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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (25 page)

BOOK: Un punto azul palido
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En la Luna o Marte pueden encontrarse muchos lugares que apenas han cambiado en el transcurso de mil millones de años. En Io, a lo largo de un solo siglo gran parte de la superficie debería inundarse de nuevo, quedando recubierta o borrada a causa de nuevas corrientes de lava volcánica. En ese caso, los mapas de Io pronto serán obsoletos, y la cartografía de ese mundo se convertirá en una industria en constante crecimiento.

Todo esto parece desprenderse de las observaciones efectuadas por el
Voyager.
La medida en que la superficie aparece cubierta por flujos volcánicos comunes implica el advenimiento de cambios masivos en cincuenta o cien años, una predicción que afortunadamente ha podido ser comprobada. Las imágenes de Io tomadas por dicha nave pueden compararse con otras mucho más pobres, obtenidas cincuenta años atrás por telescopios desde la Tierra, y con las del telescopio espacial Hubble, captadas trece años después. La sorprendente conclusión parece indicar que las grandes marcas superficiales de Io apenas han sufrido ningún cambio. Está claro que se nos está escapando algo.

U
N VOLCAN ENCARNA
en cierto sentido las entrañas de un planeta manando a chorro, hacia el exterior, una herida que finalmente se cura al enfriarse, sólo para ser reemplazada por nuevos estigmas. Mundos distintos poseen entrañas diferentes. El hallazgo de vulcanismo de azufre líquido en Io fue algo así como descubrir, a raíz de un accidente, que de las venas de un amigo brota sangre verde. No teníamos ni idea de que fueran posibles tales diferencias. Parecía tan normal...

Naturalmente, estamos deseosos de encontrar indicios adicionales de vulcanismo en otros mundos. En Europa, el segundo de los satélites galileanos de Júpiter, vecino de Io, no hay montañas volcánicas en absoluto, pero parece que ha brotado a la superficie hielo fundido —agua líquida—, a través de un enorme número de marcas oscuras entrecruzadas, antes de congelarse. Y más hacia el exterior, entre las lunas de Saturno, se observan asimismo indicios de ese mismo fenómeno, que ha borrado los cráteres de impacto. Aun así, nunca hemos visto nada que plausiblemente pudiera ser un volcán de hielo, ni en el sistema de Saturno ni en el de Júpiter. Posiblemente hayamos observado vulcanismo de nitrógeno o metano en Tritón.

Los volcanes de otros mundos nos proporcionan un espectáculo excitante. Incrementan nuestra admiración, nuestro gozo por la belleza y diversidad del cosmos. Pero esos exóticos volcanes rinden además otro servicio: contribuyen a nuestro conocimiento de los volcanes de nuestro propio mundo, y quizá algún día nos enseñarán incluso a predecir sus erupciones. Si no somos capaces de comprender lo que ocurre en otras circunstancias en que los parámetros físicos son distintos, ¿hasta qué punto podremos comprender la circunstancia que nos concierne en mayor medida? Una teoría general sobre el vulcanismo debe abarcar todos los casos. Cuando nos topamos con enormes eminencias volcánicas en un Marte geológicamente tranquilo, cuando descubrimos que la superficie de Venus ha sido renovada tan sólo ayer por inundaciones de magma, cuando encontramos un mundo fundido, no por el calor que desprende la desintegración radiactiva, como en la Tierra, sino por las mareas gravitatorias que ejercen mundos cercanos, cuando observamos vulcanismo de azufre en lugar de ser de silicato, y cuando empezamos a preguntarnos, respecto a las lunas de los planetas exteriores, si estamos contemplando vulcanismo de agua, amoniaco, nitrógeno o metano, estamos aprendiendo qué otras posibilidades existen.

Capítulo
XIII
E
L OBSEQUIO DEL
A
POLO

Las puertas del Cielo están abiertas de par en par;
pies para qué os quiero...

C
HUANG
T
ZU
(atribuido a C
HU
Y
UAN)
,
«Las nueve canciones», canción V,
«El gran señor de las vidas»
(China, aprox. Siglo III a. J.C.)

C
orre una bochornosa noche del mes de Julio. Nos hemos quedado dormidos en la butaca. De repente, nos despertamos sobresaltados, desorientados. La tele está encendida, pero no hay sonido. Hacemos un esfuerzo por comprender lo que estamos presenciando. Dos fantasmagóricas figuras blancas, vestidas con ampulosos monos y cascos, bailan suavemente bajo un cielo negro como la noche. Van dando pequeños saltos que los impulsan hacia arriba, levantando nubes de polvo apenas perceptibles. Pero hay algo que no cuadra. Tardan demasiado tiempo en bajar. Sobrecargados como van, parecen volar... un poco. Nos frotamos los ojos, pero la onírica escena persiste.

De todos los acontecimientos que rodearon el aterrizaje del
Apolo 11
en la Luna, el 20 de Julio de 1969, el recuerdo más vivido que conservo es la sensación de irrealidad que lo envolvió. Neil Armstrong y Buzz Aldrin avanzando penosamente por la gris y polvorienta superficie lunar, con la Tierra asomando en grande en aquel cielo, mientras Michael Collins, en ese momento luna de la propia Luna, orbitaba sobre ellos en solitaria vigilia. Cierto, fue una asombrosa hazaña tecnológica y un triunfo para Estados Unidos. Cierto, los astronautas demostraron un coraje realmente admirable.

Y cierto también que, como dijo Armstrong al descender de la nave, era un momento histórico para la especie humana. Pero si uno prescindía del volumen de la retransmisión, que reproducía la conversación entre la base de control de la misión y el Mar de la Tranquilidad —con su charla rutinaria y deliberadamente mundana— y se fijaba únicamente en el monitor en blanco y negro, comprendía que nosotros, los humanos, estábamos penetrando en los dominios del mito y la leyenda.

Conocíamos la Luna desde tiempo inmemorial. Allí estaba cuando nuestros antepasados descendieron de los árboles hacia la sabana, cuando aprendimos a caminar erguidos, cuando fabricamos las primeras herramientas de piedra, cuando domesticamos el fuego, inventamos la agricultura, construimos ciudades y empezamos a dominar la Tierra. El folclore y las canciones populares celebran una misteriosa conexión entre la Luna y el amor. El primer día de la semana, «Lunes», debe su nombre a dicho astro. El hecho de que crezca y mengüe —de menguante a llena a creciente y a nueva— era ampliamente considerado una metáfora celestial de muerte y renacimiento. Se la relacionaba también con el ciclo de ovulación de las mujeres, que presenta casi el mismo periodo, tal como nos recuerda la palabra «menstruación» (del latín
mensis,
de medir). Los que duermen a la luz de la luna se vuelven locos, dicen; la conexión se conserva en el adjetivo «lunático». En la historia de la Persia antigua preguntan a un visir, conocido por su gran sabiduría, qué es más útil, si el Sol o la Luna. «La Luna —responde él— porque el Sol sale de día, cuando hay luz de todos modos.» Especialmente cuando vivíamos al aire libre, la Luna constituía una presencia mayor —aunque singularmente intangible— en nuestras vidas.

La Luna era una metáfora para lo inalcanzable: «Estás pidiendo la luna», solía decirse. Durante la mayor parte de nuestra historia no teníamos la menor idea de lo que podía ser. ¿Un espíritu? ¿Un dios? ¿Un objeto? No parecía algo grande y alejado, sino más bien algo pequeño y cercano, una cosa del tamaño de un plato, colgado en el cielo encima de nuestras cabezas. Los filósofos de la Grecia antigua debatieron la afirmación de que «la Luna es exactamente tan grande como parece» (poniendo de manifiesto una irremediable confusión entre tamaño lineal y angular).
Caminar
sobre la Luna habría parecido una idea estrafalaria en aquel entonces; tenía más sentido imaginarse uno mismo subiendo al cielo por una escalera o sentado a lomos de un pájaro gigante, cogiendo la Luna y bajándola a la Tierra. Jamás nadie pudo conseguirlo, aunque circulaban infinidad de leyendas sobre héroes que lo habían intentado.

Hasta hace pocos siglos no se impuso de forma definitiva la concepción de la Luna como un
lugar
situado a 385000 kilómetros de distancia. Y en ese insignificante parpadeo temporal hemos dado el salto desde nuestros primeros pasos en la comprensión de la naturaleza de la Luna hasta poner pie y transitar a placer por su superficie. Calculamos cómo se mueven los objetos celestes por el espacio, licuamos el oxígeno del aire, inventamos grandes cohetes, telemetría, electrónica digna de confianza, dirección por inercia y muchas cosas más. Luego salimos a surcar el espacio.

Tuve la suerte de estar implicado en el programa Apolo, pero no culpo a las personas que piensan que todo el asunto fue simulado en un estudio de cine de Hollywood. En el Imperio romano tardío, los filósofos paganos habían atacado la doctrina cristiana que postulaba la ascensión al cielo del cuerpo de Cristo y la promesa de la resurrección de los muertos, basándose en que la fuerza de la gravedad atrae hacia la Tierra a todos los «cuerpos terrestres». San Agustín replicó: «Si la inteligencia humana es capaz de fabricar, mediante alguna invención, navíos que flotan a partir de metales que se hunden... ¿cómo no iba a resultar mucho más creíble que Dios, utilizando alguna operativa oculta, pueda conseguir que esas masas terrestres se emancipen» de las cadenas que las atan a la Tierra? Pero que los
humanos
llegaran a descubrir un día dicha operativa era algo que trascendía la imaginación. Y sin embargo, ciento cincuenta años más tarde, nos emancipamos.

La proeza suscitó una amalgama de admiración temerosa y preocupación. Algunos se acordaron de la historia de la torre de Babel. Otros, entre ellos los musulmanes ortodoxos, consideraban impudente y sacrílego el hecho de poner pie en la Luna. Muchos saludaron el evento como un punto de inflexión en la historia.

La Luna ya no es inalcanzable. Una docena de seres humanos, todos americanos, han efectuado esos singulares movimientos a saltos, a los que se ha dado en llamar «paseo lunar», sobre la crujiente y antigua lava gris, sembrada de cráteres, empezando precisamente ese día de julio de 1969. No obstante, desde 1972 no ha habido persona de ninguna nación que haya vuelto a pisarla. En realidad, nadie ha ido
a ninguna parte
desde los gloriosos días de la misión Apolo, exceptuando, claro está, la órbita terrestre, algo así como un niño que se aventura a dar sus primeros pasos en solitario, pero vuelve de inmediato, casi sin aliento, a la seguridad de las faldas de su madre.

En otro tiempo nos adentramos en el sistema solar. Durante unos pocos años. Luego nos apresuramos a regresar a casa. ¿Por qué? ¿Qué sucedió? ¿Qué perseguía realmente la misión Apolo?

El alcance y la audacia del mensaje que John F. Kennedy pronunció el 25 de mayo de 1961 en una sesión conjunta del Congreso sobre «Necesidades nacionales urgentes» —el discurso que puso en marcha el programa Apolo— me deslumbra. Íbamos a emplear cohetes todavía por diseñar, aleaciones que aún debían ser concebidas, esquemas de navegación y acoplamiento por planificar, todo para enviar hombres a un mundo desconocido, un mundo que nunca había sido explorado, ni siquiera de forma preliminar, ni tan sólo por robots; íbamos a traerles de vuelta a casa sanos y salvos, y lo íbamos a hacer antes de que finalizara la década. Este confiado pronunciamiento fue efectuado antes de que ningún americano hubiera conseguido ni siquiera surcar la órbita terrestre.

En mi recién estrenada condición de doctor en Filosofía, lo primero que pensé fue que todo aquello tenía que ver fundamentalmente con la ciencia. Pero el presidente no hablaba de descubrir el origen de la Luna, ni tampoco de traer muestras para su posterior estudio. Lo único que parecía interesarle era mandar a alguien allí y traerle luego de regreso a casa. Era una especie de
gesto.
El asesor científico de Kennedy, Jerome Wiesner, me explicó después que había hecho un trato con el presidente: si Kennedy no reivindicaba objetivos científicos para la misión Apolo, entonces él, Wiesner, la apoyaría. Pero, si no estaba relacionada con la ciencia, ¿cuáles eran sus objetivos?

«El programa Apolo es en realidad un asunto político», me explicaron otros. Eso ya sonaba más prometedor. Las naciones no alineadas podían sentirse tentadas de girar en la órbita de la Unión Soviética si ésta se adelantaba en la carrera espacial, si Estados Unidos demostraba un «vigor nacional» insuficiente. No me cabía en la cabeza. Ahí estaba Estados Unidos de América, por delante de la Unión Soviética virtualmente en todas las áreas tecnológicas —líder mundial económico, militar y, en ocasiones, también moral—, y sin embargo ¿Indonesia iba a adoptar el régimen comunista porque Yuri Gagarin había alcanzado antes que John Glenn la órbita terrestre? ¿Qué es lo que hace de la tecnología espacial algo tan especial? De pronto caí en la cuenta.

Poner personas en órbita alrededor de la Tierra o robots a orbitar el Sol requiere cohetes, cohetes grandes, fiables y potentes. Esos mismos cohetes pueden utilizarse en una guerra nuclear. La misma tecnología que transporta un hombre a la Luna puede transportar cabezas nucleares a medio mundo de distancia. La misma tecnología que coloca en la órbita terrestre a un astrónomo y un telescopio puede lanzar al espacio un «puesto de combate» láser. En aquellos tiempos se oían extravagantes conversaciones en los círculos militares de Oriente y Occidente, que hablaban del espacio como de la nueva «base de operaciones» y sostenían que la nación que «controlara» el espacio «controlaría» la Tierra. Naturalmente, los cohetes estratégicos ya estaban siendo probados en la Tierra. No obstante, lanzar un misil balístico con una estúpida ojiva de combate sobre un objetivo seleccionado en mitad del océano Pacífico no acarrea demasiada gloría, en tanto que enviar personas al espacio consigue cautivar la atención e imaginación del mundo.

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