El Mar de la Fe estuvo también, en su día, lleno hasta los topes, y se mecía a lo largo de la orilla terrestre como los pliegues de una brillante banda ondulada. Pero ahora oigo solamente su largo, melancólico y lejano rugido, al retirarse en pos del aliento del viento nocturno, al descender por los vastos márgenes del mundo lóbregos y desnudos guijarros.
M
ATTHEW
A
RNOLD
, «Dover Beach» (1867)
Q
ué bonito crepúsculo, exclamamos, o bien «Me levanto antes del amanecer». No importa lo que afirmen los científicos, en el lenguaje cotidiano solemos ignorar sus hallazgos. No decimos que la Tierra gira, sino que el Sol sale y se pone. Tratemos de formularlo en términos copernicanos. ¿Diríamos acaso: «Billy, estarás de vuelta en casa cuando la Tierra haya rotado lo suficiente como para ocultar al Sol bajo el horizonte local»? Billy se habría marchado mucho antes de que hubiéramos terminado de hablar. No hemos sido capaces de dar con una frase elegante que transmita apropiadamente el discernimiento heliocéntrico. La idea
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de que nosotros nos hallamos en el centro y todo lo demás gira a nuestro alrededor se ha incorporado a nuestras lenguas y la enseñamos a nuestros hijos. Somos geocentristas retrógrados, ocultos bajo un barniz copernicano.
En 1633 la Iglesia católica romana condenó a Galileo por postular que la Tierra gira alrededor del Sol. Vale la pena analizar la famosa controversia con mayor atención. En el prefacio del libro donde comparaba ambas hipótesis —la de la Tierra en el centro del Universo y la que atribuye ese lugar al Sol—, Galileo escribe:
Los fenómenos celestes serán analizados reforzando la hipótesis copernicana, hasta que quede claro que ésta debe triunfar de forma absoluta.
Y más adelante, en su libro, confiesa:
Nunca podré admirarlos lo suficiente [a Copérnico y sus seguidores]; mediante pura fuerza del intelecto riñeron hasta tal punto con su sentido común como para preferir lo que les dictaba la razón a lo que la experiencia responsable les mostraba claramente.
En el auto de acusación de Galileo, la Iglesia declaró:
La doctrina de que la Tierra no se halla en el centro del universo ni está inmóvil sino que gira, incluso en una rotación diaria, es absurda; es falsa desde el punto de vista psicológico y teológico y constituye, cuando menos, una ofensa a la fe.
Galileo respondió:
Se condena la doctrina que postula que la Tierra se mueve y el Sol está fijo, porque las Escrituras mencionan en muchos pasajes que el Sol se mueve y la Tierra permanece fija... Afirman los piadosos que las Escrituras no pueden mentir. Pero nadie negará que con frecuencia son abstrusas y su verdadero significado difícil de comprender; su importancia va más allá de las meras palabras. Opino que, en la discusión de los problemas naturales, no deberíamos empezar por las Escrituras, sino por los experimentos y las demostraciones.
No obstante, en su retractación (22 de junio de 1633), Galileo fue obligado a afirmar:
Habiendo sido amonestado por el Sagrado Oficio para que abandone por completo la falsa opinión de que el Sol se halla en el centro del universo y está inmóvil y de que la Tierra no ocupa el centro del mismo sino que se mueve... he sido... sospechoso de herejía, es decir, de haber manifestado y creído que el Sol es el centro del universo y está fijo, y que la Tierra no ocupa el centro del mismo sino que gira... Yo abjuro con toda sinceridad y con genuina fe, execro y detesto los mismos pecados y herejías y, en general, todas y cada una de las ofensas y sectas contrarias a la Santa Iglesia católica.
Hasta 1832 la Iglesia no consintió en borrar el trabajo de Galileo de la lista de libros cuya lectura quedaba prohibida a los católicos bajo riesgo de horrendos castigos para sus inmortales almas.
El desasosiego pontificio frente a la ciencia moderna ha subido y bajado como la marea desde los tiempos de Galileo. Las aguas llegaron al nivel más alto de la historia reciente en el año 1864, con el
Syllabus errorum
de Pío IX, el Papa que convocó también el Concilio Vaticano, en el cual, por primera vez y ante su insistencia, fue proclamada la doctrina de la infalibilidad papal. He aquí algunos pasajes:
La revelación divina es perfecta y, por ello, no está sujeta a un progreso continuo e indefinido a fin de equipararla con el progreso humano... Ningún hombre es libre de abrazar y profesar la religión que crea verdadera, guiado por la luz de la razón... La Iglesia tiene poder para definir dogmáticamente que la religión de la Iglesia católica es la única religión verdadera... Es necesario, incluso en el día de hoy, que la religión católica sea considerada la única religión del Estado, excluyendo todas las demás formas de devoción... La libertad civil para elegir el tipo de fe y la concesión de poder absoluto a todos para manifestar abierta y públicamente sus ideas y opiniones conduce con mayor facilidad a la corrupción moral y mental de las personas... El Pontífice romano no puede ni debe reconciliarse ni estar de acuerdo con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna.
En aras de su buen nombre, si bien con retraso y a regañadientes, en 1992 la Iglesia repudió su denuncia de Galileo. Sin embargo, todavía hoy no se resigna del todo a reconocer la importancia que revistió en su día la oposición que ejerció. En un discurso de 1992, el Papa Juan Pablo II adujo:
Desde los comienzos de la época de la Ilustración hasta nuestros días, el caso de Galileo ha constituido una especie de «mito», en torno al cual la imagen fabricada de los acontecimientos se ha alejado bastante de la realidad. En esta perspectiva, el caso de Galileo fue un símbolo del supuesto rechazo, por parte de la Iglesia católica, del progreso científico, o bien del «oscurantismo» dogmático opuesto a la libre búsqueda de la verdad.
No obstante, sin duda el hecho de que la Santa Inquisición condujera al anciano y enfermizo Galileo a inspeccionar los instrumentos de tortura en las mazmorras de la Iglesia no solamente admite, sino que requiere con justicia una interpretación así. No se trataba de cautela y reserva frente a la ciencia, de renuencia a cambiar de paradigma hasta disponer de evidencias probadas, como en el caso del paralaje anual. Era puro temor a la discusión y al debate. La censura de visiones alternativas y la amenaza de torturar a sus defensores revelan una falta de fe en la propia doctrina y los mismos feligreses que ostensiblemente están siendo protegidos. ¿Para qué habían de servir las amenazas y el arresto domiciliario de Galileo? ¿Acaso no puede la verdad defenderse a sí misma en su confrontación con el error?
A pesar de ello, el Papa añade:
El error de los teólogos de la época al defender la centralidad de la Tierra residió en pensar que nuestra comprensión de la estructura física del mundo nos venía impuesta, en cierto modo, por el sentido literal de las Sagradas Escrituras.
Con ello, verdaderamente, se ha efectuado un progreso considerable, a pesar de que los defensores de doctrinas fundamentalistas quedarán angustiados al escuchar de boca del Pontífice que las Sagradas Escrituras no siempre son literalmente ciertas.
Pero si lo que contiene la Biblia no es verdad punto por punto, ¿qué partes son fruto de la inspiración divina y cuáles son meramente falibles y humanas? Además, si admitimos que las Escrituras contienen errores (o concesiones a la ignorancia de los tiempos), entonces ¿cómo puede ser la Biblia una guía infalible para la ética y la moral? ¿Deberán, a partir de ahora, las sectas y los individuos aceptar como auténticas las partes de la Biblia que más les gusten y rechazar aquellas que no les convengan o les resulten onerosas? La prohibición de matar, por ejemplo, es esencial para que una sociedad pueda funcionar, pero si se llegara a considerar improbable el castigo divino por dicho pecado, ¿no habría más gente que pensara que podía salir indemne de dicho delito?
Eran muchos los que opinaban que Copérnico y Galileo no hacían nada bueno y por contra erosionaban el orden social. Ciertamente, cualquier cuestionamiento, proceda de donde proceda, de la verdad literal de la Biblia podría acarrear este tipo de consecuencias. Así pues, queda claro cómo empezó la ciencia a poner nerviosa a la gente. En lugar de criticar a aquellos que perpetuaban los mitos, el rencor público se dirigió hacia quienes los desacreditaban.
N
UESTROS ANTEPASADOS CONCEBÍAN
los orígenes extrapolando a partir de su propia experiencia. ¿Cómo iban a hacerlo de otro modo? Así pues, el universo surgió de un huevo cósmico o fue concebido mediante el ayuntamiento carnal de una diosa madre y un dios padre o bien fue un producto manufacturado en los talleres de Dios, quizá el último de un sinnúmero de intentos fracasados. Y el universo no era mucho más grande de lo que vemos, ni mucho más viejo de lo que alcanzan nuestros registros escritos y orales, ni demasiado distinto en ninguna de sus partes de los lugares que conocemos.
En nuestras cosmologías hemos tenido tendencia a plasmar las cosas de tal modo que nos resultaran familiares. A pesar de todos nuestros esfuerzos, no hemos hecho gala de mucha inventiva. En Occidente, el cielo es plácido y confortable y el infierno es parecido al interior de un volcán. En muchas historias ambos reinos se hallan gobernados por jerarquías dominantes, encabezadas por dioses y demonios. Los monoteístas hablaban del Rey de Reyes. En cada cultura hemos imaginado algo parecido a nuestro propio sistema político dirigiendo el universo. Pocos encontraron sospechosa dicha semejanza.
Luego llegó la ciencia y nos enseñó que nosotros no somos la medida de todas las cosas, que existen maravillas jamás imaginadas, que el universo no está obligado a ajustarse a lo que nosotros consideramos cómodo o plausible. Algo hemos aprendido acerca de la naturaleza idiosincrática de nuestro sentido común. La ciencia ha encaramado a la autoconciencia humana a un nivel más elevado. Se trata sin duda de un rito de paso, un paso hacia la madurez. Contrasta severamente con la puerilidad y narcisismo de nuestras nociones precopernicanas.
Pero ¿por qué hemos de empeñarnos en pensar que el universo fue hecho para nosotros? ¿Por qué resulta tan atractiva esa idea? ¿Por qué seguimos alimentándola? ¿Es tan precaria nuestra autoestima que no podemos conformarnos con nada inferior a un universo hecho a nuestra medida?
Naturalmente, la cuestión apela a nuestra vanidad. «Lo que un hombre desea, también lo imagina como cierto», dijo Demóstenes. «La luz de la fe nos hace ver lo que creemos», admitió alegremente santo Tomás de Aquino. No obstante, yo creo que debe de haber algo más. Entre los primates se da una especie de etnocentrismo. Desarrollamos amor y lealtad apasionados hacia el grupo en el que nacemos, por pequeño que éste sea. Los miembros de otros grupos no llegan a ser dignos ni de desprecio, y merecen nuestro rechazo y hostilidad. El hecho de que ambos grupos pertenezcan a la misma especie, que sean prácticamente indistinguibles a los ojos de un observador externo, no tiene ninguna importancia. Ese es sin duda el modelo vigente entre los chimpancés, nuestros parientes más cercanos del reino animal. Ann Druyan y yo describimos cómo esta manera de concebir el mundo pudo tener un enorme sentido evolutivo hace algunos millones de años, a pesar de lo peligrosa que se ha vuelto en la actualidad. Incluso los miembros de tribus de cazadores y recolectores —tan alejados de las hazañas tecnológicas de nuestra civilización global actual— describen solemnemente a su pequeño grupo, sea el que sea, como «la gente». Todos los demás son diferentes, ni siquiera llegan a humanos.
Si es ésta nuestra forma natural de contemplar el mundo, no debe sorprendernos que cada vez que formulamos una opinión ingenua acerca de nuestro lugar en el universo —un juicio que no haya sido moderado por un cuidadoso y escéptico análisis científico— optemos casi siempre por la centralidad de nuestro grupo y circunstancia. Por si fuera poco, queremos creer que ésos son los hechos objetivos, y no nuestros prejuicios que buscan un desahogo sancionado.
Así pues, no debe hacer mucha gracia escuchar incesantemente a una cuadrilla de científicos arengándonos con afirmaciones del tipo: «Somos de lo más común, no tenemos importancia, nuestros privilegios son inmerecidos, no somos nada especial.» Al poco tiempo, incluso las personas más pacíficas podrían irritarse por causa del conjuro y con aquellos que insisten en pronunciarlo. Casi parece como si los científicos obtuvieran una rara satisfacción en el desaire de la especie humana. ¿Por qué no encuentran algún modo de presentarnos como superiores? ¡Que eleven nuestra moral! ¡Que nos exalten! En esta clase de debates, la ciencia, con su
mantra
de desánimo, se nos antoja fría y remota, desapasionada, indiferente, insensible a las necesidades humanas.
Y, de nuevo, si no somos importantes, ni centrales, ni somos «la niña de los ojos» de Dios, ¿qué implica eso para nuestros códigos morales fundados en la teología? El descubrimiento de nuestro verdadero valor en el cosmos se vio frustrado durante tanto tiempo y hasta tal punto que muchos vestigios de aquel debate todavía persisten y, en ocasiones, han salido a la luz los motivos de los geocentristas. He aquí, por ejemplo, un revelador comentario, sin firma, aparecido en la revista británica
The Spectator
en el año 1892:
Es del todo cierto que el descubrimiento del movimiento helio céntrico de los planetas, que relegó a la Tierra a su adecuada «insignificancia» en el sistema solar, tuvo gran influencia en la reducción a una «insignificancia» similar —aunque muy lejos de ser apropiada— de los principios morales por los cuales se habían guiado y moderado hasta entonces las razas predominantes de la Tierra. Parte de ese efecto fue debido, sin duda, a la evidencia que proporcionó el hecho de que la ciencia física de diversos e inspirados autores fuese errónea en lugar de ser infalible, una convicción que socavó también, indebidamente, la confianza que se tenía en sus enseñanzas morales y religiosas. Sin embargo, buena parte de ello es únicamente atribuible a la; sensación de «irrelevancia» con que el hombre se ha contemplado a sí mismo desde que descubrió que no habita más que un oscuro rincón del universo, en lugar de un mundo central alrededor del cual giran el Sol, la Luna y las estrellas. No puede caber duda de que el hombre puede sentirse, y se ha sentido a menudo, demasiado insignificante para ser objeto de cualquier enseñanza o cuidado divino particular. Si contempláramos la Tierra como una especie de hormiguero, y la vida y la muerte de los seres humanos como la vida y la muerte de tantas hormigas que entran y salen de un sinfín de agujeros en busca de comida y luz solar, a buen seguro no otorgaríamos la importancia adecuada a las tareas de la vida humana y asociaríamos al esfuerzo humano un profundo fatalismo y desesperanza, en lugar de abordarlo con esperanza renovada.