No se iba a invertir todo ese dinero en mandar astronautas a la Luna solamente por esa razón, pero de todas las formas existentes para demostrar potencia en tecnología espacial, ésta era la que mejor funcionaba. Se trataba, en suma, de un rito de «hombría» nacional; el tamaño de las lanzaderas hacía este punto suficientemente comprensible, sin necesidad de que nadie hubiera de explicarlo. La comunicación parecía transmitirse de mente inconsciente a mente inconsciente, sin que las facultades mentales más elevadas captaran el más leve soplo de lo que estaba ocurriendo.
En la actualidad, mis colegas —que luchan por cada dólar desembolsado para la ciencia espacial— deben de haber olvidado lo fácil que resultaba, en los gloriosos días del Apolo y en el periodo inmediatamente anterior, conseguir dinero para el «espacio». De entre los muchos ejemplos que se podrían citar, consideremos esta conversación ante el Subcomité de Asignaciones para Defensa de la Cámara de Representantes en 1958, unos pocos meses después de la misión
Sputnik 1.
Testifica el secretario de la Asesoría de la Fuerza Aérea Richard E. Horner; su interlocutor es el representante Daniel J. Flood (demócrata de Pennsylvania):
HORNER: ¿Por qué es deseable desde el punto de vista militar tener a un hombre en la Luna? En parte, desde el punto de vista clásico, porque existe. En parte también, porque puede que temamos que la URSS se nos adelante y pueda extraer ventajas asociadas que nosotros no habíamos calculado...
FLOOD:Si les concediéramos todo el dinero que ustedes consideraran necesario, independientemente de la suma de que se tratase, ¿podría la Fuerza Aérea alcanzar la Luna, digamos, antes de Navidad?
HORNER:Estoy seguro de que podríamos. Este tipo de empresas encierran siempre cierta proporción de riesgo, pero creemos que somos capaces de hacerlo; sí, señor.
FLOOD: ¿Se ha pedido a alguien de la Fuerza Aérea o del Departamento de Defensa que sean otorgados los fondos, el hardware y el personal necesarios para, empezando esta misma medianoche, ir a coger un trozo de esa bola de queso verde para regalárselo a Tío Sam por Navidad? ¿Se ha planteado esa demanda?
HORNER: Hemos sometido un programa de ese tipo a la aprobación de la Oficina del Secretario de Defensa. Actualmente lo están considerando.
FLOOD: Estoy a favor de concedérselo en este mismo minuto, señor presidente, con nuestro beneplácito, sin tener que esperar a que algún pez gordo se decida a pedirlo. Si este hombre habla en serio y sabe lo que está diciendo (que yo creo que lo sabe), entonces este comité no debería esperar ni cinco minutos más. Deberíamos darles todo el dinero, todo el hardware y todo el personal que precisen, sin importar lo que otras personas puedan opinar o querer, y pedirles que se suban a una colina y lo hagan sin contemplaciones.
Cuando el presidente Kennedy formuló el programa Apolo, el Departamento de Defensa tenía en marcha un montón de proyectos relacionados con el espacio, maneras de trasladar personal militar al espacio, formas de transportarlo alrededor de la Tierra y armas robotizadas sobre plataformas orbitales con la finalidad de derribar satélites y misiles balísticos de otras naciones, entre otros. El Apolo suplantó a todos esos programas. Nunca alcanzaron estatus operativo. Podría defenderse el punto de vista de que el Apolo sirvió para otro fin, el de trasladar la carrera espacial entre la URSS y Estados Unidos del ámbito militar al civil. Hay quien opina que Kennedy pensaba en el programa Apolo como sustituto de una carrera armamentística en el espacio. Puede ser.
Para mí, lo más irónico de ese momento de la historia es la placa firmada por el presidente Richard Nixon que se llevó el
Apolo 11
a la Luna. Reza así: «Vinimos en son de paz y en nombre de toda la Humanidad.» Mientras Estados Unidos estaba soltando siete megatones y medio de explosivos convencionales sobre naciones pequeñas del sudeste asiático, nos congratulábamos de nuestra humanidad: no íbamos a hacer daño a nadie sobre esa roca sin vida. La placa sigue todavía allí, fijada a la base del módulo lunar del
Apolo 11,
en medio de la irrespirable desolación del Mar de la Tranquilidad. Si no se interpone nadie, seguirá siendo legible durante un millón de años a partir de ahora.
Seis nuevas misiones siguieron al
Apolo 11 y
todas menos una alunizaron con éxito. El
Apolo 17
fue la primera en incluir a un científico en su tripulación. Pero tan pronto como éste llegó a su destino, el programa fue cancelado. El primer científico y el último ser humano que aterrizaron en la Luna eran la misma persona. El programa ya había cumplido con su misión en aquella noche de julio de 1969.
El programa Apolo no versaba principalmente sobre ciencia. Ni siquiera estaba centrado en el espacio. El Apolo trataba sobre confrontación ideológica y guerra nuclear, a menudo descritos con eufemismos tales como «liderazgo» mundial y «prestigio» nacional. Sin embargo, se avanzó de todos modos en la ciencia espacial. Hoy sabemos mucho más acerca de la composición, edad, así como de la historia de la Luna y del origen de las formas de su superficie. Hemos avanzado en la comprensión relacionada con su procedencia. Algunos de nosotros hemos empleado estadísticas sobre los cráteres lunares para entender mejor la Tierra en el momento del origen de la vida. Pero lo más importante de todo es que el Apolo proporcionó un escudo, un paraguas bajo el cual se enviaron naves robotizadas de brillante ingeniería por todo el sistema solar para que efectuaran un reconocimiento preliminar de docenas de mundos. La descendencia del Apolo ha alcanzado hoy las fronteras planetarias. De no haber sido por la misión Apolo —y, en consecuencia, de no haber sido por el propósito político al cual sirvió— tengo mis dudas acerca de si realmente se habrían llevado a cabo las históricas expediciones americanas de exploración y descubrimiento en el sistema solar. Los
Mariner, Viking, Pioneer, Voyager
y
Galilea
se cuentan entre los obsequios que nos ha traído el programa Apolo.
Magallanes
y
Cassini
quedan ya más distantes en la línea de descendencia. Algo similar puede aplicarse a los pioneros esfuerzos soviéticos en pos de la exploración del sistema solar, incluyendo los primeros aterrizajes blandos de naves robotizadas —
Luna 9, Mars 3, Venera 8
— en otros mundos.
Apolo transmitió una confianza, energía y amplitud de miras que cautivaron de verdad la imaginación del mundo. Esa constituía de hecho una parte de sus objetivos. Inspiraba optimismo en relación con la tecnología y entusiasmo de cara al futuro. Si podíamos volar a la Luna como tantos exigían, ¿qué más éramos capaces de hacer? Incluso los detractores de las políticas y actuaciones de Estados Unidos —incluso los que pensaban lo peor de nosotros— reconocieron el genio y el heroísmo del programa Apolo. Gracias a él, Estados Unidos rozó la grandeza.
Cuando hacemos las maletas para un viaje largo, nunca sabemos lo que nos espera. Los astronautas del
Apolo
fotografiaron su planeta, la Tierra, en su camino de ida y vuelta a la Luna. Era lógico, pero tuvo consecuencias que muy pocos habían previsto. Por primera vez, los habitantes de la Tierra tenían la oportunidad de ver su mundo desde arriba, la Tierra entera, la Tierra en colores, la Tierra como una hermosa bola giratoria, blanca y azul, colocada contra la amplia oscuridad del espacio. Dichas imágenes contribuyeron a despertar nuestra adormecida conciencia planetaria. Y proporcionan una evidencia incontestable de que todos compartimos el mismo planeta vulnerable. Nos recuerdan lo que es importante y lo que no lo es. Son precursoras del punto azul pálido del
Voyager.
Puede que hayamos dado con esa perspectiva justo a tiempo, precisamente cuando nuestra tecnología está amenazando la habitabilidad de nuestro planeta. Fuera cual fuera la razón que puso en marcha el programa Apolo y con independencia de lo comprometido que se hallara con el nacionalismo de la guerra fría y con los instrumentos de la muerte, el ineludible reconocimiento de la unidad y fragilidad de la Tierra constituye su claro y luminoso dividendo, el inesperado regalo final del Apolo. Lo que empezó en mortífera competencia nos ha ayudado a comprender que la cooperación global es una condición esencial para nuestra supervivencia.
Viajar resulta instructivo.
Ha llegado la hora de hacer de nuevo las maletas.
Un ser humano orbitando la Tierra contempla el planeta que constituye su hogar con su «delgado estrato de luz azul marino»: el astronauta Bruce McCandless en su unidad de maniobra tripulada (MMU), en febrero de 1984. Fotografía tomada desde el transbordador espacial
Challenger
, cedida por Johnson Space Center/NASA.
Los planetas, en sus distintas fases de desarrollo, se hallan sujetos a las mismas fuerzas formativas que operan en nuestra Tierra y presentan, por ello, la misma formación geológica, y probablemente la misma vida, de nuestro propio pasado y quizá futuro; pero más allá de dichas consideraciones, estas fuerzas están actuando, en algunos casos, bajo condiciones totalmente diferentes de las que imperan en la Tierra y, en consecuencia, deberán evolucionar hacia formas distintas de las conocidas hasta ahora por el hombre. El valor de un material como ése para las ciencias comparativas es demasiado obvio como para requerir discusión alguna.
R
OBERT
H. G
ODDARD
(1907)
Por primera vez en mi vida contemplé el horizonte en forma de línea curva. Este se veía acentuado por una delgada franja de luz azul marino, nuestra atmósfera. Obviamente, no se trataba del océano de aire del que tantas veces había oído hablar en la vida. Me aterrorizó su frágil apariencia.
U
LE
M
ERBOLD
, astronauta alemán
del transbordador espacial (1988)
C
uando contemplamos la Tierra desde altitudes orbitales, vemos un mundo frágil y hermoso encastrado en negro vacío. Pero observar una porción de la Tierra a través de la portilla de una nave espacial nada tiene que ver con la sensación de verla entera contra el fondo negro o —mejor aún— avanzando a través de nuestro campo visual, mientras flotamos en el espacio fuera de la nave espacial. El primer ser humano que efectuó dicha experiencia fue Alexei Leonov, quien el 18 de marzo de 1965 salió del
Voskhod 2
a dar un original «paseo» espacial: «Miré hacia abajo, a la Tierra —recuerda— y el primer pensamiento que cruzó por mi mente fue: "Después de todo, el mundo
es
redondo." En una sola ojeada podía ver desde Gibraltar hasta el mar Caspio... Me sentí como un pájaro, provisto de alas, capaz de volar.»
Cuando se contempla la Tierra desde más lejos, como hicieron los astronautas del
Apolo,
su tamaño aparente parece contraerse hasta que no queda nada más que un poco de geografía. Impresiona ver lo silenciosa que es. Ocasionalmente salta un átomo de hidrógeno; llega un suave golpeteo de polvo cometario. La luz solar generada por el inmenso y silencioso motor de las profundidades del interior solar se derrama en todas direcciones, y la Tierra intercepta bastante cantidad como para asegurarse un poco de iluminación y el calor suficiente para nuestros modestos propósitos. Aparte de eso, ese pequeño mundo se encuentra completamente solo.
Desde la superficie de la Luna se puede ver, quizá en fase creciente, sin poder ni siquiera distinguir sus continentes. Y desde cualquier posición del planeta más exterior es un mero punto de pálida luz.
Desde la órbita terrestre nos sorprende el delicado arco azul del horizonte; es la delgada atmósfera de la Tierra, vista tangencialmente. Así resulta más que comprensible que no exista un problema medioambiental local. Las moléculas son tontas. Los venenos industriales, los gases de invernadero y las sustancias que atacan la capa protectora de ozono, dada su abismal ignorancia, no respetan fronteras. Se olvidan de la noción de la soberanía nacional. Y así, a causa de los casi míticos poderes de nuestra tecnología (y de la prevalencia del pensamiento a corto plazo), estamos empezando —a escala continental y planetaria— a representar un peligro para nosotros mismos. Evidentemente, si se pretende resolver esos problemas, ello requerirá que muchas naciones actúen coordinadas durante muchos años.
Me asombra una vez más la ironía que entraña el hecho de que los vuelos espaciales —concebidos en el caldero de las rivalidades y odios nacionalistas— traigan consigo una sorprendente visión transnacional. Basta con contemplar un ratito la Tierra desde su órbita para que los nacionalismos más fuertemente arraigados comiencen a erosionarse. Parecen ácaros disputándose una migaja.
Si permanecemos anclados en un mundo, quedamos limitados a un único caso; no podemos saber qué otras posibilidades existen. En ese caso —al igual que un amante del arte que sólo conoce las pinturas funerarias de Fayum, un dentista que sólo sabe de molares, un filósofo que sólo ha estudiado el neoplatonismo, un lingüista que sólo habla chino o un físico cuyo conocimiento de la gravedad se restringe a los cuerpos que caen sobre la Tierra—, nuestra perspectiva es reducida, nuestras miras estrechas y nuestra capacidad de predicción totalmente limitada. Por el contrario, cuando exploramos otros mundos, lo que en su momento nos pareció la única forma posible de entender un planeta resulta encontrarse en algún punto intermedio de un amplio espectro de posibilidades. Al examinar esos otros mundos vamos comprendiendo lo que ocurre cuando hay algo en exceso o una cantidad insuficiente de otra cosa. Aprendemos cómo puede estropearse un planeta. La comprensión adquiere una nueva dimensión, prevista ya por el pionero de los vuelos espaciales Robert Goddard, denominada planetología comparativa.