.

He aquí la memorable descripción de Yuri Gagarin en relación con lo que vio en el primer vuelo espacial de la especie humana, a bordo del
Vostok 1,
el 12 de abril de 1961:

El cielo es completamente negro, y contra el fondo de este cielo negro las estrellas aparecen en cierto modo más brillantes y diferenciadas. La Tierra presenta un halo azul muy hermoso y característico, que se ve muy bien al observar el horizonte. Hay una suave transición de color que va del azul celeste, al azul, azul marino y púrpura, para acabar en el tono completamente negro del cielo. Es una transición realmente bella.

Sin duda alguna, el cielo diurno —todo ese azul— está conectado de algún modo con el aire. Pero cuando uno mira al otro lado de la mesa, el comensal de enfrente no es azul (por lo general); el color del cielo no debe ser una propiedad de una cantidad reducida de aire, sino de una gran cantidad. Si uno contempla detenidamente la Tierra desde el espacio, la verá rodeada de una estrecha banda de azul, del espesor de las capas bajas de la atmósfera; de hecho, lo que estará viendo
son
las capas bajas de la atmósfera. Por encima de esa banda descubrirá el azul del cielo diluyéndose en la negrura del espacio. Esa es la zona de transición que Simmons fue el primero en penetrar y Gagarin el primero en contemplar desde arriba. En vuelos espaciales rutinarios se parte de la base azul, se atraviesa por completo esa franja, pocos minutos después del despegue, y a continuación se penetra en esos dominios sin fronteras donde resulta imposible tomar una sola bocanada de aire sin la ayuda de sofisticados sistemas de respiración asistida. La vida humana depende absolutamente de ese cielo azul. Tenemos mucha razón al apreciarlo y considerarlo sagrado.

Durante el día percibimos el azul porque la luz del Sol rebota en el aire que nos rodea y que está encima de nosotros. En una noche despejada, el cielo es negro al no haber una fuente de luz lo suficientemente intensa para ser reflejada por el aire. En cierto modo, el aire refleja hacia nosotros preferentemente la luz azul. ¿Cómo lo hace?

La luz visible del Sol se compone de muchos colores —violeta, azul, verde, amarillo, naranja, rojo—, que corresponden a la luz de distintas longitudes de onda. (La longitud de onda es la distancia de cresta a cresta a medida que la onda viaja a través del aire o del espacio.) Las ondas de luz violeta y azul tienen las longitudes de onda más cortas; el naranja y el rojo las más largas. Lo que percibimos como color es el modo que tienen nuestros ojos y cerebros de leer las longitudes de onda de la luz. (Podríamos, por ejemplo, traducir las longitudes de onda de la luz en tonos captados por el oído, en lugar de en colores registrados por la vista, pero nuestros sentidos no han evolucionado por esa vía.)

Cuando todos esos colores del arco iris se mezclan, como en la luz solar, resulta un tono prácticamente blanco. Esas ondas viajan juntas por espacio de ocho minutos a través de los 150 millones de kilómetros que se interponen entre el Sol y la Tierra, y chocan contra la atmósfera, compuesta en su mayor parte de moléculas de nitrógeno y oxígeno. Algunas ondas son rebotadas por el aire de regreso al espacio. Otras son rebotadas antes de que la luz alcance el suelo y pueden ser detectadas por el ojo al pasar. (Asimismo, hay ondas que son rebotadas por nubes o por el suelo de vuelta al espacio.) Ese rebote en todas direcciones de las ondas de luz en la atmósfera recibe el nombre de «dispersión».

Pero no todas las ondas son dispersadas en igual medida por las moléculas de aire. Las longitudes de onda mucho más largas que el tamaño de las moléculas se dispersan menos; superan a las moléculas sin apenas recibir ninguna influencia por su presencia. Las longitudes de onda más cercanas al tamaño de las moléculas sufren una mayor dispersión. En general, las ondas difícilmente pueden ignorar la presencia de obstáculos, sea cual sea su tamaño. (Ello se pone claramente de manifiesto en el agua, cuando las ondas se topan con el pilote que sostiene un puente, por ejemplo, o en una bañera con el grifo abierto, cuando el agua choca con el obstáculo de un patito de goma.) Las longitudes de onda más cortas, las que apreciamos como luz violeta y azul, se dispersan con mayor eficacia que las más largas, las que percibimos como luz naranja y roja. Cuando miramos al cielo en un día despejado y admiramos su color azul, estamos presenciando la dispersión preferente de las ondas cortas de la luz solar. El fenómeno recibe el nombre de dispersión Rayleigh, en honor al físico británico que ofreció la primera explicación coherente para el mismo. El humo de un cigarrillo es azul por la misma razón: las partículas que lo componen son aproximadamente de la misma medida que la longitud de onda de la luz azul. Entonces ¿por qué es roja la puesta de sol? El rojo del crepúsculo es lo que queda de la luz solar una vez el aire ha dispersado ya el azul. Dado que la atmósfera es una delgada envoltura de gas, sujeta a la gravedad que rodea a la Tierra sólida, la luz solar debe efectuar una trayectoria más larga y oblicua a través del aire durante el crepúsculo (o el amanecer) que al mediodía. Como las ondas violetas y azules se dispersan aún más durante su ahora más largo trayecto a través del aire que cuando el Sol está en su punto más alto, lo que vemos cuando miramos hacia el Sol es el residuo, las ondas de luz que apenas se dispersan, especialmente los rojos y anaranjados. Un cielo azul implica una puesta de sol roja. (El Sol del mediodía parece más amarillo, en parte porque emite más luz amarilla que de otros colores y, en parte, porque incluso cuando está más alto, algo de luz azul de los rayos solares es dispersada por la atmósfera de la Tierra.)

En ocasiones se dice que los científicos no son románticos en absoluto, que su pasión por los descubrimientos despoja al mundo de una parte de su belleza y misterio. Pero ¿acaso no es estimulante comprender cómo funciona el mundo realmente, saber que la luz se compone de colores, que el aire transparente refleja la luz, que haciendo eso discrimina entre las ondas y que el cielo es azul por la misma razón que el crepúsculo es rojo? No le hace ningún daño al romanticismo de una puesta de sol saber algunas cosas sobre la misma. Dado que muchas moléculas simples son aproximadamente del mismo tamaño (más o menos de una cienmillonésima de centímetro), el color azul del cielo terrestre no depende demasiado de la composición del aire, mientras éste no
absorba
la luz. Las moléculas de oxígeno y de nitrógeno no absorben la luz visible, solamente la rebotan en otra dirección. Sin embargo, otras moléculas devoran la luz. Los óxidos de nitrógeno —producto de los motores de automoción y de los fuegos industriales— constituyen una fuente de la sombría coloración marrón del
smog.
Los óxidos de nitrógeno (compuestos de oxígeno y nitrógeno)

absorben la luz. La absorción, al igual que la dispersión, puede colorear el cielo.

O
TROS MUNDOS, OTROS CIELOS
: Mercurio, la Luna de la Tierra y la mayor parte de satélites de los demás planetas son mundos pequeños; a causa de la debilidad de sus gravedades son incapaces de retener sus atmósferas, que escapan al espacio. Entonces el vacío del espacio alcanza el suelo de esos mundos. La luz solar choca sin impedimentos con sus superficies, sin sufrir ni dispersión ni absorción en su camino. Los cielos de dichos mundos son negros, incluso al mediodía, circunstancia que hasta el momento ha sido presenciada solamente por doce seres humanos, las tripulaciones de alunizaje de las naves
Apolo 11
y
12,
y del
14
al
17.

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