De acuerdo con un solemne tratado, firmado en Washington y Moscú el 27 de enero de 1967, ninguna nación podrá reclamar la soberanía sobre parte o la totalidad de otro planeta. Sin embargo —por razones históricas que Colón habría comprendido muy bien— hay quien se preocupa por la cuestión de quién va a pisar primero el suelo de Marte. Si eso nos inquieta realmente, podemos asegurarnos de que los miembros de la tripulación vayan todos atados por los tobillos en el momento de descender de la nave a la suave gravedad marciana.
Las tripulaciones recogerían muestras nuevas, previamente separadas, en parte para buscar vida y en parte para tratar de comprender el pasado y el futuro de Marte y de la Tierra. Realizarían experimentos para posteriores expediciones, encaminados a extraer agua, oxígeno e hidrógeno de las rocas y del aire, así como del permafrost subterráneo, con miras a beber, a alimentar sus máquinas, como combustible y oxidante para cohetes y para propulsar el viaje de regreso. Investigarían los materiales marcianos para la eventual fabricación de bases y asentamientos sobre el planeta.
Y continuarían explorando. Cuando imagino las primeras misiones de exploración humana en Marte, siempre aparecen vehículos rodantes parecidos a jeeps, descendiendo por las laderas de alguno de los valles, con una tripulación equipada con martillos geológicos, cámaras e instrumentos analíticos. Buscan rocas de tiempos pasados, señales de antiguos cataclismos, pistas acerca del cambio climático, sustancias químicas raras, fósiles o bien —lo más excitante, pero también más improbable— seres vivos. Sus descubrimientos son televisados en la Tierra, a donde llegan a la velocidad de la luz. Acurrucados en la cama con los niños, exploramos con avidez los antiguos lechos de ríos sobre el planeta Marte.
¿Quién, amigo mío, es capaz de subir al cielo?
Poema épico de G
ILGAMESH
(Sumeria, III milenio a. J.C.)
¿C
ómo es posible?, me pregunto a veces fascinado: nuestros antepasados se trasladaron del este de África a Nueva Zembla, a Ayers Rock y a la Patagonia, cazaron elefantes con puntas de lanza hechas de piedra, atravesaron los mares polares en botes abiertos, siete mil años atrás, circunnavegaron la Tierra sin más propulsión que el viento, pisaron la Luna al cabo de una década de haber penetrado en el espacio... ¿y a nosotros nos intimida un viaje a Marte? Pero luego me recuerdo a mí mismo todo el sufrimiento evitable sobre la Tierra, cómo unos pocos dólares pueden salvar la vida de un niño a punto de morir deshidratado, cuántos niños podríamos salvar por el coste de un viaje a Marte, y entonces, al momento, cambio de opinión. ¿Supone un mérito quedarse en casa o el mérito radica en ir? ¿O acaso he planteado una falsa dicotomía? ¿No es posible construir una vida mejor para todos los habitantes de la Tierra
y
llegar a los planetas
y
a las estrellas?
Tuvimos una carrera expansiva en los años sesenta y setenta. Uno habría podido pensar, como yo entonces, que nuestra especie habría pisado Marte antes de finalizar el siglo. Pero, en lugar de eso, nos hemos echado atrás. Dejando de lado los robots, nos hemos retirado de los planetas y las estrellas. Y yo sigo preguntándome: ¿se debe a una falta de nervio o es más bien un síntoma de madurez?
Quizá es lo máximo que razonablemente cabía esperar. En cierto modo, resulta asombroso que lo conseguido llegara a ser posible: enviamos a una docena de seres humanos a realizar excursiones de una semana de duración con destino a la Luna. Y nos fueron concedidos los medios para efectuar un reconocimiento preliminar de todo el sistema solar, hasta Neptuno en todo caso, misiones que nos proporcionaron gran profusión de datos pero ningún valor práctico, ningún dividendo a corto plazo, de uso cotidiano. Levantaron, eso sí, la moral humana. Nos iluminaron en lo que se refiere a nuestro lugar en el universo. Resulta fácil imaginar una maraña de causalidad histórica que no llegara a desembocar en la carrera a la Luna y en los programas planetarios.
Pero también entra dentro de lo posible imaginar una dedicación mucho más seria a la exploración, a consecuencia de la cual hoy tendríamos vehículos robotizados sondeando las atmósferas de todos los planetas jovianos y de docenas de lunas, cometas y asteroides; una red de estaciones científicas automáticas desplegadas en Marte transmitirían a diario sus hallazgos, y muestras de numerosos mundos estarían siendo analizadas en los laboratorios de la Tierra, poniendo al descubierto la geología, la química e incluso, quizá, la biología de los mismos. Avanzadillas humanas podrían haberse establecido ya en los asteroides cercanos a la Tierra, en la Luna y en Marte.
Había muchos caminos históricos posibles. Nuestra particular maraña de causalidad nos ha llevado a una modesta y rudimentaria —si bien en muchos aspectos heroica— serie de exploraciones. No obstante, es muy inferior a lo que habría podido y puede que llegue a ser algún día.
«L
LEVAR LA PROMETÉICA CHISPA VERDE
hasta el vacío estéril y prender allí el fuego de la materia animada constituye el verdadero destino de nuestra raza», reza el folleto de la llamada Fundación del Primer Milenio. Promete, por ciento veinte dólares al año, «la categoría de ciudadano» en «colonias espaciales, cuando llegue el momento». «Los benefactores» que contribuyan en mayor medida recibirán también «la imperecedera gratitud de una civilización abocada a las estrellas, y su nombre figurará grabado en el monolito que ha de erigirse en la Luna». Éste representa un extremo en el
continuum
del entusiasmo por la presencia humana en el espacio. El otro extremo —representado de forma óptima por el Congreso— cuestiona la necesidad de nuestra presencia en el espacio, especialmente la de seres humanos en lugar de robots. El programa Apolo fue un «engañabobos», según lo calificó en una ocasión el crítico social Amitai Etzioni; habiendo puesto punto final a la guerra fría, no existe justificación alguna para el programa espacial tripulado, digan lo que digan los defensores de dicha orientación. ¿En qué parte de ese espectro de opciones políticas debíamos situarnos?
Desde que Estados Unidos batiera a la Unión Soviética en la carrera hacia la Luna, parece haberse desvanecido una justificación coherente y ampliamente asumida para la presencia humana en el espacio. Presidentes y comités del Congreso se preguntan qué hacer con el programa espacial tripulado. ¿Para qué sirve? ¿Para qué lo necesitamos? Pero las hazañas de los astronautas y los aterrizajes sobre la superficie lunar despertaron —con razón— la admiración en todo el mundo. Suspender los vuelos espaciales tripulados supondría un rechazo a ese sorprendente logro norteamericano, se dicen los líderes políticos. ¿Qué presidente, qué Congreso desea asumir la responsabilidad de decretar el fin del programa espacial americano? Y en la antigua Unión Soviética se escucha un argumento similar; se preguntan: ¿debemos abandonar la única alta tecnología en la que todavía somos líderes mundiales? ¿Vamos a ser herederos desleales de Konstantin Tsiolkovsky, Sergei Korolev y Yuri Gagarin?
La primera ley de la burocracia es la que prescribe la garantía de su propia continuidad. Dejada a su libre albedrío, sin recibir instrucciones claras desde arriba, la NASA degeneró rápidamente en un programa encaminado a mantener beneficios, puestos de trabajo y emolumentos. Políticas oportunistas
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, lideradas por el Congreso, se convirtieron en una fuerza decisiva a la hora de diseñar y ejecutar las misiones y objetivos a largo plazo. La burocracia se enquistó. La NASA se desvió de su camino.
El 20 de Julio de 1989, en el vigésimo aniversario del alunizaje del
Apolo 11,
el presidente George Bush anunció una orientación a largo plazo para el programa espacial de Estados Unidos. Bautizada como Iniciativa de Exploración Espacial (SEI), proponía una secuencia de objetivos entre los que se incluía una estación espacial norteamericana, el retorno de los seres humanos a la Luna y el primer aterrizaje de una nave tripulada sobre Marte. En una declaración posterior, el presidente Bush fijó el año 2019 como plazo tope para alcanzar esta última meta.
Y, sin embargo, la Iniciativa de Exploración Espacial, a pesar de las claras consignas dictadas desde el poder, fracasó. Cuatro años después de que se impartiera el mandato, la SEI ni siquiera contaba con una oficina de la NASA dedicada a ella. Algunas misiones lunares robóticas de poca envergadura y escaso presupuesto, que de otro modo habrían sido aprobadas sin problemas, fueron canceladas por el Congreso debido a cargos de conciencia asociados con la SEI.
En primer lugar se planteaba el problema del plazo temporal. El proyecto de la SEI se extendía en el futuro a lo largo de cinco periodos de mandatos presidenciales (abarcando de media una presidencia un periodo y medio). Eso facilita que un presidente intente comprometer a sus sucesores, pero deja bastante en la duda lo fiable que pueda ser ese compromiso. SEI contrastaba dramáticamente con el programa Apolo, que —como podía haberse conjeturado cuando se puso en marcha— podía haber triunfado estando el presidente Kennedy o sus inmediatos sucesores todavía ejerciendo el cargo.
En segundo lugar, preocupaba la cuestión de si la NASA, que recientemente había tenido enormes dificultades para lanzar a unos cuantos astronautas a poco más de trescientos kilómetros de la Tierra, sería capaz de enviar astronautas, en una trayectoria arqueada de un año de duración, hacia un destino situado a 160 millones de kilómetros de distancia y conseguir que regresaran con vida.
En tercer lugar, el programa estaba concebido exclusivamente en términos nacionalistas. La cooperación con otras naciones no resultaba fundamental ni para su diseño ni para su ejecución. El vicepresidente Dan Quayle, que poseía la responsabilidad nominal en el tema espacial, justificó la estación espacial como una demostración de que Estados Unidos constituía «la única superpotencia mundial». No obstante, al disponer la Unión Soviética de una estación espacial operativa que se hallaba diez años por delante de la de Estados Unidos, el argumento del señor Quayle difícilmente se sostenía.
Finalmente estaba el asunto de la procedencia, en términos de política práctica, de los fondos necesarios para llevarlo a cabo. Los costes necesarios para hacer llegar a los primeros seres humanos a Marte habían suscitado estimaciones diversas que podían alcanzar hasta los quinientos mil millones de dólares.
Naturalmente, es imposible predecir los costes antes de tener a punto el diseño de la misión. Y éste depende de cuestiones tales como el número de tripulantes, hasta qué punto van a tomarse medidas de precaución ante los peligros que plantean las radiaciones solar y cósmica, o la gravedad cero, y también qué otros riesgos estamos dispuestos a asumir en relación con las vidas de los hombres y mujeres que han de viajar a bordo. Si cada miembro de la tripulación tiene una especialidad esencial, ¿qué ocurriría si uno de ellos cayera enfermo? Cuanto más numeroso es el equipo, más posibilidad hay de recambio. A buen seguro no mandaríamos a un cirujano dentario de dedicación completa, pero
¿y
si necesitamos una operación dentaria y nos encontramos a 160 millones de kilómetros del odontólogo más cercano? ¿O bien podría solucionarlo un especialista en endodoncias desde la Tierra, mediante telemetría?
Wernher von Braun fue el ingeniero nazi americano que nos llevó verdaderamente, más que ninguna otra persona, al espacio. Su libro de 1952
Das Marsprojekt
(«El proyecto Marte») imaginaba una primera misión compuesta de diez naves espaciales interplanetarias, una tripulación de setenta miembros y tres «botes de aterrizaje». La redundancia tenía un papel preeminente en sus concepciones. Los requisitos logísticos, escribió, «no superan los de una operación militar menor sobre un escenario de guerra limitado». El pretendía «acabar de una vez por todas con la teoría del cohete espacial solitario y su pequeña banda de intrépidos aventureros interplanetarios» y apeló al ejemplo de los tres barcos de Colón, sin los cuales y según «tiende a demostrar la historia, éste nunca habría regresado a tierras españolas». Los diseños de las misiones modernas a Marte han ignorado estos consejos. Son mucho menos ambiciosas que la de Von Braun, incluyendo por lo general una o dos naves, tripuladas por un número de astronautas que oscila entre tres y ocho, además de una o dos naves robóticas de carga. El cohete solitario y la pequeña banda de aventureros permanecen todavía entre nosotros.
Otras incertidumbres en relación con el diseño y el coste de la misión estriban en si conviene enviar por delante los suministros de la Tierra y esperar a que hayan aterrizado sin problema para lanzar las naves tripuladas; si hay posibilidad de utilizar materiales marcianos para generar oxígeno para respirar, agua para beber y propelentes para que el cohete pueda enfilar viaje de regreso; si el aterrizaje debe emplear la ligera atmósfera de Marte como freno aerodinámico; la cantidad prudente de equipos de reserva; en qué medida van a emplearse sistemas ecológicos cerrados o se dependerá simplemente de los víveres, agua y sistemas de eliminación de desperdicios traídos desde la Tierra; el diseño de los vehículos ambulantes para la exploración del paisaje de Marte por parte de la tripulación y, finalmente, los equipos que se desea incluir para comprobar nuestra capacidad de supervivencia en el planeta, en viajes posteriores.