En los múltiples entornos peligrosos para las personas, tanto en la Tierra como en el espacio, el futuro pertenece a asociaciones de robots y humanos que reconocerán en las naves
Voyager
a sus antecesoras y pioneras. En circunstancias de accidente nuclear, desastres mineros, exploración y arqueología subterránea, fabricación, inspección del interior de los volcanes y como ayuda en el hogar, por nombrar solamente unas pocas aplicaciones potenciales, podría suponer un enorme adelanto el poder contar con una generación de robots compactos, ingeniosos, móviles y dirigibles, capaces de diagnosticar y reparar sus propias disfunciones. Es muy probable que los de su tribu sean mucho más numerosos en un futuro próximo.
Hoy, la certeza de que cualquier cosa que construya el gobierno va a resultar un desastre ha pasado a formar parte de la sabiduría convencional. Pero las dos naves
Voyager
fueron construidas por el gobierno (en asociación con ese otro fantasma, la academia). Y se hicieron dentro de los costes presupuestados, en el tiempo previsto, excediendo además ampliamente de sus especificaciones de diseño, así como de los sueños más osados de sus constructores. Sin tener como fin el control, la amenaza, el perjuicio o la destrucción, estas elegantes máquinas representan la faceta exploradora de nuestra naturaleza, liberada para vagar por el sistema solar y más allá de sus confines. Este tipo de tecnología —hallándose los tesoros que descubre libremente disponibles para todos los seres humanos del mundo— ha supuesto, en el transcurso de las últimas décadas, una de las pocas actividades llevadas a cabo por Estados Unidos unánimemente admiradas, tanto por los que aborrecen muchas de sus políticas, como por los que en general se muestran de acuerdo con la nación. Los
Voyager
vienen costando a cada americano menos de un centavo al año, desde su lanzamiento hasta su encuentro con Neptuno. Las misiones a otros planetas constituyen una de las cosas que mejor hacemos, y no lo digo solamente en referencia a Estados Unidos, sino a toda la especie humana.
Siéntate como un sultán entre las lunas de Saturno.
H
ERMAN
M
ELVILLE
,
Moby Dick,
cap. 107 (1851)
E
xiste un mundo, cuyo tamaño se encuentra a medio camino entre la Luna y Marte, donde el aire, en sus capas superiores, se riza a causa de la electricidad, que fluye en torrentes procedente de su vecino, el arquetípico planeta de los anillos. Su perpetua envoltura marrón está teñida de un curioso tono anaranjado tostado, y la materia de la vida cae sin cesar de los cielos sobre su oculta y desconocida superficie. Este mundo se encuentra tan lejos que la luz del Sol tarda más de una hora en llegar a él. Las naves espaciales necesitan años. Muchos datos acerca de él siguen siendo un misterio, entre ellos si alberga grandes océanos. No obstante, sabemos lo suficiente como para reconocer que puede haber a nuestro alcance un lugar donde se están desarrollando determinados procesos que, eones atrás, condujeron en la Tierra al origen de la vida.
En nuestro mundo se está llevando a cabo un experimento a largo plazo —en algunos aspectos bastante prometedor— acerca de la evolución de la materia. Los fósiles más antiguos conocidos tienen unos 3600 millones de años de antigüedad. Pero hace 4200 o 4300 millones de años, la Tierra estaba siendo devastada hasta tal punto, en las etapas finales de su formación, que es imposible que la vida ya hubiera surgido: colisiones masivas fundían la superficie, convirtiendo los océanos en vapor y dejando escapar al espado cualquier atmósfera que hubiera podido acumularse desde el último impacto. Así pues, cuatro mil millones de años atrás existió una ventana, bastante limitada —tal vez solamente de unos cien millones de años de amplitud—, en la que nuestros antepasados más distantes nacieron a la vida. En cuanto las condiciones lo permitieron, la vida se desarrolló con rapidez. En cierto modo.
Es muy probable que los primeros seres vivientes fueran muy ineptos, mucho menos capaces que el más humilde de los microbios de la actualidad, y eso que éstos a duras penas llegan a efectuar bastas copias de sí mismos. Pero la selección natural, el proceso crucial descrito por primera vez con coherencia por Charles Darwin, constituye un instrumento dotado de tan inmenso poder que a partir de los comienzos más modestos puede emerger toda la riqueza y hermosura del mundo biológico.
Aquellos primeros seres vivientes se componían de piezas, partes, bloques constructivos que hubieron de surgir por sí solos, es decir, alentados por las leyes de la física y la química, sobre una Tierra carente de vida. Los bloques constructivos de toda vida terrestre reciben el nombre de moléculas orgánicas y se basan en el carbono. Del prodigioso número de posibles moléculas orgánicas, muy pocas participan en la creación de vida. Las dos clases más importantes son los aminoácidos, bloques constructivos de las proteínas, y las bases de nucleótidos, bloques constructivos de los ácidos nucleicos.
Y justo antes del origen de la vida, ¿de dónde surgieron esas moléculas? Solamente existen dos posibilidades: del exterior o del interior del planeta. Sabemos que en esos tiempos impactaban en la Tierra muchísimos más cometas y asteroides que hoy; que esos pequeños mundos constituyen almacenes rebosantes de moléculas orgánicas complejas, y que algunas de ellas pudieron escapar al negro destino que esperaba a la mayoría de moléculas a consecuencia del impacto. Estoy describiendo aquí bienes caseros, no importados: las moléculas orgánicas generadas en el aire y las aguas de la Tierra primitiva.
Lamentablemente, no conocemos demasiado acerca de la composición del aire primitivo, y hay que señalar también que las moléculas orgánicas se fabrican con mayor facilidad en unas atmósferas que en otras. No podía haber mucho oxígeno, porque el oxígeno es generado por las plantas verdes, y en esa época todavía no existían. Probablemente habría más hidrógeno, pues el hidrógeno es muy abundante en el universo y escapa al espacio desde las capas altas de la atmósfera de la Tierra mejor que cualquier otro átomo (debido a que es muy ligero). Si somos capaces de imaginar diversas posibilidades de atmósferas primitivas, podemos duplicarlas en el laboratorio, aplicar energía y ver qué moléculas orgánicas se generan y en qué cantidades. Este tipo de experimentos se han revelado estimulantes y prometedores a lo largo de los años. Pero nuestra ignorancia de las condiciones iniciales limita su relevancia.
Lo que necesitamos es un mundo real cuya atmósfera conserve todavía algunos de esos gases ricos en hidrógeno, un mundo que en otros aspectos sea parecido a la Tierra, un mundo en que los bloques orgánicos constructivos de vida estén siendo masivamente generados en la actualidad, y al cual podamos acudir en busca de nuestros propios orígenes. Solamente existe un mundo así en el sistema solar. Se trata de Titán, la gran luna de Saturno. Tiene alrededor de 5150 kilómetros de diámetro, un poco menos de la mitad del tamaño de la Tierra. Necesita dieciséis de nuestros días para completar una órbita alrededor de Saturno.
No hay ningún mundo que sea una réplica perfecta de otro y, al menos en un aspecto importante, Titán es muy distinto de la Tierra primitiva: al hallarse tan alejado del Sol, su superficie es extremadamente fría, muy por debajo del punto de congelación del agua, alrededor de 180°C bajo cero. Así pues, mientras en la época del origen de la vida la Tierra estaba —como ahora— cubierta en su mayor parte por océanos, en Titán no pueden existir océanos de agua líquida. (Que haya océanos compuestos de otra materia ya es otra historia, como veremos más adelante.) Sin embargo, las bajas temperaturas proporcionan una ventaja, pues una vez sintetizadas las moléculas en Titán, tienden a conservarse: cuanto más elevadas son las temperaturas, más rápido se destruyen las moléculas. En Titán puede que todavía se conserven las moléculas que han estado lloviendo del cielo como maná durante los últimos cuatro mil millones de años, completamente inalteradas, congeladas, aguardando la llegada de los químicos de la Tierra.
L
A INVENCIÓN DEL TELESCOPIO
en el siglo XVII condujo al descubrimiento de muchos mundos nuevos. En 1610 Galileo espió por primera vez los cuatro grandes satélites de Júpiter. Parecía un sistema solar en miniatura, con aquellas pequeñas lunas dando vueltas alrededor de Júpiter, tal como pensaba Copérnico que los planetas orbitaban al Sol. Fue otro duro golpe para los geocentristas. Cuarenta y cinco años más tarde, el renombrado físico holandés Christiaan Huygens descubrió una luna que se movía alrededor del planeta Saturno, y la llamó Titán
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Era un punto de luz a más de 1600 millones de kilómetros de distancia, fulgurando en luz solar reflejada. Desde el momento de su descubrimiento, una época en que los hombres europeos llevaban largas pelucas de tirabuzones, hasta la segunda guerra mundial, cuando los americanos se cortaban el pelo al uno, casi no se supo nada más de Titán, exceptuando el hecho de que presenta un curioso color tostado. Los telescopios basados en la Tierra apenas pudieron averiguar algún detalle enigmático. El astrónomo español J. Comas Sola aportó, en los albores del siglo XX, una vaga e indirecta evidencia de la existencia de una atmósfera.
En cierto modo, yo crecí con Titán. Desarrollé mi tesis doctoral en la Universidad de Chicago bajo la tutela de Gerard P. Kuiper, el astrónomo que efectuó el descubrimiento definitivo de que Titán posee atmósfera. Kuiper era holandés y descendiente intelectual en línea directa de Christiaan Huygens. En 1944, mientras llevaba a cabo un examen espectroscópico de Titán, Kuiper quedó asombrado al descubrir los rasgos espectrales característicos del gas metano. Cuando apuntó el telescopio hacia Titán, ahí estaba la rúbrica del metano
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Cuando lo retiraba, en cambio, ni rastro del metano. Pero las lunas no tienen por qué retener atmósferas considerables y, desde luego, no es ése el caso de la luna de la Tierra. Kuiper comprendió que Titán podía retener una atmósfera aunque su gravedad fuera inferior a la de la Tierra, al ser muy fría su atmósfera superior. Simplemente, las moléculas no se mueven con la celeridad suficiente para que un número significativo de ellas alcance la velocidad de escape y huya al espacio.
Daniel Harris, alumno de Kuiper, demostró de manera concluyente que Titán es rojo. Tal vez estuviéramos contemplando una superficie herrumbrosa como la de Marte. Si queríamos aprender más cosas sobre Titán, podíamos medir la polarización de la luz solar reflejada en él. La luz solar ordinaria no está polarizada. Joseph Veverka, actualmente compañero mío en el cuerpo docente de la Universidad de Cornell, se graduó bajo mi tutela en la Universidad de Harvard y es, en consecuencia, por así decirlo, «descendiente» de Kuiper. En
su
tesis doctoral, alrededor de 1970, midió la polarización de Titán y descubrió que ésta cambiaba cuando se modificaban las posiciones relativas de Titán, el Sol y la Tierra. Pero el cambio era muy distinto del exhibido, por ejemplo, por la Luna. Veverka llegó a la conclusión de que la naturaleza de esta variación era coherente con la existencia de nubes o niebla extensiva en Titán. Cuando lo observábamos a través del telescopio no estábamos viendo su superficie. No sabíamos nada de cómo podía ser, ni teníamos tampoco la más ligera idea de la distancia que la separaba de la cubierta de nubes.
Así, a principios de los años setenta, a modo de legado de Huygens y de su línea de descendencia intelectual, quedó claro por lo menos que Titán posee una atmósfera densa rica en metano y que probablemente se halla envuelto en un velo rojizo de nubes o neblina aerosol. Pero ¿qué tipo de nube puede ser roja? A comienzos de la década de los setenta, mí colega Bishun Khare y yo llevamos a cabo unos experimentos en Cornell consistentes en irradiar diversas atmósferas ricas en metano con luz ultravioleta o electrones, con lo cual se generaba un sólido rojizo o marronoso; este material formaba una capa en el interior de nuestros vasos de reacción. Se me ocurrió que si Titán, que era rico en metano, poseía esas nubes de tonos entre rojo y marrón, éstas podían muy bien ser similares a lo que estábamos fabricando en el laboratorio. Llamamos a ese material
tholin (tollina,
en griego, significa «fangoso»). Al principio teníamos una muy vaga idea de cuál podía ser su composición. Se trataba de algún tipo de mezcolanza orgánica, producto de la disgregación de nuestras moléculas iniciales, que permitía la recombinación de los átomos —carbono, hidrógeno, nitrógeno— y de los fragmentos moleculares.
La palabra «orgánico» no lleva implícita ninguna atribución de origen biológico; de acuerdo con la vieja usanza química, que tiene más de un siglo de antigüedad, sirve meramente para describir moléculas compuestas por átomos de carbono (excluyendo algunas muy simples, como el monóxido de carbono, CO, y el anhídrido carbónico, CO
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). Dado que la vida en la Tierra está basada en moléculas orgánicas y visto que hubo un tiempo anterior a la
existencia
de vida en la Tierra, algún proceso tuvo que dar lugar a moléculas orgánicas en nuestro planeta antes de que apareciera el primer organismo. Algo similar, propuse yo, podría estar ocurriendo hoy en Titán.
El acontecimiento de la época, en lo que se refiere a nuestra comprensión de Titán, fue la llegada en 1980 y 1981 de las naves espaciales
Voyager 1 y 2
al sistema de Saturno. Los instrumentos de medición ultravioleta, infrarrojo y radio registraron la presión y la temperatura a través de la atmósfera, desde la superficie oculta hasta el borde del espacio. Averiguamos a qué altura llegaban los puntos más altos de las nubes y que el aire en Titán se compone principalmente de nitrógeno, N
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, como ocurre hoy en la Tierra. El otro componente fundamental, como descubrió Kuiper, es el metano, CH
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, la materia prima a partir de la cual se generan allí moléculas orgánicas basadas en el carbono.