La siguiente tabla ofrece una completa lista de satélites del sistema solar. (Casi la mitad de ellos fueron descubiertos por las naves
Voyager.)
Todos tienen cielos negros, exceptuando Titán, la luna de Saturno, y quizá Tritón, el satélite de Neptuno, que son lo suficientemente grandes como para tener atmósfera. Y también todos los asteroides.
Sesenta y dos mundos para el tercer milenio, lunas conocidas de los planetas (y un asteroide), enumeradas por orden según la distancia que las separa de sus respectivos planetas.
TIERRA, 1 : Luna.
MARTE, 2: Fobos, Deimos.
IDA, 1 : (sin nombre)
JÚPITER, 16: Metis, Adrastea, Amaltea, Tebas, Ío, Europa, Ganímedes, Calisto, Leda, Himalia, Lisitea, Elara, Ananke, Carme, Pasifae.
SATURNO, 18: Pan, Atlas, Prometeo, Pandora, Epimeteo, Jano, Mimas, Encélado, Tetis, Telesto, Calipso, Dione, Elena, Rea, Titán.
URANO, 15: Cordelia, Ofelia, Bianca, Crésida, Desdémona, Juliet, Porcia, Rosalind, Belinda, Puck, Miranda, Ariel, Umbriel, Titania, Oberón.
NEPTUNO, 8: Náyade, Thalasa, Despina, Galatea, Larisa, Proteo, Tritón, Nereida.
PLUTÓN, 1
[i]
: Caronte
Venus tiene cerca de noventa veces más aire que la Tierra. Pero no está compuesto principalmente de oxígeno y nitrógeno, como el de nuestro planeta, sino que es anhídrido carbónico. No obstante, el anhídrido carbónico tampoco absorbe la luz visible. ¿Cuál sería la apariencia del cielo desde la superficie de Venus si éste no tuviera nubes? Con tanta atmósfera en medio no solamente se dispersan las ondas violetas y azules, sino también todos los colores restantes, el verde, el amarillo, el naranja y el rojo. Sin embargo, el aire es tan grueso que apenas nada de luz azul consigue llegar al suelo; es dispersada de vuelta al espacio por rebotes sucesivos cada vez más arriba. Así pues, la luz que alcanza el suelo debería estar fuertemente dominada por el rojo, como una puesta de sol de la Tierra en todo el cielo. Por otra parte, la presencia de azufre en las nubes altas debería teñir el cielo de amarillo. Las imágenes tomadas por los vehículos soviéticos de aterrizaje
Venera
confirman que los cielos de Venus presentan tonalidades que oscilan entre los amarillos y los anaranjados.
El caso de Marte es distinto. Es un mundo más pequeño que la Tierra con una atmósfera mucho más delgada. La presión en la superficie de Marte, de hecho, equivale aproximadamente a la de la altitud en la estratosfera de la Tierra a la cual ascendió Simmons. En consecuencia, cabría esperar que el cielo de Marte fuera negro o púrpura oscuro. La primera imagen en color de la superficie de dicho planeta fue obtenida en julio de 1976 por el vehículo de aterrizaje americano
Viking 1,
la primera nave que aterrizó con éxito sobre la superficie del planeta rojo. Los datos digitales fueron debidamente radiados desde Marte a la Tierra, así como la imagen en color compuesta por computadora. Para sorpresa de todos los científicos, pero de nadie más, esa primera imagen, difundida por la prensa, mostraba el cielo marciano de un confortable y familiar color azul, imposible para un planeta con una atmósfera tan insustancial. Algo había salido mal.
La imagen en una pantalla de televisión en color es una mezcla de tres imágenes monocromas, cada una de un tono distinto de luz, roja, verde y azul. Este mismo método de composición de color se emplea en los sistemas de proyección de imágenes de vídeo, que proyectan haces de luz roja, verde y azul para generar una imagen a todo color (incluyendo los tonos amarillos). Para obtener la composición de color adecuada, el aparato debe mezclar o equilibrar correctamente estas tres imágenes monocromas. Si se sube la intensidad del azul, por ejemplo, la imagen resultante será demasiado azul. Las imágenes que nos llegan del espacio requieren un equilibrio de colores similar. En ocasiones, los analistas informáticos disponen de una libertad considerable para efectuar dicha mezcla. Los analistas del
Viking
no eran astrónomos planetarios y, en lo que se refiere a esta primera imagen de Marte, se limitaron a mezclar los colores hasta que la composición les pareció «correcta». Estamos tan condicionados por nuestra experiencia sobre la Tierra que «correcto», naturalmente, implica un cielo azul. El color de la imagen fue inmediatamente corregido —empleando pautas de calibración de colores que la nave llevaba incorporadas para este propósito—y la composición resultante no daba en modo alguno un cielo azul; la tonalidad oscilaba más bien entre el ocre y el rosa. Cierto que no era azul, pero tampoco era negro púrpura.
Ese
es
el verdadero color del cielo marciano. Gran parte de la superficie de Marte es desértica, y roja porque la arena es rojiza. De vez en cuando se producen violentas tormentas de arena que arrastran finas partículas de la superficie hacía las capas altas de la atmósfera. Estas tardan bastante tiempo en desaparecer y, antes de que el cielo se haya limpiado por completo, siempre se produce otra tempestad. Las tormentas de arena globales o casi globales tienen lugar prácticamente cada año marciano. Dado que las partículas rojizas se hallan en permanente suspensión en ese cielo, las futuras generaciones de seres humanos, que habrán nacido en Marte y pasarán toda su vida allí, considerarán este color salmón del cielo tan natural y familiar como nosotros nuestro azul celeste. Con una sola mirada al cielo diurno serán probablemente capaces de deducir cuánto tiempo ha pasado desde la última gran tormenta de arena.
Los planetas del sistema solar exterior —Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno— son de distinta clase. Se trata de mundos enormes con atmósferas gigantes, compuestas principalmente de hidrógeno y helio. Sus superficies sólidas se hallan a tal profundidad que no penetra hasta ellas ni un atisbo de luz solar. Allí abajo el cielo es negro, sin perspectivas de recibir nunca un solo rayo de sol. Esa perpetua noche sin estrellas puede iluminarse quizá, ocasionalmente, por algún relámpago. En cambio, en las capas altas de la atmósfera, donde alcanza la luz del Sol, aguarda una panorámica mucho más hermosa.
En Júpiter, por encima de una capa de niebla situada a gran altitud que se compone de partículas de hielo de amoniaco (más que de agua), el cielo es casi negro. Mucho más abajo, en la región de cielo azul, existen nubes multicolores con diferentes matices de amarillo-marrón, cuya composición es hoy por hoy desconocida. (Los posibles materiales que las conforman incluyen el azufre, el fósforo y moléculas orgánicas complejas.) Aún más abajo, el color del cielo se moverá entre el rojo y el marrón, a menos que las nubes en esa franja sean de espesores variados, de tal modo que donde sean delgadas puede aparecer algún pedazo de azul. A mayor profundidad, regresamos gradualmente a la noche perpetua. Algo similar ocurre en Saturno, pero allí los colores son mucho más apagados. Urano y especialmente Neptuno presentan un misterioso y austero color azul, a través del cual las nubes —algunas un poco más blanquecinas— son transportadas por vientos de fuerte intensidad. La luz solar llega a una atmósfera comparativamente limpia, compuesta básicamente de hidrógeno y helio, pero también rica en metano. Largas sendas de metano absorben la luz amarilla y especialmente la roja, dejando pasar los filtros verde y azul, aunque una delgada neblina de hidrocarburos rebaja un poco el azul. Puede que haya un nivel de profundidad donde el cielo sea verdoso.
La sabiduría convencional sostiene que la absorción por el metano y la dispersión Rayleigh de la luz solar por una atmósfera profunda explican los azules de Urano y Neptuno. No obstante, el análisis de los datos del
Voyager
realizado por Kevin Baines, del JPL, parece demostrar que dichas causas son insuficientes. Al parecer, a una gran profundidad —quizá en las proximidades de unas hipotéticas nubes de sulfuro de hidrógeno— existe una sustancia azul muy abundante. Hasta ahora nadie ha sido capaz de explicar lo que podría ser. Los materiales azules son muy raros en la Naturaleza. Como ocurre siempre en la ciencia, los viejos misterios se disipan tan sólo para dar paso a otros nuevos. Tarde o temprano hallaremos también una explicación para éste.
T
ODOS LOS MUNDOS CON CIELOS QUE NO SON NEGROS
tienen atmósferas. Si nos encontramos en la superficie y existe una atmósfera lo suficientemente gruesa para que podamos verla, es probable que haya una forma de atravesarla. En la actualidad mandamos nuestros instrumentos a surcar los cielos de colores de otros mundos. Algún día iremos nosotros mismos.
Ya se ha utilizado el paracaídas en las atmósferas de Venus y Marte, y está previsto emplearlo para Júpiter y Titán. En 1985 dos globos franco-soviéticos navegaron a través de los cielos amarillos de Venus. El globo
Vega 1,
de unos cuatro metros de diámetro, llevaba colgando a trece metros de distancia un equipo de instrumentos. El globo se infló en el hemisferio nocturno, estuvo flotando a 54 kilómetros de la superficie y transmitió datos durante casi dos días terrestres antes de que le fallaran las baterías. Durante ese tiempo cubrió 11600 kilómetros sobre la superficie de Venus, mucho más abajo. El globo
Vega 2
tenía un perfil casi idéntico. La atmósfera de Venus se ha empleado también como freno aéreo, modificando la órbita de la nave
Magallanes
por fricción con ese aire tan denso; se trata de una tecnología de futuro clave para convertir las naves de aproximación a Marte en vehículos de orbitaje y aterrizaje.
Una misión a Marte, programada para ser lanzada en 1998 y dirigida por Rusia, incluye un enorme globo de aire caliente de fabricación francesa, con el aspecto de una gran medusa. Está diseñado para posarse sobre la superficie de Marte con el frío de cada crepúsculo y alzar el vuelo al día siguiente, una vez calentado por la luz solar. Los vientos son tan fuertes que, si todo va bien, avanzará cientos de kilómetros cada día, saltando incluso por encima del polo norte. A primeras horas de la mañana, cuando se encuentre cerca del suelo, obtendrá imágenes de alta resolución y otros datos, El globo lleva una cuerda de arrastre, esencial para su estabilidad, concebida y diseñada por una organización privada con sede en Pasadena, California, la Sociedad Planetaria.
Dado que la presión sobre la superficie de Marte es aproximadamente la que hay a una altitud de 30480 metros en la Tierra, sabemos que allí podemos volar con aviones. El U-2, por ejemplo, o el SR-71 Blackbird se acercan rutinariamente a presiones tan bajas. Para Marte se han diseñado aviones con alas de incluso mayor envergadura.
El sueño de volar y el de los viajes espaciales son gemelos, concebidos por visionarios similares, dependientes de tecnologías aliadas y que han evolucionado más o menos a la par. Cuando se alcanzan determinados límites prácticos y económicos en lo que respecta a los vuelos terrestres, surge la posibilidad de volar a través de los multicolores cielos de otros mundos.
H
OY CASI ES POSIBLE
asignar combinaciones de color, basadas en los colores de las nubes y el cielo, a cada planeta del sistema solar, desde los cielos azufrados de Venus a los herrumbrosos cielos de Marte, pasando por los cielos aguamarina de Urano y el hipnótico y fantástico azul de Neptuno.
Sacre-jaune, sacre-rouge, sacre-vert.
Tal vez un día adornen las banderas de asentamientos humanos distantes en el sistema solar, en un tiempo en que las nuevas fronteras se están trasladando del Sol a las estrellas, y los exploradores se ven rodeados por el negro infinito del espacio.
Sacre-noir.
He aquí otro mundo que no
pertenece a los hombres.
L
I
B
AI
, «Pregunta y respuesta
en las montañas» (China, dinastía Tang, aprox. 730)
L
o vemos brillar al oeste durante el crepúsculo, persiguiendo al Sol en su descenso hacia el fondo del horizonte. Muchas personas tienen por costumbre formular un deseo («a una estrella») cada noche cuando lo vislumbran. Algunas veces el deseo se hace realidad.
También podemos espiarlo en el este, cuando huye del Sol poco antes del amanecer. En ambos casos más relumbrante que cualquier otro objeto celeste a excepción del Sol o la Luna, se le conoce como el lucero de la tarde y del alba. Nuestros antepasados no se percataron de que se trataba de un mundo, nunca demasiado alejado del Sol, pues describe una órbita a su alrededor más interior que la de la Tierra. Momentos antes de la puesta de sol o poco después del alba, se presenta a veces la ocasión de contemplarlo junto a una esponjosa nube blanca, y entonces descubrimos al compararlos que Venus presenta un pálido tono amarillo limón.
Por más que miremos por el ocular de un telescopio —aunque sea un gran telescopio, incluso el telescopio óptico de mayor envergadura de toda la Tierra— no nos será posible obtener ningún detalle. Durante meses y meses veremos un disco sin características aparentes que va atravesando fases sistemáticamente, como la Luna: Venus creciente, Venus lleno, Venus casi lleno, Venus nuevo. Ni una sola pista en relación con continentes u océanos.
Algunos de los primeros astrónomos que contemplaron Venus a través de un telescopio reconocieron que estaban examinando un mundo oculto bajo un manto de nubes. Las nubes, como sabemos ahora, están compuestas de gotitas de ácido sulfúrico concentrado y se tiñen de amarillo a causa de la presencia de cierta cantidad de azufre elemental. Se encuentran a gran altura. En luz visible ordinaria no se percibe una sola pista de cómo es la superficie de este planeta, situada a unos cincuenta kilómetros bajo la capa nubosa, y durante siglos no contábamos más que con vagas suposiciones y teorías.