C
UANDO SE REIVINDICABA LA EXISTENCIA
de nuevos mundos a fines del siglo XVIII, la fuerza de esta clase de argumentos numerológicos había disminuido notablemente. Aun así, el anuncio en 1781 del descubrimiento de un nuevo planeta a través del telescopio fue acogido con auténtica sorpresa. Comparativamente, el hallazgo de nuevas lunas ya no impresionaba demasiado, en especial después de las primeras seis u ocho. Pero que hubiera nuevos
planetas
por descubrir y que el ser humano hubiera creado un medio para hacerlo se consideró del todo asombroso. Si todavía queda un planeta desconocido, puede haber muchos más, tanto en este sistema solar como en otros. ¿Quién puede aventurar lo que se puede llegar a encontrar si hay multitud de nuevos mundos ocultos en la oscuridad?
El descubrimiento ni siquiera fue realizado por un astrónomo profesional, sino por William Herschel, un músico cuyos parientes habían llegado a Gran Bretaña con la familia de otro alemán anglicanizado, el monarca reinante y futuro opresor de los colonos americanos Jorge III. Herschel se empeñó en llamar Jorge al planeta («estrella de Jorge», en realidad), el nombre de
su
protector, pero, providencialmente, éste no llegó a mantenerse. (Parece que los astrónomos andaban muy ocupados lisonjeando a los reyes.) En su lugar, el planeta descubierto por Herschel se denomina Urano (una inagotable fuente de hilaridad, renovada en cada generación de vástagos angloparlantes de nueve años
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). Debe su nombre al antiguo dios del cielo, quien, según la mitología griega, era el padre de Saturno y, por tanto, el abuelo de los dioses del Olimpo.
Ya no consideramos al Sol y la Luna como planetas y —ignorando los asteroides y cometas comparativamente insignificantes— contamos a Urano como el séptimo planeta, ordenándolos desde el Sol (Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón). Se trata del primer planeta que era desconocido en la antigüedad. Los cuatro planetas exteriores, jovianos, son muy diferentes de los cuatro interiores, terrestres. Plutón es un caso aparte.
A medida que fueron pasando los años y mejorando la calidad de los instrumentos astronómicos fuimos aprendiendo más cosas en relación con el distante Urano. Lo que refleja la pálida luz solar de vuelta hasta nosotros no es una superficie sólida, sino atmósfera y nubes, al igual que sucede con Titán, Venus, Júpiter, Saturno y Neptuno. El aire en Urano se compone de hidrógeno y helio, los dos gases más simples. También están presentes el metano y otros hidrocarburos. Justo por debajo de las nubes visibles para los observadores terrestres hay una atmósfera masiva, con enormes cantidades de amoniaco, sulfuro de hidrógeno y, especialmente, agua.
En profundidad sobre Júpiter y Saturno, las presiones son tan grandes que los átomos sudan electrones y el aire se convierte en un metal. Eso no parece ocurrir en Urano, menos masivo, ya que las presiones en profundidad son menores. Más abajo todavía, descubierta únicamente por sus sutiles tirones sobre las lunas de Urano, completamente inaccesible a la vista, bajo el peso agobiante de la atmósfera existente, hay una superficie rocosa. Un gran planeta parecido a la Tierra se esconde allí, envuelto en una inmensa manta de aire.
La temperatura de la superficie de la Tierra es debida a la luz solar que intercepta. Si apagáramos el Sol, el planeta se enfriaría rápidamente; no sufriríamos un frío antártico, no llegarían a congelarse los mares, pero sí haría un frío intenso que provocaría la precipitación del aire, formando una capa de diez metros de espesor de nieves de oxígeno y nitrógeno que cubriría todo el planeta. La pequeña cantidad de energía que aflora del caliente interior de la Tierra resultaría insuficiente para fundir dichas nieves. Los casos de Júpiter, Saturno y Neptuno son distintos. Sus interiores desprenden casi tanto calor como el que absorben de los rayos del distante Sol. Si el Sol se extinguiera se verían muy poco afectados.
Pero Urano ya es harina de otro costal. Dicho planeta constituye una anomalía entre los planetas jovianos. Urano es como la Tierra: su interior desprende muy poco calor. No sabemos a qué achacarlo, por qué razón Urano —que en muchos aspectos es tan similar a Neptuno— carece de una fuente potente de calor interno. Por esa razón, entre otras, no podemos decir que comprendamos lo que sucede en las profundidades interiores de esos mundos extraordinarios.
Urano gira alrededor del Sol en sentido horizontal. En la década de los noventa, el polo sur es calentado por el Sol, y es ese polo el que perciben los observadores de la Tierra a fines del siglo XX al contemplar Urano. Este planeta invierte 84 años terrestres en completar una vuelta al Sol. Así pues, en la década del 2030 el polo norte se encontrará apuntando al Sol (y a la Tierra). En la del 2070 será de nuevo el polo sur el que mire en dirección al Sol. Entretanto, los astrónomos destacados en la Tierra estarán vislumbrando principalmente latitudes ecuatoriales del planeta Urano.
Los demás planetas efectúan la rotación mucho más verticales en sus órbitas. No se conoce con seguridad la razón que explica esa rotación anómala del planeta Urano; la sugerencia más prometedora aduce que en algún momento de su historia primitiva, miles de millones de años atrás, Urano fue impactado por un planeta errante, aproximadamente del tamaño de la Tierra, en una órbita muy excéntrica. Semejante colisión, si es que tuvo lugar, debió de provocar una gran conmoción en el sistema de Urano; por lo poco que sabemos, es posible que nos queden por hallar otros vestigios de esa antigua devastación. Pero la lejanía de Urano tiende a preservar sus misterios.
En 1977, un equipo de científicos dirigido por James Elliot, en aquel entonces trabajando en la Universidad de Cornell, descubrió casualmente que, al igual que Saturno, Urano posee anillos. Los científicos sobrevolaban el océano Índico en un avión especial de la NASA —el Observatorio Aerotransportado Kuiper— para presenciar el paso de Urano frente a una estrella. (Estos acontecimientos, que reciben el nombre de ocultaciones, se producen de vez en cuando, precisamente porque Urano se mueve muy lentamente respecto a las estrellas distantes.) Los observadores quedaron asombrados al comprobar que la estrella centelleaba intermitentemente repetidas veces antes de pasar por detrás de Urano y su atmósfera, y luego varias veces más justo después de emerger. Dado que el esquema de parpadeo intermitente se repetía antes y después de la ocultación, este hallazgo (y mucho del trabajo subsiguiente) condujo al descubrimiento de nueve anillos circumplanetarios muy finos y oscuros, que otorgan a Urano la apariencia de una diana en el cielo.
Los observadores terrestres llegaron a la conclusión de que, rodeando a los anillos, se hallaban las órbitas concéntricas de las cinco lunas conocidas hasta entonces: Miranda, Ariel, Umbriel, Titania y Oberón. Sus nombres se deben a personajes de las obras de Shakespeare
El sueño de una noche de verano
y
La tempestad
y
de
El rizo robado
de Alexander Pope. Dos de ellas fueron descubiertas por el mismo Herschel. La más interior de las cinco, Miranda
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, fue detectada por mi profesor G. P. Kuiper en fecha tan reciente como el año 1948. Recuerdo hasta qué punto se consideró un gran logro en esa época el descubrimiento de una nueva luna de Urano. La luz en el infrarrojo cercano reflejada por esas cinco lunas dejó patente la rúbrica espectral de la presencia de hielo común de agua en sus superficies. Y no es de extrañar, pues Urano se halla tan alejado del Sol que no puede haber allí más luz al mediodía de la que hay en la Tierra tras la puesta de sol. Las temperaturas son muy frías. El agua que pueda haber tiene que estar congelada.
L
A INVOLUCIÓN EN NUESTRA COMPRENSIÓN
del sistema de Urano —el planeta, sus anillos y sus lunas— se inició el 24 de enero de 1986. Ese día, tras un viaje de ocho años y medio, la nave espacial
Voyager 2
llegó muy cerca de Miranda y acertó en el blanco de la diana. Entonces la gravedad de Urano lo impulsó hasta Neptuno. La nave transmitió 4300 primeros planos del sistema de Urano y gran profusión de otros datos.
Se descubrió que Urano está rodeado por un cinturón de radiación intensa, electrones y protones cautivos en el campo magnético del planeta. El
Voyager
voló a través de dicho cinturón, midiendo a su paso el campo magnético y las partículas cargadas atrapadas. Asimismo, detectó —con timbres, armonías y matices cambiantes, pero fundamentalmente en
fortissimo
— una cacofonía de ondas de radio generadas por las partículas cautivas en movimiento. Algo similar fue hallado en Júpiter y Saturno, y se encontraría más tarde en Neptuno, aunque siempre con un tema y contrapunto característicos de cada mundo.
En la Tierra, los polos magnéticos y geográficos se hallan bastante cercanos. En Urano, en cambio, el eje magnético y el eje de rotación presentan unos sesenta grados de separación entre sí. Nadie hasta el momento ha logrado explicarse el porqué: hay quien sugiere que estamos tomando a Urano con una inversión de sus polos magnéticos norte y sur, al igual que ocurre periódicamente en la Tierra. Otros proponen que también eso es producto de esa extraordinaria colisión de la antigüedad que volteó al planeta. Pero no lo sabemos.
Urano emite mucha más luz ultravioleta de la que recibe del Sol, generada probablemente por las partículas cargadas que escapan de la magnetosfera y chocan contra las capas altas de la atmósfera. Desde alguna posición en el sistema de Urano, la nave espacial examinó una estrella brillante que parpadeaba de forma intermitente a medida que iban pasando los anillos del planeta. Encontró nuevas y tenues bandas de polvo. Desde la perspectiva de la Tierra, el
Voyager
pasó por detrás de Urano; así pues, las señales de radio que transmitía de vuelta a casa pasaron tangencialmente a través de la atmósfera de Urano, sondeándola por debajo de sus nubes de metano. Algunos han deducido la existencia de un vasto y profundo océano de agua líquida a temperaturas muy elevadas, tal vez de unos ocho mil kilómetros de espesor, flotando en el aire.
Entre las principales glorias del encuentro con Urano se cuentan las imágenes. Con las dos cámaras de televisión del
Voyager
descubrimos diez nuevas lunas, determinamos la longitud del día en las nubes de Urano (alrededor de unas diecisiete horas) y estudiamos cerca de una docena de anillos. Las imágenes más espectaculares fueron las que recibimos de las cinco lunas más grandes de Urano, ya conocidas con anterioridad, especialmente las de la más pequeña, la Miranda de Kuiper. Su superficie es un tumulto de valles de fallas, aristas paralelas, abruptos acantilados, montañas bajas, cráteres de impacto y torrentes congelados de material de la superficie, que en su momento se fundió. Este agitado paisaje resulta inesperado para un mundo pequeño, frío y helado, tan distante del Sol. Es posible que la superficie se fundiera y reestructurara en una época remota, cuando una resonancia gravitacional entre Urano, Miranda y Ariel bombeó energía desde el planeta vecino al interior de Miranda. O quizá lo que vemos sean los resultados de la colisión primitiva que se cree que volteó a Urano. Aunque también cabría dentro de lo concebible que Miranda hubiera sido destruida por completo, desmembrada, reducida a añicos por un salvaje mundo tambaleante y hubieran quedado muchos fragmentos de la colisión en la órbita de dicha luna. Estos restos, tras chocar lentamente entre sí y atraerse gravitatoriamente unos a otros, pudieron reagregarse formando un mundo revuelto, hecho de parches e inacabado como es Miranda en la actualidad.
Para mí, hay algo que da pavor en las imágenes de la oscura Miranda, porque me acuerdo perfectamente de cuando no era más que un punto de luz casi perdido en el resplandor de Urano, descubierto con gran dificultad por los astrónomos a fuerza de habilidad y paciencia. En tan sólo media vida ha pasado de ser un mundo desconocido a constituir un destino cuyos antiguos e idiosincráticos secretos han sido revelados, al menos parcialmente.
... junto a la orilla
del Lago de Tritón...
Voy a limpiar mi pecho de secretos.
E
URÍPIDES
,
Ion
(aprox. 413 a. J.C.)
N
eptuno era el puerto final del gran
tour
alrededor del sistema solar que debía realizar el
Voyager 2.
Por lo general es considerado el penúltimo planeta, siendo Plutón el más exterior. Pero dado lo estirado y elíptico de la órbita de Plutón, Neptuno viene siendo últimamente el planeta más exterior, y así permanecerá hasta el año 1999. Las temperaturas típicas en sus nubes más altas rondan los —240 centígrados, al encontrarse tan alejado de los calientes rayos del Sol. Todavía estaría más frío de no ser por el calor que se filtra desde su interior. Neptuno se desliza por el borde de la noche interestelar. Es tanta la distancia que lo separa del Sol que, en su cielo, éste aparece como poco más que una estrella extraordinariamente brillante.
¿Muy lejos? Tan lejos que todavía hoy no ha completado ni una sola vuelta alrededor del Sol, que equivale a un año de Neptuno, desde su descubrimiento en 1846
[16]
.
Se encuentra tan alejado que no es perceptible a simple vista. Tan alejado, que la luz —que viaja más rápido que ninguna otra cosa— tarda más de cinco horas en llegar de Neptuno a la Tierra.