¿Debemos esperar una superficie helada, cubierta con profundos sedimentos de
tholin,
un océano de hidrocarburos con unas cuantas islas como mucho, con materia orgánica incrustada elevándose aquí y allá, un mundo de cráteres lacustres o algo más sutil que no hemos podido imaginar todavía? No se trata meramente de una pregunta académica, ya que se está diseñando una nave espacial auténtica para viajar a Titán. En un programa conjunto de la NASA y la ESA, una astronave bautizada con el nombre de
Cassini
será lanzada en octubre de 1997, si todo marcha de acuerdo con lo previsto. Con dos aproximaciones a Venus, una a la Tierra y una a Júpiter, en aras de la ayuda gravitatoria, tras un viaje de siete años de duración, la nave será inyectada en la órbita de Saturno. Cada vez que la astronave se acerque a Titán, la luna será examinada por un conjunto de instrumentos, incluyendo el radar. Puesto que
Cassini
estará mucho más cerca de Titán, podrá resolver muchos detalles oscuros relacionados con su superficie que resultaban indetectables por medio del pionero sistema de Muhleman, basado en la Tierra. Es también muy probable que pueda contemplarse la superficie en el infrarrojo cercano. En alguna fecha del verano del año 2004 podríamos tener en nuestras manos mapas de la superficie oculta de Titán.
Cassini
lleva también incorporado un vehículo de aterrizaje, oportunamente llamado
Huygens,
que se desacoplará de la nave principal y se dejará caer en la atmósfera de Titán, desplegando un gran paracaídas. El equipo instrumental irá descendiendo lentamente a través de la niebla orgánica hacia las capas bajas de la atmósfera, atravesando las nubes de metano. En su descenso analizará la química orgánica y, en caso de que sobreviva al aterrizaje, hará lo propio en la superficie de dicho mundo.
Nada está garantizado. Pero la misión es técnicamente realizable, se está construyendo el hardware; un impresionante enjambre de especialistas, incluyendo muchos jóvenes científicos europeos, están trabajando duro en ello, y todas las naciones responsables parecen comprometidas con el proyecto. Tal vez llegue a hacerse realidad. Quizá ese vuelo a través de miles de millones de kilómetros de espacio interplanetario pueda traernos noticias, en un futuro no demasiado distante, acerca del punto a que ha llegado Titán en su camino hacia la vida.
Le imploro, ¿no esperará, acaso, ser capaz de aducir
las razones para explicar el número de planetas?
Esa preocupación ha sido ya resuelta...
J
OHANNES
K
EPLER
,
Epítome de astronomía copernicana,
vol. 4 (1621)
A
ntes de que inventáramos la civilización, nuestros antepasados vivían principalmente al aire libre, fuera, bajo el cielo. Antes de que ideáramos luces artificiales, polución atmosférica y formas modernas de ocio nocturno, nos dedicábamos a contemplar las estrellas. Había razones calendáricas prácticas que lo avalaban, desde luego, pero había algo más que eso. Todavía hoy, el más hastiado de los habitantes de la ciudad puede sentir alguna vez la tentación de descubrir, en una noche clara, un cielo salpicado de miles de estrellas fulgurantes. Cuando me ocurre a mí, después de todos estos años, aún se me corta la respiración.
En toda cultura, el cielo y el impulso religioso se hallan entrelazados. Estoy tumbado en un prado y el cielo me rodea. Me siento subyugado por sus proporciones. Es tan vasto y está tan lejos que hace palpable mi insignificancia. Pero no me siento rechazado por él. Yo soy una parte del cielo, minúscula, claro está, pero todo es minúsculo comparado con esa abrumadora inmensidad. Y cuando me concentro en las estrellas, los planetas y sus movimientos me asalta una irrefrenable sensación de organización, de mecanismo de relojería, de elegante precisión funcionando a una escala que, con independencia de lo alto a que apunten nuestras aspiraciones, nos hace pequeños y humildes.
La mayor parte de los grandes inventos en la historia de la Humanidad —desde los utensilios de piedra y la domesticación del fuego hasta el lenguaje escrito— fueron realizados por benefactores desconocidos. Nuestra memoria institucional en relación con eventos de un pasado lejano es débil. No sabemos el nombre de aquel antepasado que, por primera vez, comprendió que los planetas eran distintos de las estrellas. Ella o él vivió seguramente decenas o incluso centenas de miles de años atrás. Pero, finalmente, todo el mundo comprendió que cinco, no más, de esos puntos brillantes de luz que adornan el cielo nocturno rompen filas respecto a los demás durante un periodo de meses, moviéndose de forma extraña, casi como si estuvieran dotados de inteligencia.
Compartiendo el curioso movimiento aparente de esos planetas estaban el Sol y la Luna, sumando en total siete cuerpos itinerantes. Estos siete eran importantes para los antiguos, y les asignaron nombres de dioses, pero no de dioses antiguos cualesquiera, sino los nombres de los dioses principales, los jefes, los que dictan a los demás dioses (y a los mortales) lo que deben hacer. A uno de los planetas, relumbrante y de lento movimiento, los babilonios lo bautizaron con el nombre de Marduk, los nórdicos con el de Odín, los griegos con el de Zeus y los romanos con el de Júpiter, en cada caso el rey de los dioses. Al planeta pálido y de veloz movimiento que nunca se hallaba lejos del Sol los romanos lo llamaron Mercurio, el nombre del mensajero de los dioses; el más brillante de ellos recibió el nombre de Venus, la diosa del amor y la belleza; el de color rojo como la sangre fue Marte, como el dios de la guerra; y el más perezoso del grupo se llamó Saturno, en honor al dios del tiempo. Estas metáforas y alusiones eran lo mejor que podían hacer nuestros antepasados: no poseían más instrumento científico que sus propios ojos, se hallaban confinados en la Tierra y no tenían la menor idea de que también ésta es un planeta.
Hubo un momento en los últimos cuatro mil años en que esos siete cuerpos celestes se colocaron en línea. Poco antes del amanecer del 4 de marzo del año 1953 a. J.C. la Luna creciente brillaba en el horizonte. Venus, Mercurio, Marte, Saturno y Júpiter se hallaban alineados como perlas en un collar junto al gran cuadrado en la constelación Pegaso, cerca del lugar del cual emana en la actualidad la lluvia de meteoritos de las Perseidas. Incluso los observadores casuales del firmamento debieron de quedarse trasmudados por el acontecimiento. ¿Qué era? ¿Una comunión de los dioses? Según Kevin Pang, del JPL, dicho evento constituyó el punto de partida de los ciclos planetarios de los antiguos astrónomos chinos.
No ha habido otra ocasión en los últimos cuatro mil años (ni la habrá en los próximos) en que la danza de los planetas alrededor del Sol los conjugue de este modo, vistos desde la Tierra. Pero el 5 de mayo del año 2000 los siete serán visibles en la misma parte del cielo, si bien algunos al amanecer y otros durante el crepúsculo, y unas diez veces más separados que en esa mañana de invierno del año 1953 a. J.C. Aun así, ésa será probablemente una noche idónea para celebrar una fiesta.
Cuando llegó el momento de diseñar la semana —un lapso de tiempo que, a diferencia del día, el mes y el año, no tiene una significación astronómica intrínseca— le fueron asignados siete días, cada uno de ellos bautizado con el nombre de una de esas anómalas luces del cielo nocturno, Los remanentes de dicha convención son hoy evidentes. En inglés,
Saturday
(sábado) es el día de Saturno.
Sunday
(domingo) y
Mo(o)nday
(lunes) quedan suficientemente claros
[12]
.
Los días restantes reciben los nombres de los dioses de los pueblos sajones y teutónicos invasores de la Britania céltico-romana:
Wednesday
(miércoles), por ejemplo, corresponde al día de Odín (o Wodin), lo cual quedaría más claro si lo pronunciáramos como se escribe,
Wedn's Day; Thursday
(jueves) es el día de Thor;
Friday
(viernes) es el día de Freya, diosa del amor. En el último día de la semana se conservó la tradición romana, pero el resto adoptó la germánica.
En todas las lenguas neolatinas, como el francés, castellano e italiano, la conexión es aún más obvia, ya que todas ellas derivan del latín, donde los nombres de los días de la semana (en orden, empezando por el domingo) derivan del Sol, la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno. El día del Sol se convirtió en el día del Señor, en latín
dominus.
Podían haber nombrado los días por orden de resplandor de los cuerpos astronómicos correspondientes, el Sol, la Luna, Venus, Júpiter, Marte, Saturno, Mercurio (así pues, domingo, lunes, viernes, jueves, martes, sábado y miércoles), pero no lo consideraron oportuno. Si los días de la semana en las lenguas romance hubieran sido ordenados según la distancia de los planetas respecto al Sol, la secuencia sería domingo, miércoles, viernes, lunes, martes, jueves y sábado. No obstante, nadie conocía el orden de los planetas en los tiempos en que se estaban asignando los nombres a los mismos planetas, a los dioses y a los días de la semana. El orden de los días de la semana parece pues arbitrario, aunque quizá reconoce la primacía del Sol.
Esta agrupación de siete dioses, siete días y siete mundos —el Sol, la Luna y los cinco planetas itinerantes— se introdujo de forma generalizada en la percepción de la gente. El número siete empezó a adquirir connotaciones sobrenaturales. Había siete «cielos», las esferas transparentes centradas en la Tierra que, se suponía, inducían el movimiento de esos mundos. El más exterior, el séptimo cielo, era donde se suponía que residían las estrellas «fijas». Están también los siete días de la Creación (si incluimos el día en que Dios descansó), los siete orificios de la cabeza, las siete virtudes, los siete pecados capitales, los siete demonios maléficos del mito sumerio, las siete vocales del alfabeto griego (cada una asociada a un dios planetario), los siete gobernadores del destino en la tradición hermética, los siete grandes libros del maniqueísmo, los siete sacramentos, los siete sabios de la Antigua Grecia y los siete «cuerpos» de la alquimia (oro, plata, hierro, mercurio, plomo, estaño y cobre; el oro asociado con el Sol, la plata con la Luna, el hierro con Marte, etc.). El séptimo hijo de un séptimo hijo está dotado de poderes sobrenaturales. El siete es un número de la «suerte». En el Apocalipsis del Nuevo Testamento se abren siete sellos que lacran un rollo de papiro, se tocan siete trompetas, se llenan siete copas. San Agustín argumenta confusamente en favor de la importancia mística del siete alegando que el tres «es el primer número impar»
(¿y
qué pasa con el uno?) y el «cuatro es el primer número par»
(¿y
qué pasa con el dos?), y «con ambos... se compone el siete». Etcétera, etcétera. En nuestros días persisten estas asociaciones.
Incluso la existencia de los cuatro satélites de Júpiter que descubrió Galileo —apenas planetas— fue rechazada por poner en duda la precedencia del número siete. A medida que fue creciendo la aceptación del sistema copernicano, la Tierra fue añadida a la lista de planetas y el Sol y la Luna fueron tachados de la misma. En consecuencia, al parecer existían solamente seis planetas (Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno). Así pues, se inventaron argumentos académicos aprendidos que demostraban por qué
tenía
que haber seis. Por ejemplo, seis es el primer número «perfecto», igual a la suma de sus divisores (1+2+3).
Quod erat demonstrandum
(lo que queríamos demostrar). Y, de todos modos, fueron solamente seis los días de la Creación, no siete. La gente buscaba formas de acomodarse de siete planetas a seis.
Cuando estos adeptos al misticismo numerológico se ajustaron al sistema copernicano, esta manera autoindulgente de pensar cambió los planetas por lunas. La Tierra tenía una luna; Júpiter contaba con las cuatro lunas galileanas. Sumaban cinco. Estaba claro que faltaba una. (No olvidemos que seis es el número perfecto.) Cuando Huygens descubrió Titán en 1655, él y muchos otros se convencieron a sí mismos de que era la última: seis planetas, seis lunas y Dios en su Cielo.
El historiador de la ciencia I. Bernard Cohen, de la Universidad de Harvard, ha señalado que, de hecho, Huygens abandonó la búsqueda de otras lunas porque de esos argumentos se desprendía que ya no quedaban más lunas por encontrar. Dieciséis años más tarde, irónicamente con Huygens de servicio, G. D. Cassini
[13]
, del Observatorio de París, descubrió una séptima, Japeto, un extraño mundo con un hemisferio negro y el otro blanco, en una órbita exterior a la de Titán. Poco después Cassini dio con Rea, la siguiente luna saturniana, interior a Titán.
Se presentaba pues otra oportunidad para la numerología, esta vez aprovechada para la tarea práctica de adulación de un benefactor. Cassini sumó el número de planetas (seis) y el número de satélites (ocho) y obtuvo el número catorce. Se dio la circunstancia de que el hombre que construyó para Cassini su observatorio y pagaba su salario era Luis XIV de Francia, el Rey Sol. El astrónomo no tardó en «presentar» estas dos nuevas lunas a su soberano y proclamar que las «conquistas» de su majestad alcanzaban hasta los confines del sistema solar. A partir de entonces, Cassini renunció discretamente a la búsqueda de nuevas lunas. Cohen sugiere que el hombre temía que el hallazgo de una más ofendería a Luis, un monarca con el que no se debía jugar, pues no vacilaba en arrojar a sus súbditos a las mazmorras por el mero crimen de ser protestantes. Sin embargo, al cabo de doce años Cassini volvió a la carga y encontró —no exento, sin duda, de cierto nerviosismo— dos lunas más. (Probablemente fue una suerte que no continuáramos con esa vena, pues de otro modo Francia habría tenido que soportar la carga de sesenta y tantos reyes borbones llamados Luis.)