¿No habría sido más satisfactorio que nos hubieran colocado en un jardín hecho a medida para nosotros, cuyos restantes ocupantes se mantuvieran a nuestra disposición para que los utilizáramos cuando lo tuviésemos a bien? En la tradición occidental existe una historia similar, muy celebrada, sólo que allí no estaba absolutamente todo a nuestra disposición. Había un árbol en particular del cual no debíamos participar, el árbol del conocimiento. El conocimiento, la comprensión y la sabiduría nos estaban vetados en esa historia. Debíamos permanecer ignorantes. Pero no pudimos resistirlo. Nos mataba el hambre de conocimientos; nos crearon hambrientos, piensa uno. Ahí residió la causa de todos nuestros problemas. En concreto, ésa es la razón por la que ya no vivimos en un jardín: quisimos saber demasiado. Mientras permanecimos indiferentes y obedientes, supongo, podíamos consolarnos con nuestra importancia y centralidad, y decirnos a nosotros mismos que éramos la razón por la que fue creado el universo. Sin embargo, tan pronto como fuimos cediendo a nuestra curiosidad, a nuestras ansias de explorar, de aprender cómo es realmente el universo, nos autoexpulsamos del edén. A las puertas del paraíso se apostaron ángeles guardianes, blandiendo espadas en llamas, para impedir nuestro retorno. Los jardineros nos convertimos en exiliados y peregrinos. A veces sentimos nostalgia de ese mundo perdido, pero eso, me parece a mí, es sentimental y sensiblero. No podíamos ser felices permaneciendo ignorantes para siempre.
Hay en este universo muchas cosas que parecen designios. Cada vez que tropezamos con ellas dejamos escapar un suspiro de alivio. Eternamente albergamos la esperanza de encontrar, o por lo menos de inferir sin lugar a dudas, un Designador. Pero en lugar de eso, descubrimos repetidamente que los procesos naturales —por ejemplo, la selección colisional de mundos o la selección natural en agrupaciones de genes o, incluso, el modelo de convección en una olla de agua hirviendo— pueden extraer orden a partir del caos, y nos engañamos deduciendo intención donde no la hay. En la vida cotidiana a menudo tenemos la sensación —al entrar en la habitación de un adolescente, o en la política nacional— de que el caos es natural y el orden nos viene impuesto desde arriba. Existen en el universo regularidades más importantes que las simples circunstancias que generalmente describimos como ordenadas, y ese orden, simple y complejo, parece derivarse de las leyes de la Naturaleza establecidas en el big bang (o antes), más que ser consecuencia de la tardía intervención de una imperfecta deidad. «Dios debe buscarse en los detalles», reza el famoso dicho del estudioso alemán Aby Warburg. Pero, en medio de tanta elegancia y precisión, los detalles de la vida y del universo exhiben también algo de azar, arreglos provisionales y mucha planificación deficiente. ¿Qué vamos a hacer con él: un edificio abandonado por el arquitecto en sus primeras fases de construcción?
La evidencia, por lo menos hasta ahora y dejando aparte las leyes de la Naturaleza, no requiere un Designador. Quizá haya uno escondido en alguna parte, obstinadamente empeñado en no darse a conocer. Aunque a veces parece una esperanza muy débil.
El significado de nuestras vidas y de nuestro frágil planeta viene, pues, únicamente determinado por nuestra propia sabiduría y coraje. Somos
nosotros
los guardianes del sentido de la vida. Ansiamos unos progenitores que cuiden de nosotros, que nos perdonen nuestros errores, que nos salven de nuestras infantiles equivocaciones. Pero el conocimiento es preferible a la ignorancia. Es mejor, con mucho, comprender la dura verdad que creer una fábula tranquilizadora.
Si ardemos en deseos de hallar una finalidad cósmica, encontremos primero una meta digna para nosotros.
Viajaron durante largo tiempo y no hallaron nada. A lo lejos distinguieron una tenue luz, que era la Tierra... Pero no pudieron encontrar la más mínima razón para sospechar que nosotros y nuestros congéneres sobre este globo tenemos el honor de existir.
V
OLTAIRE
,
Micromegas.
Una historia filosófica
(1752)
H
ay lugares, dentro y fuera de nuestras grandes ciudades, donde el mundo natural casi ha desaparecido. En ellos puede uno encontrar calles, callejuelas, coches, aparcamientos, vallas anunciadoras, monumentos de cristal y acero, pero ni un solo árbol, brizna de hierba o animal, aparte, claro está, de los seres humanos. Hay multitud de seres humanos. Solamente cuando uno mira hacia arriba, a través de las gargantas de rascacielos, puede vislumbrar una estrella o un pedacito de azul, vestigios de lo que había mucho antes de que la Humanidad iniciara su andadura. Pero las deslumbrantes luces de las grandes ciudades hacen palidecer a las estrellas, y a veces casi desaparece el pedacito azul, teñido de marrón por la tecnología industrial.
No es difícil, trabajando cada día en un lugar así, que quedemos impresionados de nosotros mismos. ¡Cómo hemos transformado la Tierra para nuestro beneficio y conveniencia! Sin embargo, unos cuantos cientos de kilómetros hacia arriba o hacia abajo no hay humanos. Aparte de una fina capa de vida en la misma superficie de la Tierra, alguna intrépida astronave ocasional y un cierto número de interferencias de radio, nuestro impacto en el universo es cero. Nada sabe de nosotros.
I
MAGINEMOS QUE SOMOS EXPLORADORES EXTRATERRESTRES
penetrando en los confines del sistema solar, tras un largo viaje a través del negro espacio interestelar. Nos disponemos a examinar desde lejos los planetas de ese astro vulgar; son unos cuantos, algunos grises, otros azules, otros rojos, otros amarillos. Nos interesa saber qué tipos de mundos son ésos, si sus entornos medioambientales son estáticos o cambiantes y, especialmente, si albergan vida e inteligencia. No tenemos ningún conocimiento previo acerca de la Tierra. Acabamos de descubrir su existencia.
Supongamos que existe una ética galáctica: se mira, pero no se toca. Nos está permitido aproximarnos a esos mundos, orbitarlos, pero queda terminantemente prohibido tomar tierra en ellos. Bajo tales condiciones, ¿seríamos capaces de averiguar cómo es el medio ambiente de la Tierra y si vive alguien allí?
A medida que nos vamos acercando, la primera impresión de conjunto del planeta se resume en nubes blancas, blancos casquetes polares, continentes marrones y una sustancia azul que cubre dos tercios de la superficie. Al tomarle a ese mundo la temperatura, a partir de la radiación infrarroja que emite, descubrimos que en la mayoría de las latitudes ésta se sitúa por encima del punto de congelación del agua, mientras que en las capas polares se encuentra por debajo del mismo. El agua es un material muy abundante en el universo; sería razonable suponer la existencia de capas polares de agua sólida, así como de nubes de agua sólida y líquida.
Quizá nos tiente la idea de achacar esa materia azul a enormes cantidades —de kilómetros de profundidad— de agua líquida. Pero esa conjetura es grotesca, en cierto modo, al menos en lo que concierne a
este
sistema solar, pues ningún otro planeta alberga en su superficie océanos de agua líquida. Mirando en el espectro de la luz visible y en la franja del infrarrojo cercano, en busca de indicios reveladores sobre su composición química, descubriremos sin duda hielo de agua en las capas polares y suficiente vapor de agua en el aire como para justificar las nubes; es también la cantidad justa que debe derivarse de la evaporación, si los océanos contienen realmente agua líquida. Por tanto, una hipótesis que parecía descabellada queda confirmada.
Por otra parte, los espectrómetros ponen de manifiesto que una quinta parte del aire de este mundo es oxígeno, O
2
. No hay otro planeta en el sistema solar que se acerque ni por asomo a tal cantidad de oxígeno. ¿De dónde procede? La intensa luz ultravioleta que emite el Sol descompone el agua, H
2
O, en oxígeno e hidrógeno, y el hidrógeno, el gas más ligero, se escapa rápidamente al espacio. Esa es, ciertamente, una fuente de O
2
, pero no alcanza a justificar
tal
cantidad de oxígeno.
Otra posibilidad residiría en que la luz visible ordinaria, que el Sol vierte en grandes cantidades, fuera empleada en la Tierra para descomponer el agua, de no ser que no hay forma conocida de hacerlo en ausencia de vida. Necesariamente tendría que haber plantas, formas de vida coloreadas por un pigmento que absorbe intensamente la luz visible, sabe cómo descomponer una molécula de agua a base de acumular la energía de dos fotones de luz, libera el O y retiene el H, que luego utiliza para sintetizar moléculas orgánicas. Las plantas deberían cubrir la mayor parte del planeta. Y todo eso ya es pedir mucho. Si fuéramos buenos científicos, lo suficientemente escépticos, tal cantidad de O
2
no constituiría para nosotros una prueba concluyente de la existencia de vida, aunque, desde luego, daría pie a la sospecha.
Con todo ese oxígeno, no nos sorprende encontrar ozono (O
3
). El ozono absorbe la peligrosa radiación ultravioleta. De modo que, si el oxígeno es debido a la vida, ésta curiosamente se está protegiendo a sí misma. No obstante, la vida que estamos detectando podría ser meramente achacable a la presencia de plantas fotosintéticas. No cabe suponer, por ahora, la existencia de un nivel elevado de inteligencia.
Al examinar más de cerca los continentes averiguamos que hay, a grandes rasgos, dos tipos de regiones. Una muestra el espectro de rocas y minerales comunes como los hay en muchos mundos. La otra revela un dato inusual: un material que cubre extensas áreas y que absorbe en gran medida la luz roja. (El Sol, naturalmente, emite luz de todos los colores, alcanzando un máximo en el amarillo.) Podría ser justamente este pigmento el agente necesario, si es que efectivamente la luz visible común se está empleando para descomponer agua, y también el responsable del oxígeno en el aire. Ya tenemos otra pista, esta vez algo más sólida, de la existencia de vida, y no precisamente de un bichito aquí o allá, sino de una superficie planetaria rebosante de vida. En realidad, el pigmento es la clorofila: absorbe la luz azul al igual que la roja y a ella se debe que las plantas sean verdes. Lo que estamos contemplando es un planeta con una densa vegetación.
La Tierra, pues, ha revelado poseer tres propiedades únicas, al menos en este sistema solar: océanos, oxígeno y vida. Se hace difícil no relacionarlas entre sí, sobre todo teniendo en cuenta que los océanos son los lugares de origen de abundante vida y el oxígeno su producto.
Observando cuidadosamente el espectro infrarrojo de la Tierra damos con los componentes menores del aire. Además del vapor de agua, hay también anhídrido carbónico (CO
2
), metano (CH
4
) y otros gases, que absorben el calor que la Tierra trata de emitir al espacio durante la noche. Estos gases calientan el planeta. Sin ellos, la Tierra tendría una temperatura global inferior a la del punto de congelación del agua. Acabamos de descubrir el efecto invernadero que presenta este mundo. El metano y el oxígeno, juntos en la misma atmósfera, constituyen un hecho peculiar. Las leyes de la química son muy claras: ante un exceso de O
2
el CH
4
debería quedar convertido enteramente en H
2
O y CO
2
. El proceso es tan eficaz que ni una sola molécula en toda la atmósfera de la Tierra debería ser de metano. En cambio, constatamos que una de cada millón de moléculas es metano, lo cual supone una inmensa discrepancia. ¿Qué puede significar?
La única explicación plausible radica en la posibilidad de que el metano esté siendo inyectado en la atmósfera de la Tierra con tal celeridad, que su reacción química con el oxígeno no pueda seguir el ritmo. ¿De dónde procede todo ese metano? Tal vez se filtre desde las profundidades del interior de la Tierra, aunque cuantitativamente ello no parece concordar. Además, Marte y Venus no presentan en modo alguno esa importante cantidad de metano. Las únicas alternativas son de orden biológico, una conclusión que no se basa en conjeturas sobre la química de la vida o de cómo es ésta, sino que se deriva meramente de constatar cuan inestable es el metano en una atmósfera de oxígeno. De hecho, el metano surge de fuentes como las bacterias en los pantanos, los cultivos de arroz, la quema de vegetación, el gas natural procedente de los yacimientos petrolíferos y las flatulencias bovinas. En una atmósfera de oxígeno, el metano constituye un síntoma de vida.
El hecho de que las actividades intestinales más íntimas de las vacas sean detectables desde el espacio interplanetario resulta desconcertante, especialmente si tenemos en cuenta que hay tantas cosas por las que sentimos gran apego que no lo son. No obstante, un científico extraterrestre que volara en las proximidades de la Tierra sería incapaz, llegado a este punto, de deducir la existencia de pantanos, arroz, fuego, petróleo o vacas. Detectaría sencillamente vida.
Todos los indicios de vida que hemos discutido hasta el momento son debidos a formas de existencia comparativamente simples (el metano en la panza de las vacas es generado por bacterias que residen allí). Si la astronave se hubiera aproximado a la Tierra cien millones de años atrás, en la era de los dinosaurios, cuando no existía ni la especie humana ni la tecnología, habría detectado igualmente oxígeno y ozono, el pigmento de la clorofila y una enorme cantidad —demasiado— de metano. Hoy, sin embargo, sus instrumentos se topan con señales que no solamente indican la existencia de vida, sino también de alta tecnología, algo que no habrían registrado ni tan sólo cien años atrás.