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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (9 page)

BOOK: Un punto azul palido
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Al menos por el momento, nuestros horizontes son lo suficientemente amplios...; hasta que logremos habituarnos a los infinitos horizontes con que ya contamos, y no perdamos con tanta frecuencia el equilibrio al contemplarlos, es prematuro anhelar horizontes más amplios.

¿Q
UE BUSCAMOS REALMENTE
en la filosofía y la religión? ¿Paliativos? ¿Terapia? ¿Consuelo? ¿Buscamos fábulas tranquilizadoras o la comprensión de nuestras circunstancias reales? Consternarnos porque el universo no se ajusta a nuestras preferencias parece una puerilidad. Uno podría pensar que los adultos se sentirían avergonzados de publicar sus frustraciones. La forma elegante de hacerlo no pasa por echar la culpa al universo —lo cual realmente no tiene ningún sentido—, sino que más bien habría que echarla al medio a través del cual conocemos el universo, es decir, la ciencia.

En el prólogo a su obra
Santa Juana,
George Bernard Shaw describió a la ciencia como disciplina que abusa de nuestra credulidad, nos impone una visión extraña del mundo, intimida a la religión:

En la Edad Media, la gente creía que la Tierra era plana, para lo cual contaban al menos con la evidencia que les proporcionaban los sentidos: nosotros creemos que es redonda, y no porque un nimio uno por ciento de entre nosotros pueda aducir las razones de la física que explican tan peregrina creencia, sino porque la ciencia moderna nos ha convencido de que nada de lo que parece obvio es cierto, y de que todo lo mágico, improbable, extraordinario, gigantesco, microscópico, despiadado o atroz es científico.

Un ejemplo más reciente y muy instructivo lo constituye la obra
Understanding the Present: Science and the Soul of Modern Man
(«Comprender el presente: la ciencia y el alma del hombre moderno») de Bryan Appleyard, un periodista británico. Este libro alude explícitamente a lo que muchas personas en todo el mundo piensan, pero no se atreven a decir. El candor de Appleyard resulta refrescante. El es un verdadero creyente y no permitirá que quitemos importancia a las contradicciones entre la ciencia moderna y la religión tradicional:

«La ciencia nos ha arrebatado nuestra religión», se lamenta. ¿Y qué clase de religión es la que anhela? Una religión en la que «la raza humana era el centro, el corazón, la causa final de todo el sistema. Colocaba definitivamente nuestro yo sobre el mapa universal... Nosotros éramos la finalidad, el objetivo, el eje racional alrededor del cual giraban los grandes armazones etéreos». Añora «el universo de la ortodoxia católica», en el cual «el cosmos es presentado como una máquina construida alrededor del drama de la salvación»; con ello Appleyard hace referencia al hecho de que, a pesar de las órdenes explícitas en el sentido contrario, un hombre y una mujer comieron un día de una manzana, y ese acto de insubordinación transformó el universo en un dispositivo para el condicionamiento operante de sus descendientes remotos.

En contraste, la ciencia moderna «nos presenta como casualidades. Somos causados por el cosmos pero no somos la causa del mismo. El hombre moderno a la postre no es nada, no tiene ningún papel en la creación». La ciencia es «espiritualmente corrosiva, reduce a cenizas a las autoridades y tradiciones antiguas. No puede, en verdad, coexistir con ninguna otra cosa... La ciencia, silenciosa e inexplícitamente, nos está persuadiendo para que abandonemos nuestra identidad propia, nuestro verdadero yo... Los seres humanos no podemos vivir con semejante revelación. La única moralidad que nos queda es la de la mentira consoladora». Cualquier cosa antes que luchar con la insoportable carga de sabernos insignificantes.

En un pasaje con reminiscencias de Pío IX, Appleyard llega a condenar el hecho de que «una democracia moderna tenga la potestad de admitir la coexistencia de una serie de doctrinas religiosas contradictorias, que sí deben coincidir en un cierto, aunque limitado, número de preceptos generales, pero nada más. No les está permitido prender fuego a los lugares recíprocos de culto, pero pueden negar e incluso abusar de su respectivo Dios. Ésta es la forma efectiva, científica de proceder».

Pero ¿qué alternativa nos queda? ¿Fingir obstinadamente la certidumbre en un mundo incierto? ¿Adoptar un credo reconfortante, dejando de lado el grado en que éste pueda diferir de los hechos? Por razones prácticas, no podemos permitirnos vivir demasiado de la fantasía. ¿Acaso debemos censurarnos mutuamente nuestras religiones y quemarnos unos a otros nuestros lugares de culto? ¿Cómo podemos saber cuál de entre los miles de credos humanos debe convertirse en el sistema indisputable, ubicuo, obligatorio?

Estas citas delatan un ataque de nervios ante la grandeza y magnificencia del universo, pero especialmente ante su indiferencia. La ciencia nos ha enseñado que, como tenemos gran talento para decepcionarnos a nosotros mismos, puede que la subjetividad no llegue a reinar libremente. Ése es uno de los motivos por los que Appleyard desconfía tanto de la ciencia: parece demasiado razonada, mesurada e impersonal. Sus conclusiones se derivan de interrogar a la Naturaleza, y no en todos los casos están prediseñadas para satisfacer nuestros deseos. Appleyard deplora la moderación. Suspira por una doctrina infalible, liberada del ejercicio del juicio, y por la obligación de creer sin cuestionar. No ha comprendido la falibilidad humana. No reconoce la necesidad de institucionalizar la maquinaria del error-corrección ni en nuestras instituciones sociales ni en nuestra visión del universo.

Es el grito angustiado del bebé cuando los padres no acuden a su lado. Pero la mayoría de las personas acaban haciendo frente a la realidad, y también a la dolorosa ausencia de unos progenitores, que siempre son garantía de que nada malo va a ocurrir a los pequeños mientras éstos hagan lo que se les manda. A la larga, la mayoría encuentra el modo de adaptarse al universo, especialmente cuando les son proporcionados los instrumentos para pensar correctamente.

«Lo único que les legamos a nuestros hijos» en la era de la ciencia, se lamenta Appleyard, «es la convicción de que nada es verdadero, decisivo o perdurable, incluyendo la cultura que les ha visto nacer». Cuánta razón tiene en lo que se refiere a la insuficiencia de nuestro legado. Pero ¿lograríamos enriquecerlo añadiéndole certidumbres sin base? Él desdeña «la esperanza piadosa de que la ciencia y la religión son dominios independientes que pueden separarse con facilidad». Por el contrario, «la ciencia, tal como la conocemos hoy, no es en absoluto compatible con la religión».

Pero, en realidad, ¿no nos está diciendo Appleyard que algunas religiones tienen hoy dificultades para efectuar pronunciamientos indisputables acerca de la naturaleza del mundo que sean completamente falsos? Nosotros admitimos que incluso los líderes religiosos más reverenciados, productos de su época tal como nosotros lo somos de la nuestra, pudieron cometer errores. Las religiones se contradicen unas a otras, tanto en temas menores —tales como si debemos ponernos sombrero para entrar en un lugar de culto o bien quitárnoslo o si es conveniente comer cordero y abstenerse de comer cerdo o al revés— como en las cuestiones fundamentales, como la de no tener dioses, adorar a un solo Dios o a muchos.

La ciencia nos ha llevado, a muchos de nosotros, al estado en que Nathaniel Hawthorne encontró a Herman Melville: «No es capaz ni de creer ni de sentirse cómodo sin creer.» O a Jean-Jacques Rousseau: «No me habían convencido, pero me habían alterado. Sus argumentos me estremecieron sin llegar nunca a convencerme... Es duro abstenerse de creer lo que uno desea tan profundamente.» Cuando los sistemas de creencias propugnados por las autoridades seculares y religiosas se ven socavados, en general es probable que se erosione el respeto por la autoridad. La lección es clara: incluso los líderes políticos deben ser precavidos a la hora de abrazar una doctrina falsa. Ese no es un defecto de la ciencia, sino una de sus virtudes.

Naturalmente, el consenso en lo que respecta a la visión del mundo es alentador, en tanto que el conflicto de opiniones puede resultar inquietante y exigirnos un mayor esfuerzo. Pero a menos que insistamos, en contra de toda evidencia, en que nuestros antepasados eran perfectos, el avance en el conocimiento requerirá que deshilemos y luego volvamos a hilar el consenso que ellos establecieron.

En algunos aspectos la ciencia ha superado ampliamente a la religión en lo que a provocar pavor se refiere. ¿Cómo es posible que casi ninguna religión importante haya analizado la ciencia y concluido: «¡Esto es mejor de lo que habíamos pensado! El universo es mucho más grande de lo que decían nuestros profetas, más preeminente, más sutil, más elegante. Dios tiene que ser aún más grande de lo que habíamos soñado.»? En lugar de eso, exclaman: «¡No, no y no! Mi Dios es un Dios pequeño, y quiero que siga siéndolo.» Una religión, antigua o nueva, que subrayara la magnificencia del universo como la ha revelado la ciencia moderna, podría ser capaz de levantar reservas en la reverencia y el temor apenas intuidas por los credos convencionales. Tarde o temprano deberá surgir una religión así.

D
OS O TRES MILENIOS ATRÁS
, nadie se avergonzaba por el hecho de pensar que el universo fue hecho para nosotros. Era una tesis atractiva, y compatible con todo lo que conocíamos; era lo que propugnaban los más eruditos sin salvedad. Pero hemos descubierto muchas cosas desde entonces. Defender hoy en día semejante postura equivale a pasar premeditadamente por alto la evidencia, y a una huida del autoconocimiento.

Aun así, a muchos de nosotros esas desprovincializaciones nos causan encono. Si bien no llegan a triunfar, suponen un desgaste de las esperanzas, a diferencia de las felices certezas antropocéntricas de otros tiempos, que comulgan con la utilidad social. Queremos estar aquí con una finalidad, aunque, a pesar de tanta decepción, nada es evidente. «La vacía irracionalidad de la vida —escribió León Tolstoi— es el único conocimiento incuestionable a que tiene acceso el hombre.» Nuestra época sobrelleva la carga del peso acumulado en los sucesivos desprestigios de nuestras concepciones: somos recién llegados. Vivimos en una región olvidada del cosmos. Surgimos de microbios y detritus. Los simios son nuestros primos. Nuestros pensamientos y sentimientos no se hallan enteramente bajo nuestro control. Es posible que existan seres muy diferentes y mucho más listos en algún lugar. Y, por si fuera poco, estamos estropeando nuestro planeta y convirtiéndonos en un peligro para nosotros mismos.

Bajo nuestros pies, la trampilla está abierta. Nos descubrimos precipitándonos en caída libre, pero sin fondo. Estamos perdidos en una inmensa oscuridad y no hay nadie que pueda mandarnos un equipo de rescate. Ante tan dura realidad, naturalmente, nos sentimos tentados a cerrar los ojos y fingir que nos encontramos seguros y confortables en casa, que la caída no es más que una pesadilla.

No hemos alcanzado un consenso acerca de nuestro lugar en el universo. No hay acuerdo generalizado sobre una visión a largo plazo del objetivo de nuestra especie, de no ser, quizá, la simple supervivencia. Especialmente cuando corren malos tiempos, andamos desesperados buscando aliento y no nos sentimos receptivos para atender a la letanía de las grandes decepciones y las esperanzas frustradas. Sí estamos, en cambio, mucho más dispuestos a escuchar que somos especiales, sin importarnos que las evidencias que lo avalan tengan el grueso de una hoja de papel. Si solamente hace falta algo de mito y ritual para que podamos soportar una noche que parece interminable, ¿quién no va a compadecerse y comprendernos?

Pero si nuestro objetivo apunta al conocimiento profundo, más que a una tranquilidad superficial, los beneficios de esta nueva perspectiva sobrepasan con mucho a las pérdidas. Tan pronto como superamos nuestro miedo a ser insignificantes nos descubrimos en el umbral de un universo vasto e imponente que empequeñece del todo —en tiempo, espacio y potencial— el ordenado proscenio antropocéntrico de nuestros antepasados. Miramos a través de miles de millones de años luz de espacio para vislumbrar el universo poco después del big bang, y sondeamos la magnífica estructura de la materia. Escudriñamos el núcleo de nuestro planeta, el llameante interior de nuestra estrella. Ponemos al descubierto capítulos ocultos en el registro de nuestros propios orígenes y, con cierta congoja, comprendemos mejor nuestra naturaleza y perspectivas. Inventamos y refinamos la agricultura, sin la cual moriríamos casi todos de inanición. Creamos medicinas y vacunas que salvan la vida a miles de millones de personas. Nos comunicamos a la velocidad de la luz y damos la vuelta a la Tierra en una hora y media. Hemos enviado docenas de naves a más de sesenta mundos y cuatro astronaves a las estrellas. Es justo que nos deleitemos con nuestros logros, que nos sintamos orgullosos de que nuestra especie haya sido capaz de llegar tan lejos, y también que atribuyamos parte del mérito a esa misma ciencia que tanto ha rebajado nuestras pretensiones.

Para nuestros antepasados, la Naturaleza escondía muchos factores dignos de temer, relámpagos, tormentas, terremotos, volcanes, plagas, sequías, inviernos largos. Las religiones afloraron en parte como intentos de aplacar y controlar, si no de comprender, las turbulencias de la Naturaleza. La revolución científica nos permitió vislumbrar un universo ordenado subyacente, en el que existía una armonía literal de los mundos (la frase es de Johannes Kepler). Si comprendemos la Naturaleza, tenemos alguna expectativa de controlarla o, al menos, de mitigar el mal que puede ocasionar. En este sentido, la ciencia trajo esperanza.

La mayoría de los grandes debates desprovincializadores se abordaron sin pensar en sus implicaciones prácticas. Seres humanos apasionados y curiosos anhelaban comprender sus circunstancias reales, hasta qué punto eran únicos u ordinarios, ellos y su mundo, sus orígenes y destinos últimos, cómo funciona el universo. Sorprendentemente, algunos de esos debates han acarreado los más profundos beneficios prácticos. El propio método de razonamiento matemático que introdujo Isaac Newton para explicar el movimiento de los planetas alrededor del Sol ha desembocado en la mayor parte de la tecnología de nuestro mundo moderno. La revolución industrial, con todas sus deficiencias, sigue siendo el paradigma global de cómo puede una nación agrícola salir de la pobreza. Esos debates suelen tener consecuencias prácticas.

Podía haber sucedido de otro modo. La balanza podía haberse inclinado del otro lado; cabía la posibilidad de que los seres humanos no hubiésemos querido saber nada de un universo inquietante, que no hubiéramos estado dispuestos a tolerar que se cuestionara la sabiduría vigente. A pesar de una determinada resistencia en cada época, dice mucho en nuestro favor que nos permitiéramos seguir el hilo de la evidencia, extraer conclusiones que a primera vista parecían intimidatorias: un universo tanto más grande y antiguo, que nuestra experiencia personal e histórica quedaba empequeñecida y humillada, un universo en el cual cada día nacen soles y se desvanecen mundos, un universo en el cual la Humanidad, recién llegada, se aferra a un oscuro terrón de materia.

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