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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (13 page)

BOOK: Un punto azul palido
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Esas naves han mandado cuatro billones de bits de información a la Tierra, equivalentes aproximadamente a cien mil volúmenes de enciclopedia. Ya describí en
Cosmos
los encuentros de los
Voyager 1
y 2 con el sistema de Júpiter. En las páginas siguientes hablaré de los encuentros con Saturno, Urano y Neptuno.

P
OCO ANTES QUE EL
V
OYAGER 2
llegara al sistema de Urano, el diseño de la misión había programado una maniobra final, un breve encendido del sistema de propulsión de a bordo, a fin de posicionar correctamente la nave para que pudiera enfilar su camino en la trayectoria predeterminada, sorteando las lunas existentes. No obstante, dicha corrección se reveló innecesaria. La nave espacial se encontraba ya a doscientos kilómetros de su trayectoria prevista, tras efectuar un viaje de cinco mil millones de kilómetros describiendo un arco. Ello equivaldría a enhebrar una aguja a cincuenta kilómetros de distancia o a disparar un rifle en Washington y hacer diana en Dallas.

Los filones principales del tesoro planetario fueron radiados de vuelta a la Tierra. Pero la Tierra queda tan lejos que para cuando la señal de Neptuno era recogida en los radiotelescopios de nuestro planeta, la potencia de recepción era tan sólo de 10 elevado a -16 vatios (quince ceros entre la coma y el uno). Esta débil señal guarda la misma proporción con la potencia lumínica emitida por una lámpara normal que el diámetro de un átomo con la distancia que separa la Tierra de la Luna. Es como escuchar el paso de una ameba.

La misión fue concebida a fines de los sesenta. Los primeros fondos de financiación se recabaron en 1972, pero no fue aprobada en su formulación definitiva (incluyendo los encuentros con Urano y Neptuno) hasta que las naves hubieron completado su reconocimiento de Júpiter. Ambas fueron lanzadas desde la Tierra empleando un cohete propulsor Titán/Centauro no reutilizable. El tamaño de una nave
Voyager,
que pesa cerca de una tonelada, ocuparía una casa pequeña. Cada una consume 400 vatios de potencia —considerablemente menos que un hogar americano medio— de un generador que convierte plutonio radiactivo en electricidad. (Si tuviera que basarse en la energía solar, la potencia disminuiría rápidamente a medida que la nave fuera alejándose del Sol. De no haber sido por la energía nuclear, el
Voyager
no habría podido transmitir ningún dato del sistema solar exterior, exceptuando quizá algunos referentes a Júpiter.)

La corriente de electricidad en el interior de la nave generaría magnetismo suficiente como para trastocar el sensible instrumento que mide los campos magnéticos interplanetarios. Por ello, el magnetómetro se aloja en el extremo exterior de un brazo extensible, lejos de las perniciosas corrientes eléctricas. Sumado a otras proyecciones que lleva la nave, da al
Voyager
un cierto aspecto de puerco espín. Las cámaras, los espectrómetros infrarrojo y ultravioleta, así como un instrumento denominado fotopolarímetro, están ubicados en la plataforma de exploración científica, que es giratoria, de forma que dichos sistemas pueden apuntar al mundo que constituya en cada momento nuestro objetivo de análisis. La nave debe saber siempre dónde se encuentra la Tierra si se pretende que la antena quede correctamente dispuesta y pueda enviar datos a nuestro planeta. También debe conocer la posición del Sol y, al menos, la de una estrella brillante, para poder orientarse en tres dimensiones y apuntar correctamente hacia cualquier mundo al pasar junto a él. Evidentemente, si no somos capaces de dirigir bien las cámaras, de poco sirve que éstas puedan devolver imágenes desde miles de millones de kilómetros de distancia.

Cada nave espacial cuesta aproximadamente lo mismo que un bombardero estratégico moderno. Pero a diferencia de los bombarderos, un
Voyager
no puede, una vez lanzado, volver a los hangares para ser reparado. Por eso las computadoras y aparatos electrónicos de la nave se diseñan de forma redundante. Gran parte de la maquinaria clave, incluyendo el esencial transmisor de radio, lleva al menos un sustituto a bordo, preparado para ser requerido si alguna vez se plantea la necesidad. Cuando uno de los
Voyager
se encuentra en dificultades, las computadoras utilizan la lógica del «árbol de contingencias ramificadas» para elaborar la secuencia apropiada de actuación. En caso de que tampoco eso funcionara, la nave pide ayuda a la Tierra.

A medida que la astronave se va alejando más de nuestro planeta, va incrementándose también el tiempo que invierten las ondas de radio en su viaje de ida y vuelta, que alcanza las once horas cuando el
Voyager
se halla a la distancia de Neptuno. Así pues, en caso de emergencia la nave debe saber cómo situarse en una posición segura de reserva, mientras espera instrucciones procedentes de la Tierra. Por otra parte, a medida que va pasando el tiempo es de esperar que se vayan produciendo más fallos, tanto en sus componentes mecánicos como en el sistema informático que lleva incorporado, si bien hasta el momento no hay indicios de ningún deterioro serio de la memoria, de lo que podríamos llamar «enfermedad de Alzheimer» de los robots.

Ello no significa, claro está, que los
Voyager
sean perfectos. Ha habido que lidiar ya con serios contratiempos, que han supuesto amenazas reales para la misión. En cada una de esas ocasiones se asignaron equipos especiales de ingenieros —algunos habían formado parte del programa Voyager desde el principio— para «trabajar» el problema. Estudiaban las materias científicas implícitas en el contratiempo y recurrían a su experiencia previa con los subsistemas defectuosos. Para experimentar empleaban equipos idénticos a los de la nave
Voyager
que nunca llegaron a ponerse en órbita, o bien optaban por fabricar gran cantidad de componentes del mismo tipo que los que estaban fallando, a fin de alcanzar una comprensión de orden estadístico respecto a los motivos de la avería.

En abril de 1978, casi ocho meses después del lanzamiento y mientras la nave se aproximaba al cinturón de asteroides, la omisión de una orden en la Tierra —un error humano— hizo que la computadora de a bordo del
Voyager 2
desconectara el transmisor principal de radio y conectara su sustituto. Durante la siguiente conexión con la nave, el transmisor de reserva se negó a desconectarse de acuerdo con la orden que le llegaba desde la Tierra. Un componente de los circuitos, un condensador, había fallado. Transcurridos siete días, durante los cuales el
Voyager 2
estuvo totalmente fuera de contacto, el software de protección antierrores ordenó de repente al transmisor de reserva que se desconectara y puso de nuevo en marcha el principal. Misteriosamente —hasta el día de hoy nadie sabe a qué se debió—, momentos después el transmisor principal falló. Nunca más se ha sabido de él. Para colmo, la computadora de a bordo comenzó entonces a insistir alocadamente en utilizar el transmisor principal defectuoso. Por culpa de una desgraciada concatenación de errores humanos y robóticos, la nave se encontraba ahora verdaderamente en peligro. A nadie se le ocurría el modo de conseguir que el
Voyager 2
conectara de nuevo el transmisor de reserva. Y aunque lo hiciera, dicho transmisor tampoco podía recibir órdenes de la Tierra por causa del condensador averiado. Fueron momentos en que muchos miembros del personal del proyecto se temieron lo peor.

Pero al cabo de una semana de obstinada indiferencia ante todas las órdenes, las instrucciones de puesta en marcha entre transmisores fueron aceptadas y programadas en la caprichosa computadora de a bordo. En el transcurso de esa misma semana, los ingenieros del JPL diseñaron un innovador procedimiento de control de la frecuencia de transmisión de las órdenes, a fin de garantizar que las más esenciales fueran comprendidas por el transmisor de reserva averiado.

Ahora los ingenieros podían comunicarse de nuevo, al menos de manera rudimentaria, con la astronave. Pero desgraciadamente dicho transmisor había quedado tocado y se había vuelto extremadamente sensible al calor disperso liberado cuando determinados componentes de la nave aumentaban o disminuían de potencia. En los meses siguientes los ingenieros del JPL diseñaron y llevaron a cabo pruebas que les permitieran comprender a fondo las implicaciones térmicas que acarrean muchas de las operaciones en una nave espacial: ¿cuáles impedirían y cuáles permitirían la recepción de órdenes desde la Tierra?

Con esta información pudo solventarse por completo el problema con el transmisor de reserva y éste registró todas las órdenes procedentes de la Tierra acerca de cómo recabar datos en los sistemas de Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Los ingenieros habían conseguido salvar la misión. (Para curarse en salud, y durante la mayor parte del subsiguiente viaje del
Voyager 2,
siempre proporcionaron de antemano a la computadora de a bordo la secuencia de órdenes nominales referente a la toma de datos para el próximo planeta con que debía encontrarse, no fuera que le diera de nuevo por hacer oídos sordos a las demandas que le formulaban desde casa.)

Otro acongojante percance se produjo justo después de que el
Voyager 2
emergiera desde detrás de Saturno (visto desde la Tierra) en agosto de 1981. La plataforma de exploración científica había estado moviéndose febrilmente, apuntando, ahora aquí ahora allá, hacia los anillos, lunas y la misma superficie del planeta durante los momentos —demasiado breves— de mayor aproximación. Repentinamente, la plataforma se atascó. Una plataforma de exploración encallada constituye un apuro capaz de volver loco a cualquier astrónomo: tener conciencia de que la astronave está volando junto a maravillas que nunca nadie ha presenciado, que no volveremos a ver en años o quizá en décadas, y la nave espacial mirando fijamente al espacio con total indiferencia, ignorándolo absolutamente todo.

La plataforma de exploración es movida por actuadores que contienen trenes de engranajes. Así pues, primero, los ingenieros del JPL hicieron funcionar una copia idéntica de un actuador de vuelo en una misión simulada. Este falló tras 348 giros; el actuador de la nave espacial se había atascado al cabo de 352 giros. Se descubrió que el problema residía en un fallo de lubricación. Bueno era saberlo, pero ¿qué se podía hacer para solucionarlo? Evidentemente era imposible llegar hasta el
Voyager
provistos de una lata de aceite.

Los ingenieros se preguntaban si podrían poner de nuevo en marcha el actuador averiado mediante calentamiento y enfriamiento alternos; quizá las tensiones térmicas resultantes inducirían la expansión y contracción en grados diversos de los componentes del actuador y desatascarían el sistema. Probaron esta idea en el laboratorio con actuadores fabricados para la ocasión y, con gran alborozo, descubrieron que de esta manera se podía poner de nuevo en funcionamiento la plataforma de exploración científica en el espacio. El personal del proyecto diseñó también métodos para diagnosticar cualquier tendencia adicional al fallo de los actuadores con la antelación suficiente para evitar el problema. Después de eso, la plataforma de exploración del
Voyager 2
funcionó a la perfección.

Todas las imágenes tomadas en los sistemas de Urano y Neptuno deben su existencia a este trabajo. Los ingenieros, una vez más, habían logrado evitar el desastre.

Los
Voyager 1 y 2
fueron concebidos para explorar solamente los sistemas de Júpiter y Saturno. Cierto que sus trayectorias iban a llevarlos hacia Urano y Neptuno, pero oficialmente esos planetas nunca fueron contemplados como objetivos de exploración para los
Voyager:
no estaba calculado que dichas naves duraran tanto. En vista de nuestro deseo de aproximarnos al misterioso mundo de Titán, el
Voyager 1
fue impulsado por Saturno en una senda en la que nunca podría toparse con ningún otro mundo conocido; fue el
Voyager 2
el que voló hacia Urano y Neptuno consiguiendo un notabilísimo éxito. A esas inmensas distancias la luz solar es cada vez más apagada y las señales de radio transmitidas a la Tierra se vuelven paulatinamente más débiles. Eran problemas predecibles, aunque no por ello menos serios, a los que los ingenieros y científicos del JPL debieron hacer frente.

A causa de los bajos niveles de luz en Urano y Neptuno, las cámaras de televisión del
Voyager
se veían forzadas a aplicar periodos largos de exposición. Pero la nave circulaba tan de prisa a través, por poner un ejemplo, del sistema de Urano (a unos 56000 kilómetros por hora) que la imagen habría quedado manchada o borrosa. Para compensarlo, toda la nave debía moverse durante los tiempos de exposición, del mismo modo que hacemos girar lentamente la cámara en la dirección opuesta para tomar una foto de un coche en movimiento, en plena calle. Suena muy sencillo, pero no lo es: es necesario neutralizar el más leve movimiento. Con gravedad cero, el mero hecho de poner en marcha o parar el aparato de cassette de la nave puede hacerla oscilar lo suficiente como para estropear una imagen.

También este obstáculo pudo ser salvado enviando órdenes a los pequeños motores cohete (llamados
thrusters)
de la nave, unas máquinas de una sensibilidad exquisita. Mediante un pequeño golpe de gas al principio y al final de cada secuencia de toma de datos, los
thrusters
compensaban la oscilación provocada por la cinta registradora, haciendo girar solamente un poco toda la nave. A fin de solucionar la baja potencia de radio recibida en la Tierra, los ingenieros diseñaron un modo nuevo y más eficaz de registro y transmisión de datos, y los radiotelescopios en la Tierra fueron vinculados electrónicamente a otros para incrementar su sensibilidad. En conjunto, el sistema de imagen funcionó mejor, bajo muchos criterios, en Urano y Neptuno de lo que lo hizo en Saturno e incluso en Júpiter.

Los
Voyager
todavía no han dejado de explorar. Cabe, claro está, la posibilidad de que mañana mismo falle algún subsistema vital, pero en lo que concierne a la desintegración radiactiva de la fuente de energía que supone el plutonio, ambas naves deberían ser capaces de continuar mandando datos a la Tierra hasta el año 2015 aproximadamente.

El
Voyager
es un ser inteligente, parte robot, parte humano, Transporta los sentidos del hombre hasta mundos remotos. Para tareas simples y problemas a corto plazo se fía de su propia inteligencia, pero para trabajos más complejos y problemas de mayor alcance se pone en manos de la inteligencia colectiva y de la experiencia de los ingenieros del JPL. Esta tendencia está destinada a crecer. Los
Voyager
encarnan la tecnología de principios de los años setenta; si hoy se diseñara una nave para una misión de estas características, incorporaría asombrosos avances en cuanto a inteligencia artificial, miniaturización, velocidad de procesamiento de datos, habilidad para la autodiagnosis y reparación, así como a la incapacidad para aprender de la experiencia. También resultaría mucho más económica.

BOOK: Un punto azul palido
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