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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (46 page)

BOOK: Un punto azul palido
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Dado que, a largo plazo, cualquier sociedad planetaria se verá amenazada por impactos procedentes del espacio, toda civilización superviviente está obligada a abordar la navegación espacial, no por ahínco exploratorio o romántico, sino por la razón más práctica imaginable: permanecer vivos. Y una vez ahí fuera en el espacio durante siglos y milenios, moviendo pequeños mundos de un lugar a otro y practicando la ingeniería planetaria, nuestra especie se habrá alejado de su cuna. Si es que existen, muchas otras civilizaciones acabarán aventurándose lejos de casa.

¿Le quedarían ganas a una civilización planetaria que ha sobrevivido a su adolescencia para animar a otras a que desarrollaran sus tecnologías emergentes? Quizá efectuaran un esfuerzo especial para transmitir noticias de su existencia, para difundir el triunfante anuncio de que es posible evitar la autoaniquilación. ¿O tal vez fueran muy cautos, al principio? Habiendo evitado catástrofes provocadas por ellos mismos, puede que tuvieran miedo de dar a conocer su existencia, por temor a que alguna civilización exaltada, desconocida, ahí fuera en la oscuridad estuviera buscando un
Lebensraum
(hábitat) o babeando por suprimir a un potencial competidor. Ese podría ser un motivo que nos impulsara a explorar los sistemas estelares vecinos, pero con discreción.

Tal vez se mantuvieran en silencio por otra razón: porque transmitir la existencia de una civilización avanzada podría propiciar que las civilizaciones emergentes no se esforzaran al máximo por salvaguardar su futuro, esperando que surgiera alguien de la oscuridad y los salvara de sí mismos.

S
E HA PROPUESTO UN MÉTODO
para estimar el grado de precariedad de nuestras circunstancias y, remarcablemente, sin dirigir en ningún sentido la naturaleza de los riesgos. J. Richard Gott III es un astrofísico de la Universidad de Princeton. Nos sugiere que adoptemos un principio copernicano generalizado, lo que en otra parte he descrito como el principio de la mediocridad. Existen muchas posibilidades de que no estemos viviendo una época verdaderamente extraordinaria. Apenas nadie la ha vivido nunca. Hay un elevado índice de probabilidades de que hayamos nacido, vivamos nuestros días y fallezcamos en algún punto de la amplísima gama media de la vida de nuestra especie (o civilización, o nación). Casi con seguridad, afirma Gott, no vivimos los comienzos ni el final. Así pues, si nuestra especie es muy joven, se deduce que es improbable que dure mucho, porque si
hubiera
de durar mucho, nosotros (y el resto de los que hoy vivimos)
seríamos
extraordinarios, al vivir, proporcionalmente hablando, tan cerca del principio.

¿Cuál es entonces la proyectada longevidad de nuestra especie? Gott concluye, con el 97,5 % de seguridad, que los humanos no durarán más de ocho millones de años. Este es su límite superior, aproximadamente equivalente a la supervivencia media de muchas especies de mamíferos. En ese caso, nuestra tecnología ni perjudica ni ayuda. Pero el límite inferior de Gott, para el cual reivindica idéntico porcentaje de fiabilidad, es de sólo doce años. No apostaría cuarenta contra uno porque los seres humanos estemos todavía en este mundo para cuando los bebés actuales lleguen a la adolescencia. En la vida diaria hacemos todo lo posible para no incurrir en riesgos tan grandes, para no subir a un avión, por ejemplo, que tenga una posibilidad entre cuarenta de estrellarse. Accederemos a someternos a una operación a la cual sobreviven el 95 % de los pacientes, solamente en el caso de que nuestra enfermedad presente una probabilidad superior al cinco por ciento de llevarnos a la tumba. Unas probabilidades solamente de cuarenta a uno de que nuestra especie sobreviva otros doce años representarían, de ser válida la predicción, una causa de suprema preocupación. Si Gott tiene razón, no sólo puede que nunca lleguemos a tener presencia entre las estrellas, sino que es muy probable que ni siquiera vivamos lo suficiente como para poner el pie en otro planeta.

En mi opinión, este argumento tiene extraños visos de hipocondría. Sin saber nada sobre nuestra especie más que su edad, efectúa estimaciones numéricas, para las que reclama un elevado índice de fiabilidad, con respecto a sus perspectivas de futuro. ¿Cómo lo hace? Nosotros nos ponemos del lado de los ganadores. Los que ya estaban aquí tienen posibilidades de permanecer aquí. Los recién llegados tienden a desaparecer. La única presunción que resulta bastante plausible es la de que no hay nada especial en el momento en que investigamos la cuestión. ¿Entonces por qué resulta tan insatisfactorio el argumento? ¿Es simplemente que nos sentimos consternados por sus implicaciones?

Una teoría del estilo del principio de mediocridad debe tener un grado de aplicabilidad muy amplio. Pero no somos tan ignorantes como para imaginar que todo es mediocre.
Hay
realmente algo especial en nuestro tiempo, no solamente el chauvinismo temporal que experimentan sin duda todos los que residen en una época determinada, sino algo, como he señalado anteriormente, claramente único y estrictamente relevante para las posibilidades de futuro de nuestra especie: es la primera vez que
a)
nuestra tecnología punta ha llegado al borde del precipicio de la autodestrucción, pero también es la primera vez que
b)
somos capaces de posponer o evitar la destrucción marchándonos a otro lugar, a alguna parte fuera de la Tierra.

Estos dos cúmulos de capacidades,
a
y
b,
hacen que nuestro tiempo sea extraordinario de maneras directamente contradictorias que
a
refuerzan y
b
debilitan a la vez la argumentación de Gott. Desconozco el modo de predecir si las nuevas tecnologías destructivas van a acelerar, más que las nuevas tecnologías espaciales a retrasar, la extinción de la raza humana. Pero como nunca hasta ahora habíamos inventado los medios para autoaniquilarnos y nunca hasta ahora habíamos desarrollado la tecnología para colonizar otros mundos, opino que disponemos de elementos definitivos para afirmar que nuestro tiempo es extraordinario, precisamente en el contexto de la argumentación de Gott. Si eso es verdad, se incrementa de forma significativa el margen de error en este tipo de estimaciones en relación con la longevidad futura. Lo peor es todavía peor y lo mejor aún mejor: nuestras perspectivas a corto plazo son más sombrías si cabe y —en caso de que sobrevivamos al corto plazo— nuestras posibilidades a largo plazo son todavía más brillantes de lo que Gott calcula.

Pero el primer supuesto no es mayor causa de desesperación que el segundo lo es de complacencia. Nada nos obliga a desempeñar un papel de observadores pasivos, hundidos en el desánimo mientras nuestro destino se cumple inexorablemente. Si no podemos coger al destino por el cuello, quizá sí podamos desviarlo o suavizarlo, o bien escapar a él.

Naturalmente, debemos mantener habitable nuestro planeta, y no en un ocioso plazo de siglos o milenios, sino con urgencia, en pocas décadas o incluso años. Ello implicará cambios en su gobierno, en la industria, en la ética, en la economía y en la religión. Nunca hemos hecho antes nada similar, y menos a escala global. Puede que nos resulte difícil. Tal vez las tecnologías peligrosas se encuentren ya demasiado extendidas. La corrupción puede haber penetrado en exceso. Demasiados líderes pueden haberse centrado en el corto plazo, ignorando las perspectivas a largo plazo. Puede que haya demasiados grupos étnicos, naciones y estados en conflicto como para que pueda instituirse el cambio global adecuado. Puede que seamos demasiado temerarios como para darnos cuenta de cuáles son los peligros reales o de que mucho de lo que escuchamos sobre ellos viene determinado por personas que tienen un interés consumado en reducir al mínimo cambios fundamentales.

Pero los humanos también poseemos tradición en aplicar cambios sociales duraderos que casi todo el mundo creía imposibles. Desde nuestros tiempos primigenios hemos trabajado no sólo para nuestro propio beneficio, sino también para el de nuestros hijos y nietos. Mis abuelos y mis padres lo hicieron por mí. A menudo, a pesar de nuestra diversidad, a pesar de los odios endémicos, nos hemos unido para hacer frente a un enemigo común. En nuestros días, parecemos mucho más dispuestos a reconocer los peligros que tenemos delante de lo que lo estábamos hace sólo una década. Las amenazas que hemos descubierto recientemente pesan sobre todos por igual. Nadie es capaz de decir lo que nos puede pasar.

L
A LUNA ESTABA DONDE CRECÍA
el árbol de la inmortalidad según la antigua leyenda china. Al parecer, el árbol de la longevidad, si no de la inmortalidad, crece de verdad en otros mundos. Si estuviéramos presentes ahí, entre los planetas, si hubiera comunidades humanas autosuficientes en muchos mundos, nuestra especie quedaría a resguardo de catástrofes. La reducción del escudo absorbente de la luz ultravioleta en un mundo supondría un aviso para que se prestara especial atención al problema en otro. Un impacto cataclísmico contra un planeta dejaría probablemente intactos todos los demás. Cuantos más representantes de nuestra especie haya más allá de la Tierra, cuanto mayor sea la diversidad de mundos que habitemos, más variada será la ingeniería planetaria, más rica la gama de sociedades y valores, y más segura podrá sentirse la especie humana.

Si creciéramos bajo tierra, en un mundo con una centésima de la gravedad de la Tierra en el que no vemos más que cielos negros a través de las portillas, tendríamos unas percepciones, intereses, prejuicios y predisposiciones muy distintos de los de una persona que habita en la superficie del planeta madre. Lo mismo nos sucedería si viviéramos en la superficie de Marte, dedicados al penoso esfuerzo de la terraformación, o en Venus, o en Titán. Esta estrategia —dividirnos en multitud de grupos reducidos y que se propagan, cada uno de ellos con aptitudes y preocupaciones diferentes, pero todos marcados por un orgullo local— ha sido empleada con profusión en el proceso de evolución de la vida sobre la Tierra y, en particular, por nuestros antepasados
[37]
. De hecho, puede ser clave para la comprensión de por qué los humanos somos como somos.

Esta es la segunda de las justificaciones que faltaban para apoyar una presencia humana permanente en el espacio: mejorar nuestras posibilidades de supervivencia, no solamente en referencia a las catástrofes que podemos prever, sino también a las que no son previsibles. Gott aduce también que el hecho de establecer comunidades humanas en otros mundos es nuestra mejor baza para ganar nuestra apuesta.

Contratar esta póliza de seguros no ha de salimos demasiado caro, no a la escala a la que hacemos las cosas en la Tierra. Ni siquiera requeriría doblar los presupuestos espaciales de las naciones que se hallan actualmente en condiciones de viajar al espacio (presupuestos que, en todos los casos, suponen únicamente pequeñas fracciones de los destinados a defensa y de muchos desembolsos voluntarios que podrían considerarse marginales o incluso frívolos). Pronto podríamos estar estableciendo asentamientos humanos en asteroides cercanos a la Tierra y colocando bases en Marte. Sabemos cómo hacerlo, incluso con la tecnología actual, en un plazo inferior a una vida humana. Y la tecnología progresará con rapidez. Iremos mejorando en lo que se refiere a los vuelos espaciales.

Un esfuerzo serio para mandar seres humanos a otros mundos es, en términos relativos, tan barato sobre una base anual que no puede suponer una competencia seria para las agendas sociales urgentes que tiene hoy planteadas la Tierra. Si elegimos ese camino, una tromba de imágenes de otros mundos lloverá sobre la Tierra a la velocidad de la luz. La realidad virtual hará accesible la aventura para los millones de individuos que se han quedado en casa. La participación indirecta será mucho más real que en cualquier otra época de exploración y descubrimientos. Y a cuantas más culturas y personas logre inspirar y estimular, más posibilidades tendrá de salir adelante.

Pero podríamos preguntarnos qué derecho tenemos nosotros a habitar, alterar y conquistar otros mundos. Ésa sería una pregunta importante si hubiera alguien más viviendo en el sistema solar. No obstante, si no hay nadie más que nosotros, ¿por qué no vamos a tener derecho a colonizarlo?

Naturalmente, nuestra exploración y colonización debería estar presidida en todo momento por el respeto a los entornos medioambientales planetarios y al conocimiento científico que encierran. Se trata de una cuestión de simple prudencia. Es evidente también que la exploración y los asentamientos deberían emprenderse de manera equitativa y transnacional, por representantes de toda la especie humana. Nuestra pasada historia colonial no puede servirnos de ejemplo, pues esta vez no estaremos motivados por el oro, las especias, los esclavos o el afán de convertir a los paganos a la única fe verdadera, como lo estaban los exploradores europeos de los siglos XV y XVI. En realidad, ésta es una de las principales razones por las que estamos experimentando un progreso tan intermitente, tan a trompicones, de los programas espaciales tripulados de todas las naciones.

A pesar de todos los provincialismos de los que me he quejado al principio de este libro, en este aspecto me considero un chauvinista humano sin excusa. Si hubiera otros seres vivos en este sistema solar, se verían acechados por un peligro inminente porque los humanos estaban al caer. En un caso así, incluso se me podría convencer de que salvaguardar nuestra especie conquistando otros mundos constituiría una equivocación, al menos en parte, dado el peligro que representaríamos para todos los demás. Pero, en la medida en que podemos asegurarlo, por lo menos hasta hoy, no hay más vida en este sistema solar, ni siquiera un triste microbio. Solamente hay vida en la Tierra.

En tal caso, en beneficio de la vida terrestre, me atrevo a urgir a que, con pleno conocimiento de nuestras limitaciones, incrementemos ampliamente nuestro conocimiento del sistema solar y nos dispongamos a colonizar otros mundos.

Éstos son los argumentos prácticos que faltaban: salvaguardar la Tierra de impactos catastróficos de otro modo inevitables y compensar nuestra apuesta por muchas otras amenazas, conocidas y desconocidas, para el entorno que nos da la vida. En ausencia de estos argumentos, quizá nos faltarían razones de peso para defender el hecho de mandar seres humanos a Marte y a otros lugares del espacio. Pero con ellos y con los argumentos colaterales relacionados con ciencia, educación, perspectiva y esperanza, opino que la cuestión es susceptible de ser defendida con convicción. Si está en juego nuestra supervivencia a largo plazo, tenemos la responsabilidad fundamental para con nuestra especie de aventurarnos hacia otros mundos.

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