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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (44 page)

BOOK: Un punto azul palido
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El radiotelescopio META en Harvard, Massachusetts, tiene 26 metros de diámetro. Cada día, a medida que la Tierra hace rotar el telescopio bajo el cielo, una hilera de estrellas más estrecha que la luna llena es barrida y examinada. Al día siguiente le toca el turno a la hilera de al lado. A lo largo de un año se observa todo el cielo del hemisferio norte y parte del del hemisferio sur. Un sistema idéntico, también esponsorizado por la Sociedad Planetaria, se halla en funcionamiento en las afueras de Buenos Aires, Argentina, con el objeto de examinar el cielo del hemisferio sur. De este modo, ambos sistemas META han venido explorando la totalidad del cielo.

El radiotelescopio, gravitatoriamente pegado a la Tierra en rotación, contempla cada estrella durante dos minutos, A continuación pasa a la siguiente. 8,4 millones de canales suena a mucho, pero recordemos que cada canal es muy estrecho. Todos ellos juntos constituyen solamente unas pocas de entre las cien mil partes que componen el espectro de radio disponible. Así pues, tenemos que estacionar nuestros 8,4 millones de canales en algún lugar del espectro de radio para cada año de observación, cerca de alguna frecuencia en la que una civilización alienígena, sin saber nada de nosotros, pudiera concluir de todos modos que estamos escuchando.

El hidrógeno es, con mucho, el tipo de átomo más abundante en el universo. Se halla distribuido en nubes y en forma de gas difuso por todo el espacio interestelar. Cuando capta energía, libera una porción de la misma emitiendo ondas de radio en una frecuencia precisa de 1420,405751768 megahertzios. (Un hertzio significa que la cresta y el valle de una onda llegan a nuestro instrumento de detección cada segundo. Por tanto, 1420 megahertzios equivalen a un billón cuatrocientos veinte mil millones de ondas por segundo, entrando en nuestro detector. Dado que la longitud de onda de la luz corresponde a la velocidad de la luz dividida por la frecuencia de la onda, 1420 megahertzios corresponden a una longitud de onda de veintiún centímetros.) Los radioastrónomos de todos los puntos de la galaxia estarán estudiando el universo a 1420 megahertzios y serán capaces de anticipar que otros radioastrónomos, independientemente de lo diferente que sea su apariencia física, harán lo mismo.

Es como si alguien le dijera que la banda de frecuencias de su aparato de radio casero tiene solamente una estación, pero que nadie conoce su frecuencia. ¡Ah!, y otra cosa: el dial de frecuencias de su aparato, con su fino marcador de frecuencias que ajustamos girando un botón, resulta que alcanza desde la Tierra hasta la Luna. Buscar sistemáticamente a través de este amplísimo espectro de radio, girando pacientemente el botón, nos llevaría mucho tiempo. El problema es ajustar correctamente el dial desde el principio, seleccionar la frecuencia indicada. Si pudiéramos adivinar en qué frecuencias nos están transmitiendo los extraterrestres —las frecuencias «mágicas»—, entonces nos ahorraríamos mucho tiempo y problemas. Éstas son la clase de cuestiones que escuchamos primero, como había hecho Drake, en frecuencias cercanas a los 1420 megahertzios, la frecuencia «mágica» del hidrógeno.

Horowitz y yo hemos publicado resultados detallados correspondientes a cinco años de búsqueda a plena dedicación con el proyecto META y dos años de seguimiento. No podemos afirmar que hayamos dado con una señal de seres extraterrestres. Pero sí encontramos algo enigmático, algo que, de vez en cuando, en momentos tranquilos, cuando pienso en ello me pone la carne de gallina:

Naturalmente, hay un cierto nivel de fondo de ruidos de radio achacables a la Tierra: estaciones de radio y televisión, aviones, teléfonos portátiles, naves espaciales cercanas y distantes. Asimismo, como ocurre con todos los receptores de radio, cuanto más esperas, más probabilidades hay de que se produzca una fluctuación casual del aparato electrónico tan fuerte que pueda generar una falsa señal. Por ello solemos ignorar todo lo que no tenga
mucho más
volumen que el fondo.

Cualquier señal fuerte de banda estrecha que permanezca en un único canal es tomada muy en serio. Cuando queda registrada en los datos, META comunica automáticamente a los operadores humanos que deben prestar atención a determinadas señales. En el transcurso de esos cinco años efectuamos unos sesenta billones de observaciones en diversas frecuencias, mientras examinábamos todo el cielo accesible. Unas pocas docenas de señales superaron el proceso de selección. Éstas fueron sometidas a un mayor escrutinio y casi todas acabaron siendo rechazadas, por ejemplo, porque los microprocesadores detectores de fallos que examinan los microprocesadores detectores de señales han descubierto un error.

Las señales que quedaron —las más firmes candidatas después de tres estudios del cielo— son once «acontecimientos». Satisfacen todos menos uno de nuestros criterios para ser declaradas señales alienígenas genuinas. Pero el criterio que falla es supremamente importante: la verificabilidad. Nunca hemos podido volver a detectar ninguna de esas señales. Miramos de nuevo a esa parte del cielo al cabo de tres minutos y ya no había nada. Miramos otra vez al día siguiente, y nada. La examinamos al cabo de un año, o de siete, y sigue sin haber nada.

Parece improbable que cada señal que recibimos de una civilización extraterrestre se apague al cabo de dos minutos de empezar a escucharla, para no repetirse jamás. (¿Cómo podrían saber ellos que los estamos escuchando?) Pero es posible que sea un efecto del parpadeo. Las estrellas parpadean porque hay masas de aire turbulento que se interponen en la línea visual entre la estrella y nosotros. En ocasiones esas masas de aire actúan como lentes y hacen que los rayos de luz de una determinada estrella converjan un poco, haciéndola momentáneamente más brillante. De modo similar, las fuentes de radio astronómicas pueden parpadear, debido a nubes de gas cargado eléctricamente (o «ionizado») que se mueven en el vasto vacío interestelar. Eso es algo que observamos de forma rutinaria en el caso de los pulsares.

Imaginemos una señal de radio que se halla levemente por debajo de la fuerza que, de otro modo, detectaríamos en la Tierra. En algún momento y por casualidad la señal se concentra temporalmente, se amplifica y entra en la franja de detectabilidad de nuestros radiotelescopios. Lo interesante es que las duraciones de estos abrillantamientos, que han podido deducirse gracias a la física del gas interestelar,
son
de unos pocos minutos, y la probabilidad de que podamos captar de nuevo la señal es reducida. Realmente, tendríamos que estar enfocando permanentemente esas coordenadas en el cielo, observándolas durante meses.

A pesar de que ninguna de esas señales se repite, se da un hecho adicional al respecto que me provoca un escalofrío: ocho de las once mejores candidatas se encuentran dentro o cerca del plano de la galaxia Vía Láctea. Las cinco más fuertes fueron localizadas en las constelaciones Casiopea, Monoceros, Hidra y dos en la de Sagitario, aproximadamente en dirección al centro de la galaxia. La Vía Láctea es un cúmulo de gas, polvo y estrellas en forma de disco plano. El hecho de que sea plana explica que la veamos como una banda de luz difusa a través del cielo nocturno. Es allí donde residen casi todas las estrellas de nuestra galaxia. Si nuestras señales candidatas fueran en realidad interferencias de radio de la Tierra o algún fallo que hubiera pasado inadvertido en la electrónica de detección, no las veríamos preferentemente cuando enfocamos hacia la Vía Láctea.

Aunque quizá fuimos víctimas de un funcionamiento especialmente desafortunado y engañoso de la estadística. La probabilidad de que esta correlación con el plano de la galaxia sea meramente atribuible a la casualidad es menor de un 0,5%. Imaginemos un mapa del cielo del tamaño de una pared que abarque desde la estrella del Norte en su parte más superior hasta las estrellas más tenues hacia las que apunta el polo sur de la Tierra en la parte más inferior. Serpenteando a través del mapa aparecen las irregulares fronteras de la Vía Láctea. Ahora supongamos que nos vendan los ojos y nos piden que lancemos cinco dardos al azar sobre el mapa (con una gran parte del cielo del hemisferio sur, inaccesible desde Massachusetts, declarada fuera de los límites). Deberíamos lanzar los cinco dardos más de doscientas veces para que, por casualidad, consiguiéramos que cayeran tan juntos dentro del área de la Vía Láctea como lo hicieron las cinco señales más fuertes captadas por el programa META. No obstante, en ausencia de señales repetibles, no hay manera de que podamos concluir que, efectivamente, hemos tropezado con inteligencia extraterrestre.

O quizá los eventos que hemos hallado son causados por algún nuevo tipo de fenómeno astrofísico, algo en lo que nadie ha reparado hasta ahora y por lo cual, no civilizaciones, sino estrellas o nubes de gas (o alguna otra cosa) que se encuentran en el plano de la Vía Láctea emiten fuertes señales en bandas de frecuencia desconcertantemente estrechas.

Pero permitámonos un momento de extravagante especulación. Imaginemos que todos los acontecimientos seleccionados son debidos, en efecto, a radiofaros de otras civilizaciones. En ese caso, podemos estimar —a partir del poco tiempo que hemos invertido en observar cada porción del cielo— cuántos transmisores hay en toda la Vía Láctea. La respuesta es que hay una cifra cercana al millón. Si estuvieran diseminados al azar por el espacio, el más cercano estaría a unos cuantos cientos de años luz de distancia, demasiado lejos para que ellos hubieran podido captar nuestras señales de televisión o de radar. Durante unos cuantos siglos más, ellos seguirían sin saber que en la Tierra ha emergido una civilización tecnológica. La galaxia estaría palpitando de vida y de inteligencia, pero —a menos que estuvieran explorando febrilmente un ingente número de oscuros sistemas estelares— se hallarían completamente
in albis
acerca de lo que ha venido ocurriendo últimamente por aquí. Dentro de unos cuantos siglos, cuando se enteren de nuestra presencia, las cosas pueden ponerse muy interesantes. Afortunadamente, tendremos muchas generaciones para prepararnos.

Si, por el contrario,
ninguna
de nuestras señales candidatas es un auténtico radiofaro alienígena, entonces nos vemos forzados a extraer la conclusión de que hay muy pocas civilizaciones transmitiendo, quizá ninguna, al menos en nuestras frecuencias mágicas y lo suficientemente fuerte como para que podamos captarlo.

Consideremos una civilización como la nuestra, pero que ha dedicado toda su energía disponible (alrededor de un billón de vatios) a transmitir una señal de radiofaro en una de nuestras frecuencias mágicas y en todas direcciones en el espacio. En ese caso, los resultados del programa META implicarían que no hay civilizaciones así en un espacio de veinticinco años luz, un volumen que abarcaría unas doce estrellas semejantes al Sol. No se trata pues de un límite muy estricto. Si, en cambio, esa civilización estuviera transmitiendo directamente hacia nuestra posición en el espacio, empleando una antena no más avanzada que la del observatorio de Arecibo, entonces si META no ha encontrado nada, cabe concluir que no hay civilizaciones así en ninguna parte de la Vía Láctea, de entre cuatrocientos mil millones de estrellas, ni una sola. Pero incluso asumiendo que quisieran, ¿cómo sabrían transmitir en nuestra dirección?

Consideremos ahora, en el extremo tecnológico opuesto, una civilización muy avanzada transmitiendo pródigamente en todas direcciones con un nivel de energía diez billones de veces mayor (10 elevado a la 26 vatios, toda la energía liberada por una estrella como el Sol). Entonces, si los resultados del programa META son negativos, podemos concluir no solamente que no existen civilizaciones así en la Vía Láctea, sino que no hay ninguna en un área de setenta millones de años luz, ni en la M 31, la galaxia más cercana semejante a la nuestra, ni en la M 33, o el Sistema Fornax, ni en la M 81, o la nebulosa Torbellino, ni en Centaurus A, ni en el cúmulo de galaxias Virgo, ni en las galaxias Seifert más cercanas; no hay ninguna civilización inteligente entre los cien billones de estrellas de las miles de galaxias cercanas. Herida de muerte o no, la noción geocéntrica despierta de nuevo.

Naturalmente, podría ser un indicio, no de inteligencia, sino de supina estupidez dilapidar tanta energía en la comunicación interestelar (o intergaláctica). Quizá tengan buenas razones para no estar interesados en dar la bienvenida a todo el que llegue de fuera. O puede que les tengan sin cuidado las civilizaciones tan atrasadas como la nuestra. Pero aun así, ¿es posible que en cien billones de estrellas no haya una sola civilización transmitiendo con esa potencia energética, en esa frecuencia precisa? Si los resultados del programa META son negativos, hemos establecido un límite ilustrativo, pero no tenemos manera de saber si tiene relación con la abundancia de civilizaciones muy avanzadas o con su estrategia de comunicación. Aunque el programa META no haya encontrado nada, un amplio término medio permanece abierto, de numerosas civilizaciones más avanzadas que la nuestra y transmitiendo de modo omnidireccional en frecuencias mágicas. Todavía no tenemos noticia de su existencia.

E
L 12 DE OCTUBRE DE 1992
—para bien o para mal, fecha del quingentésimo aniversario del «descubrimiento» de América por Cristóbal Colón— la NASA puso en marcha
su
nuevo programa SETI. A través de un radiotelescopio ubicado en el desierto de Mojave se inició una búsqueda que pretendía cubrir sistemáticamente todo el cielo, como el META, sin efectuar presuposiciones sobre qué estrellas podían presentar un mayor índice de probabilidad, pero expandiendo en gran medida la cobertura de frecuencias. En el observatorio de Arecibo se inició un estudio de la NASA, con mayor grado de sensibilidad, que se concentraba en prometedores sistemas estelares cercanos. Una vez alcanzado el nivel de plena operatividad, estos sondeos de la NASA habrían sido capaces de detectar señales mucho más débiles que el programa META, así como de buscar tipos de señales a las que el META no tenía acceso.

La experiencia del programa META revela un grueso de interferencias de fondo estáticas y de radio. La rápida reobservación y confirmación de la señal —especialmente en otros radiotelescopios independientes— es la clave para estar seguros. Horowitz y yo dimos a los científicos de la NASA las coordenadas de los fugaces y enigmáticos acontecimientos captados por nosotros. Tal vez ellos fueran capaces de confirmar y clarificar nuestros resultados. El programa de la NASA estaba desarrollando además nuevas tecnologías, estimulando ideas y cautivando a los niños en las escuelas. A los ojos de muchas personas valía la pena gastar los diez millones de dólares anuales que se estaban invirtiendo en el proyecto. Pero casi exactamente un año después de ser autorizado, el Congreso «desenchufó» el programa SETI de la NASA. Salía demasiado caro, según se dijo. No obstante, el presupuesto de defensa de Estados Unidos para la época posguerra fría era unas treinta mil veces mayor.

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