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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (23 page)

BOOK: Un punto azul palido
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La resistencia a imaginar una superficie incandescente para Venus puede atribuirse, supongo, a nuestra renuencia a abandonar la noción de que el planeta más cercano es compatible con la vida, con la exploración futura y quizá incluso, a más largo plazo, con la posibilidad de establecer en él asentamientos humanos. No obstante, al parecer allí no hay lodazales como los del Carbonífero, ni océanos globales de petróleo ni de seltz. Por el contrario, Venus es un asfixiante infierno en continua ebullición. Hay algunos desiertos, pero es fundamentalmente un planeta de mares de lava solidificada. Nuestras esperanzas se han desvanecido por completo. La llamada de este mundo es hoy mucho más matizada que en las primeras etapas de exploración, cuando casi todo era posible y nuestras nociones más románticas respecto a Venus podían todavía, por lo que sabíamos entonces, hacerse realidad.

M
UCHAS NAVES ESPACIALES CONTRIBUYERON
a la comprensión que actualmente tenemos de Venus. Pero la misión pionera fue la del M
ariner 2.
El
Mariner 1
falló durante el lanzamiento y —como se dice cuando un caballo de carreras se rompe una pata— tuvo que ser sacrificado. El
Mariner 2
trabajó a la perfección y proporcionó los primeros datos de radio, que resultaron vitales para determinar el clima del planeta. Realizó observaciones en el infrarrojo de las propiedades de las nubes. En su trayectoria desde la Tierra a Venus descubrió y midió el viento solar, el flujo de partículas cargadas que emana del Sol hacia el exterior, llenando las magnetosferas de todos los planetas que se cruzan en su camino, hinchando las colas de los cometas y estableciendo la distante heliopausa. El
Mariner 2
fue la primera sonda planetaria que conoció el éxito, la nave que inauguró la era de la exploración planetaria.

Todavía se encuentra en órbita alrededor del Sol, acercándose cada pocos cientos de días, más o menos tangencialmente, a la órbita de Venus. No obstante, cada vez que eso ocurre, Venus no está allí. Pero si esperamos lo suficiente, algún día lo estará y el
Mariner 2
será acelerado por la gravedad del planeta hacia otra órbita distinta. Finalmente, al igual que algún que otro corpúsculo celeste de épocas pasadas, el
Mariner 2
será absorbido por otro planeta, engullido por el Sol o bien eyectado fuera del sistema solar.

Hasta entonces, este precursor de la era de exploración planetaria, este minúsculo planeta artificial, continuará orbitando en silencio al Sol. Un poco como si el barco bandera de Colón, la
Santa María,
con una tripulación fantasma, estuviera todavía cubriendo el recorrido a través del Atlántico, desde Cádiz hasta La Española. En medio del vacío del espacio interplanetario, el
Mariner 2
debería conservarse en su condición original durante muchas generaciones.

El deseo que yo le formulo al lucero de la tarde y del alba es el siguiente: que, bien entrado el siglo XXI, una nave grande en tránsito común, mediante ayuda gravitatoria, hacia el exterior del sistema solar intercepte a esta antigua reliquia y la suba a bordo, a fin de que pueda ser expuesta en un museo sobre tecnología espacial primitiva, ya sea en Marte, Europa o Japeto.

Capítulo
XII
E
L SUELO SE FUNDE

A medio camino entre Thira y Therasia brotaron fuegos en el océano que prendieron durante cuatro días, de tal forma que todo el mar hervía y llameaba, y los fuegos formaron una isla que se fue elevando gradualmente, como levantada por palancas... Concluida la erupción, los habitantes de Rhodas, en pleno apogeo de su supremacía marítima, fueron los primeros en llegar a escena y erigir sobre la isla un templo.

E
STRABÓN
,
Geografía
(aprox. 7 a. J.C.)

P
or toda la Tierra podemos encontrar un tipo de montaña provista de una sorprendente e inusual característica. Hasta un niño la reconocería: su cima parece cortada, como amputada. Si trepamos hasta la cumbre o la sobrevolamos descubriremos que se halla coronada por un agujero o cráter. Algunas montañas de este tipo tienen cráteres pequeños; en otras son casi tan grandes como la montaña en sí. A veces los cráteres están llenos de agua. En otras ocasiones contienen un líquido extraño: subimos hasta arriba y observamos amplios y brillantes lagos de un líquido entre amarillo y rojo, así como surtidores de fuego. Estos agujeros en la cima de las montañas reciben el nombre de calderas, y las montañas que coronan son, naturalmente, los volcanes, que deben su nombre a Vulcano, el dios del fuego de los romanos. Se han contado en la Tierra alrededor de seiscientos volcanes activos. Y todavía quedan por descubrir algunos bajo las aguas oceánicas.

Una típica montaña volcánica parece del todo inofensiva. La vegetación natural se enfila por sus laderas. Campos en terraza decoran sus flancos. Villorrios y santuarios adornan sus bases. Sin embargo, de pronto y sin previo aviso, después de siglos de lasitud, esa montaña puede explotar. Torrentes de grandes piedras y cenizas salen despedidos hacia el cielo. Ríos de roca fundida se deslizan por sus laderas. Hubo un tiempo en que se pensaba que un volcán activo era un gigante aprisionado o un demonio luchando por salir al exterior.

Las erupciones del monte Santa Helena y del Pinatubo constituyen recordatorios recientes, pero se han dado multitud de ejemplos a lo largo de toda la historia. En 1902, una resplandeciente nube volcánica incandescente bajó reptando por las laderas del monte Pelee y mató a 35 000 personas en la ciudad de St. Pierre, en la isla caribeña de la Martinica. Enormes corrientes de barro procedentes de la erupción del volcán Nevado del Ruiz acabaron en 1985 con la vida de más de veinticinco mil colombianos. La erupción del monte Vesubio, en el siglo I, enterró bajo la ceniza a los desventurados habitantes de Pompeya y Herculano, y acabó con la vida del intrépido naturalista Plinio el Viejo, cuando éste ascendía hacia la cima en un intento de adquirir una mejor comprensión de su funcionamiento. (Y, ciertamente, Plinio no fue el último: quince vulcanólogos han perdido la vida en diversas erupciones volcánicas entre 1979 y 1993.) La isla mediterránea de Santorini (también llamada Thira) es en realidad la única parte que emerge a la superficie de un volcán hoy inundado por el mar
[25]
.

En opinión de algunos historiadores, la explosión del volcán de Santorini, en 1623 a. J.C., pudo contribuir a la destrucción de la gran civilización minoica en la cercana isla de Creta y provocar un cambio en el equilibrio de poderes de la civilización clásica primitiva. Dicho desastre puede ser también el origen de la leyenda de la Atlántida tal como la refiere Platón, según el cual una civilización entera fue destruida «en un solo día y una sola noche de infortunio». Debió de ser fácil por aquel entonces pensar que algún dios se había enfadado.

Los volcanes han sido contemplados desde siempre con espanto y admiración temerosa. Cuando los cristianos de la Edad Media presenciaron la erupción del monte Hekla en Islandia, y vieron fragmentos incandescentes de lava blanda precipitarse al exterior desde su cúspide, imaginaron que estaban contemplando las almas de los condenados esperando para entrar en el infierno. Dejaron la debida constancia de «los terribles gritos, el llanto y el crujir de dientes», así como de «los aullidos de melancolía y los lamentos» que se escuchaban. Los relucientes lagos rojos y los gases sulfurosos de la caldera del Hekla fueron considerados una panorámica real del temible mundo subterráneo y una confirmación palpable de la creencia popular en el infierno (así como, por simetría, de la existencia de su polo opuesto, el cielo).

Un volcán es, de hecho, una abertura hacia un mundo subterráneo mucho más vasto que la fina capa superficial que habitan los seres humanos, y además mucho más hostil. La lava que escupe un volcán es roca líquida, roca llevada hasta su punto de fusión, generalmente alrededor de los mil grados. La lava emerge de un agujero en la Tierra; cuando se enfría y solidifica, genera y luego va remodelando los flancos de una montaña volcánica.

Las zonas de la Tierra más activas en lo que a volcanes se refiere tienden a estar situadas a lo largo de las dorsales oceánicas en el fondo marino y en los arcos de las islas, donde confluyen dos grandes placas de corteza oceánica, ya sea en proceso de separación una de otra o bien de deslizamiento una bajo la otra. En suelo marino hay largas zonas de erupciones volcánicas —acompañadas de multitud de temblores de tierra y columnas de humo abisal y agua caliente— que estamos únicamente empezando a observar mediante robots y vehículos sumergibles tripulados.

Las erupciones de lava indican que el interior de la Tierra está extremadamente caliente. De hecho, la evidencia sísmica demuestra que, solamente a unos cientos de kilómetros debajo de su superficie, casi todo el cuerpo de la Tierra se encuentra, al menos ligeramente, fundido. El interior de la Tierra está caliente, en parte porque contiene elementos radiactivos, como el uranio, que liberan calor a medida que se van desintegrando, y en parte porque la Tierra retiene algo del calor original liberado durante su proceso de formación, cuando muchos mundos pequeños, por sus gravedades mutuas, confluyeron para formar la Tierra, y el hierro se aglutinó dando lugar al núcleo de nuestro planeta.

La roca fundida, o magma, asciende a través de fisuras en las rocas sólidas circundantes, más pesadas. Cabe imaginar amplias cavernas subterráneas, inundadas de líquidos rojos resplandecientes, burbujeantes y viscosos, que son disparados hacia la superficie tan pronto como, por casualidad, encuentran un canal apropiado. El magma, denominado lava, una vez se precipita al exterior a través de la caldera, procede efectivamente del mundo subterráneo. Pero hasta ahora no se ha detectado ningún rastro de las almas de los condenados al infierno.

Cuando el volcán ha completado en erupciones sucesivas su proceso de formación y deja de escupir lava por la caldera, se convierte en una montaña como cualquier otra y sufre la lenta erosión que provoca la lluvia o los materiales arrastrados por el viento, así como, eventualmente, el movimiento de las placas tectónicas a lo largo de la superficie terrestre. «¿Cuántos años puede existir una montaña antes de ser arrastrada hacia el mar?», se preguntaba Bob Dylan en la balada
Blowing in the wind.
La respuesta depende del planeta al que nos estemos refiriendo. En el caso de la Tierra, normalmente tarda unos diez millones de años. En consecuencia, las montañas, tanto volcánicas como de otro tipo, deben formarse en el mismo plazo de tiempo, pues de otro modo la Tierra sería toda ella tan lisa como Kansas
[26]
.

Las explosiones volcánicas pueden lanzar grandes cantidades de materia —principalmente finas gotitas de ácido sulfúrico— a la estratosfera. Allí, durante un año o dos, rebotan la luz solar al espacio y enfrían la Tierra. Eso es lo que sucedió recientemente con el volcán filipino Pinatubo, y también, aunque con visos de desastre, en 1815-1816, tras la erupción del volcán indonesio monte Tambora, que provocó «el año sin verano», marcado por la hambruna. Una erupción volcánica en Taupo, Nueva Zelanda, en el año 177, enfrió el clima del Mediterráneo, a medio mundo de distancia, y arrojó finas partículas sobre el casquete polar de Groenlandia. La explosión del monte Mazama, en Oregón (que originó la caldera hoy conocida como cráter Lake), en el año 4803 a. J.C., acarreó consecuencias climáticas en todo el hemisferio norte. Diversos estudios relacionados con los efectos de los volcanes sobre el clima formaban parte de la línea de investigación que condujo finalmente al descubrimiento del invierno nuclear. Dichos estudios proporcionan importantes pruebas para nuestro empleo de modelos computerizados en la predicción de futuros cambios climáticos. Las partículas volcánicas inyectadas en las capas altas de la atmósfera constituyen, por otra parte, una causa adicional de la reducción de la capa de ozono.

Así pues, una gran explosión volcánica en un oscuro y poco frecuentado lugar del mundo es capaz de alterar el medio ambiente a escala global. Tanto en sus orígenes como en sus efectos, los volcanes nos recuerdan lo vulnerables que somos frente a eructos y estornudos menores del metabolismo interno de la Tierra y lo importante que puede ser para nosotros comprender cómo funciona ese motor calorífico subterráneo.

S
E CREE QUE, EN LOS ESTADIOS FINALES
de formación de la Tierra —y también de la Luna, Marte y Venus—, los impactos de pequeños mundos generaron océanos globales de magma. La roca fundida inundaba la topografía preexistente. Grandes crecidas de magma líquido rojo e incandescente, acompañadas de olas de kilómetros de altura, surgieron del corazón del planeta, extendiéndose por su superficie y quemándolo todo a su paso: montañas, canales, cráteres y quizá también la última evidencia de tiempos más clementes y mucho más antiguos. El odómetro geológico volvió a colocarse a cero. Todos los registros accesibles de la geología superficial empiezan con la última inundación global de magma. Antes de enfriarse y solidificarse, los océanos de lava pueden tener cientos y aun miles de kilómetros de espesor. En nuestro tiempo, miles de millones de años después, la superficie de un mundo así puede ser tranquila, inactiva, sin mostrar indicio alguno de vulcanismo común. O bien puede conservar, como la Tierra, algunos recordatorios a pequeña escala de una época en que la totalidad de la superficie estaba inundada de roca líquida.

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