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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (48 page)

BOOK: Un punto azul palido
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Una explicación más plausible, pienso yo, emana del simple hecho de que el espacio es inmenso y las estrellas están separadas por enormes distancias. Aunque existieran civilizaciones mucho más antiguas y avanzadas que la nuestra —expandiéndose a partir de sus mundos de origen, remodelando nuevos mundos y prosiguiendo luego su camino hacia otras estrellas— sería improbable, según los cálculos realizados por William I. Newman, de UCLA, y yo mismo, que hubieran llegado aquí. Y dado que la velocidad de la luz es finita, las señales de TV y radar que deberían anunciarles que en un planeta del Sol ha surgido una civilización técnica, no los han alcanzado. Todavía.

En caso de que las estimaciones optimistas tuvieran validez y una de entre cada millón de estrellas amparara a una civilización tecnológica cercana, y si todas ellas estuvieran esparcidas al azar por la galaxia Vía Láctea —si se cumplieran esas condiciones—, la más cercana, recordémoslo, estaría situada a unos cuantos cientos de años luz de distancia: lo más cerca, tal vez cien años luz, pero es más probable que estuviera a mil años luz, y, naturalmente, quizá no se encuentra en ninguna parte, independientemente de la distancia. Supongamos que la civilización más cercana sobre un planeta perteneciente a otra estrella se sitúa, por decir algo, a doscientos años luz. En ese caso, dentro de unos ciento cincuenta años empezarán a recibir nuestras débiles emisiones de televisión y radar de los años posteriores a la segunda guerra mundial. ¿Qué van a hacer con eso? A cada año que pase aumentará la intensidad de la señal, ésta se hará más interesante y tal vez más alarmante. Con el tiempo puede que se decidan a contestar: ya sea devolviendo un mensaje de radio o bien honrándonos con una visita. En ambos casos la respuesta se verá limitada, probablemente, por el valor finito de la velocidad de la luz. Con estos números tan descaradamente inciertos, la respuesta a nuestra llamada no intencionada a las profundidades del espacio, enviada a mitad del presente siglo, no nos llegará hasta los albores del año 2350. Si se encuentran aún más lejos, claro está, tardará más tiempo; y si lo están mucho más, todavía más. Existe la interesante posibilidad de que nuestra primera recepción de un mensaje procedente de una civilización extraterrestre, un mensaje expresamente dirigido a nosotros (no simplemente un boletín lanzado al buen tuntún), se produzca en una época en la que estemos bien situados en muchos mundos de nuestro sistema solar, preparándonos ya para proseguir nuestra expansión.

No obstante, con mensaje o sin él, tendremos motivos suficientes para continuar adelante, en busca de otros sistemas solares. O —todavía más seguro para nosotros en este imprevisible y violento sector de la galaxia— para separar a una porción de nuestra especie en hábitats autosuficientes en el espacio interestelar, lejos de los peligros que suponen las estrellas. Un futuro así iría evolucionando, según mi parecer, de forma natural, mediante pequeños incrementos, aun en ausencia de un claro objetivo de viaje interestelar:

Por razones de seguridad, algunas comunidades podrían optar por romper sus vínculos con el resto de la Humanidad y seguir su camino sin influencias de otras sociedades, con códigos éticos distintos y otros imperativos tecnológicos. En una época en que los cometas y asteroides serían reposicionados de manera rutinaria, tendríamos la potestad de poblar un mundo pequeño y luego dejar que funcionara a su libre albedrío. En generaciones sucesivas, a medida que dicho mundo se fuera alejando, la Tierra iría cambiando para ellos de estrella brillante a pálido puntito y, al final, acabaría por desaparecer; el Sol se iría apagando hasta quedar en un punto vagamente amarillo, perdido entre otros miles. Los viajeros irían acercándose a la noche interestelar. Algunas de esas comunidades se contentarían tal vez con comunicaciones esporádicas por radio y por láser con sus mundos de origen. Otras, confiadas de la superioridad de sus propias posibilidades de supervivencia y precavidas ante la contaminación, intentarían quizá desaparecer. Puede que al final se perdiera todo contacto con ellos y su misma existencia quedara relegada al olvido.

No obstante, los recursos de un asteroide o cometa son finitos, por grande que éste sea, y a la larga sería necesario buscarlos en otra parte, especialmente el agua, indispensable para beber, para el mantenimiento de una atmósfera respirable de oxígeno y para conseguir la energía necesaria para los reactores de fusión. Así pues, a largo plazo, estas comunidades deberían migrar de mundo en mundo sin demostrar una lealtad duradera a ninguno. Podríamos llamarlo «colonización» o también «toma de posiciones», aunque un observador menos escrupuloso tal vez lo describiera como explotación descarada de los recursos de un pequeño mundo tras otro. Pero la Nube de cometas de Oort se compone de un billón de pequeños mundos.

Viviendo en grupos pequeños, en un modesto mundo madrastra lejos del Sol, tendríamos muy presente que cada migaja de alimento y cada gota de agua que consumimos depende del funcionamiento ininterrumpido de una tecnología previsora, pero estas condiciones no son radicalmente distintas de aquellas a las que ya estamos acostumbrados. Extraer recursos del subsuelo y dar caza a los que transitan ante nosotros se nos antoja singularmente familiar, como un olvidado recuerdo de infancia: es, con unos cuantos cambios significativos, la estrategia de nuestros antepasados cazadores-recolectores. Durante el 99,9 % de la andadura del hombre sobre la Tierra hemos llevado este tipo de vida. A juzgar por la existencia de algunos de los últimos supervivientes cazadores-recolectores antes de que fueran engullidos por la civilización global de nuestros días, debimos de ser relativamente felices. Ese es el tipo de vida que nos forjó. Así pues, tras un breve experimento saldado con un éxito parcial podemos convertirnos en nómadas una vez más, más tecnológicos, eso sí, que la última vez, pero incluso en aquel entonces nuestra tecnología —los instrumentos de piedra y el fuego— fueron nuestra única baza para luchar contra la extinción.

Si la salvación reside en el aislamiento y la lejanía, nuestros descendientes emigrarán a la larga hacia los cometas más exteriores de la Nube de Oort. Con un billón de núcleos cometarios, cada uno de ellos separado del siguiente por una distancia equiparable a la que media entre la Tierra y Marte, habrá mucho por hacer ahí fuera.

Aunque no tengamos demasiada prisa, puede que para entonces seamos capaces de hacer que los mundos pequeños se muevan a mayor velocidad de lo que hoy conseguimos que lo haga una nave espacial. De ser así, nuestros descendientes acabarán por adelantar a las dos naves
Voyager,
lanzadas en el remoto siglo XX, antes de que éstas dejen atrás la Nube de Oort para adentrarse en el espacio interestelar. Tal vez decidan recuperar estas astronaves, auténticas reliquias del pasado. O quizá opten por permitir que prosigan su camino.

El margen más exterior de la Nube de Oort del Sol se halla posiblemente a mitad de camino hasta la estrella más cercana. No todas las estrellas poseen una Nube de Oort, pero es probable que muchas sí la tengan. Cuando el Sol pase junto a estrellas cercanas, nuestra Nube de Oort se encontrará —y en parte pasará a su través— con otras nubes de cometas, como dos enjambres de abejas interpenetrándose sin colisionar. En ese momento, ocupar un cometa de otra estrella no debería resultar mucho más difícil que colonizar uno de la nuestra. Desde las fronteras de algún otro sistema solar, los hijos del punto azul atisbarían anhelosamente los puntos de luz ambulantes, que denotarían cuantiosos (y bien iluminados) planetas. Algunas comunidades —sintiendo agitarse en su interior el antiguo amor humano por los océanos y la luz solar— optarían por iniciar el largo viaje de descenso hacia los brillantes, pálidos y acogedores planetas de un nuevo sol.

Otras comunidades tal vez consideraran esa estrategia como una debilidad. No en vano los planetas van asociados con catástrofes naturales; pueden, además, albergar vida inteligente; son fácilmente localizables por otros seres. Es mejor continuar en la oscuridad. Mejor diseminarse por numerosos mundos pequeños y oscuros. Mejor permanecer ocultos.

E
N CUANTO SEAMOS CAPACES
de enviar nuestras máquinas y a nosotros mismos lejos de los planetas, cuando penetremos por fin en el teatro de operaciones del universo, es muy probable que nos topemos con fenómenos que no tengan parangón con nada de lo que nos hemos encontrado hasta ahora. He aquí tres ejemplos:

Primero: alejándonos unas
550
unidades astronómicas (UA) —unas diez veces más lejos del Sol que Júpiter, y por ello mucho más accesible que la Nube de Oort—, daremos con un fenómeno extraordinario. Al igual que una lente ordinaria enfoca imágenes distantes, la gravedad también. (El enfoque a través del campo gravitatorio de estrellas y galaxias distantes está empezando a ser detectado en la actualidad.) A
550
UA del Sol —a sólo un año de distancia si pudiéramos viajar a un uno por ciento de la velocidad de la luz— es donde comienza el enfoque (aunque si se tienen en cuenta los efectos de la corona solar, el halo de gas ionizado que rodea al Sol, el enfoque puede situarse considerablemente más lejos). En esa zona, las remotas señales de radio aumentan enormemente, amplificando susurros. La ampliación de imágenes distantes nos permitiría (con un radiotelescopio modesto) distinguir un continente desde la distancia de la estrella más cercana y el sistema solar interior desde la distancia de la galaxia espiral más próxima. Si tenemos libertad para hacer deambular una esfera imaginaria a la distancia focal apropiada y centrada en el Sol, también somos libres de explorar el universo con un maravilloso aumento, contemplarlo con una claridad sin precedentes, escuchar furtivamente las señales de radio de civilizaciones remotas, si hay alguna, y dar un vistazo a los primeros acontecimientos que se produjeron en su historia. Alternativamente, la lente podría utilizarse al revés, para amplificar una muy modesta señal de las nuestras, a fin de que pudiera ser oída a distancias inmensas. Existen razones que nos atraen a cientos y miles de UA. Otras civilizaciones tendrán sus propias regiones de enfoque gravitatorio, dependiendo de la masa y el radio de sus estrellas, algunas un poco más cerca y otras un poco más lejos que la nuestra. El enfoque gravitatorio puede servir a las civilizaciones de aliciente común para explorar las regiones que se encuentran justo después de las partes planetarias de sus sistemas solares.

Segundo: pensemos un momento en enanas marrones, hipotéticas estrellas de muy baja temperatura, considerablemente más masivas que Júpiter, pero mucho menos que el Sol. Nadie sabe si las enanas marrones existen. Algunos expertos, utilizando las masas de estrellas más cercanas para detectar la presencia de otras más distantes mediante enfoque gravitatorio, reivindican haber hallado evidencias de la existencia de enanas marrones. A partir de la minúscula fracción del cielo que se ha observado hasta ahora mediante esta técnica, se deduce un número enorme de enanas marrones. Si eso es verdad, puede haber en la galaxia más enanas marrones que planetas. En los años cincuenta, el astrónomo Harlow Shapley, de Harvard, sugirió que las enanas marrones —él las llamaba «estrellas liliputienses»— estaban habitadas. Imaginó sus superficies tan cálidas como un día de junio en Cambridge, y con abundante terreno.

Tercero: el físico B. J. Carr y Stephen Hawking, de la Universidad de Cambridge, han demostrado que fluctuaciones en la densidad de la materia, en los estadios más primitivos del universo, podrían haber generado una amplia variedad de pequeños agujeros negros. Los agujeros negros primordiales —en caso de existir— deben desintegrarse emitiendo radiación al espacio, a consecuencia de las leyes de la mecánica cuántica. Cuanto menos masivo es el agujero negro, más rápido se disipa. Cualquier agujero negro primordial que actualmente se encuentre en sus fases finales de desintegración tendría que pesar casi tanto como una montaña. Todos los menores que eso han desaparecido. Dado que la abundancia —por no mencionar la existencia— de agujeros negros primordiales depende de lo que ocurrió en los primeros momentos tras el big bang, nadie puede tener la certeza de que vaya a encontrarse alguno; y desde luego no podemos saber si hay alguno cerca de nosotros. No se han establecido límites superiores demasiado restrictivos en lo que se refiere a la cantidad, al no haber podido hasta ahora detectar pulsos de rayos gamma, un componente de la radiación Hawking.

En un estudio separado, G. E. Brown, de Caltech, y el pionero físico nuclear Hans Bethe, de Cornell, sugieren que cerca de mil millones de agujeros negros no primordiales, generados en los procesos evolutivos de las estrellas, se hallan esparcidos por la galaxia. De ser así, el más cercano podría estar solamente a diez o veinte años luz de distancia.

Si hay agujeros negros a nuestro alcance —ya sean tan masivos como montañas o como estrellas— dispondremos de unos fenómenos físicos sorprendentes para estudiar, así como una formidable nueva fuente de energía. En modo alguno estoy afirmando que existan enanas marrones y agujeros negros primordiales a una distancia de pocos años luz o donde sea. Pero cuando penetremos en el espacio interestelar, será inevitable que tropecemos con categorías completamente nuevas de maravillas, algunas de ellas con aplicaciones prácticas transfiguradoras.

No sé dónde concluye mi argumentación. Cuando pase más tiempo, nuevos y atractivos habitantes del zoo cósmico nos atraerán todavía más hacia fuera, y catástrofes letales crecientemente improbables tendrán que producirse. Las probabilidades son acumulativas. Pero, a medida que vaya transcurriendo el tiempo, las especies tecnológicas irán acrecentando más y más sus poderes, superando con mucho lo que hoy somos capaces de imaginar. Tal vez, si somos muy ingeniosos (la suerte, pienso yo, no va a ser suficiente), finalmente nos multiplicaremos lejos de casa, navegando a través del estrellado archipiélago de la inmensa galaxia Vía Láctea. En el caso de que encontremos a alguien más —o, más probablemente, de que nos encuentren— nos relacionaremos de manera armoniosa. Dado que es muy probable que otras civilizaciones de navegantes del espacio sean mucho más avanzadas que nosotros, los humanos pendencieros no tendrán demasiadas posibilidades de perdurar en el espacio interestelar.

A la larga, nuestro futuro podría ser como Voltaire —precisamente él tenía que ser— lo imaginó:

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