El guerrero, que aguardaba emboscado al final de los escalones, sacó la daga y la lanzó. El arma arrojadiza se enterró hasta la empuñadura en el pecho del demonio.
El engendro alzó la mano con gesto irritado y extrajo el arma alojada en el negro pelaje del torso.
—¿Eh? Supongo que por eso Bast me recomendó que utilizara la espada —rezongó entre dientes Caramon.
Dejó de lado las consideraciones y se arrojó al suelo, al advertir que la vara lo apuntaba. El haz rojo se extendió ardiente por el cuarto, a escasos centímetros de su cabeza. Miró con desesperación a su alrededor; avistó una trampilla en el techo, justo a una altura accesible a su aventajada estatura. Empujó la cubierta de madera con la punta de la espada bastarda y arrojó el arma por el hueco abierto. De un salto, aferró los bordes del acceso y comenzó a izarse a pulso.
En aquel momento, unas manos poderosas se cerraron en torno a sus tobillos y tiraron con fuerza hacia abajo. Caramon se derrumbó en el suelo del cuarto; las zarpas del demonio le dieron un golpe brutal en la cabeza, a la altura de los oídos, que lo dejó aturdido.
De inmediato, las garras de la criatura se clavaron en la armadura de cuero y se hundieron más y más; las repugnantes uñas se hincaron en su carne.
El dolor sacó de su estupor al guerrero, que alzó las rodillas y catapultó por el aire al engendro. Saltó sobre él, en un intento de inmovilizarlo contra el suelo; no obstante, el demonio se le escabulló de las manos. Caramon retrocedió tambaleante.
La espada estaba arriba, en el tejado, lejos de su alcance; se maldijo por su falta de precaución. Justo entonces, posó la mano sobre un objeto caído en el suelo que reconoció al tacto; los dedos se cerraron de manera inconsciente en torno al artefacto.
Entretanto, el demonio alargaba la zarpa para asir la vara y gruñó con desaliento cuando la garra sólo aferró aire.
—¿Es esto lo que buscas? —dijo Caramon, a la vez que alzaba el arma.
La criatura se abalanzó sobre el artilugio, pero la detuvo el rodillazo que el guerrero le propinó en el estómago y que la hizo doblarse en dos. Caramon cerró los brazos en torno al demonio en una llave tan consistente como el apretón de un oso; los músculos se hincharon por la presión ejercida sobre la forma peluda y no aflojó el cerco hasta percibir el chasquido de los huesos bajo su presa. El cuerpo quedó desmadejado, inerte. Caramon arrojó el cadáver al suelo y se recostó contra la pared para recobrar el aliento. Tras el fugaz respiro, regresó al hueco de la trampilla y se aupó con facilidad por el agujero por el que salió al tejado. Recogió la espada y gateó hasta el borde para asegurarse de que el tercer demonio no había regresado con refuerzos...
Un descomunal puñetazo se estrelló contra su sien y estuvo a punto de lanzarlo a la calle por el borde del tejado. El repugnante engendro, ileso en apariencia, abrió las fauces y le clavó los dientes en el hombro.
Caramon ahogó el grito de dolor que pugnaba por salir de su garganta ante el temor de alertar a los compinches del diabólico ser que rondaran por las cercanías; golpeó la barbilla de su atacante con el pomo de la espada y se incorporó de un salto al tiempo que trazaba un arco horizontal con el arma, en un barrido fulgurante que separó limpiamente el cráneo del engendro de sus hombros peludos.
Unos puntitos blancos y plateados se agitaron ante los ojos del guerrero; las piernas le flaquearon, incapaces de soportar su peso por más tiempo; se desplomó de rodillas en las suaves losas del tejado. Enseguida, se tendió boca arriba, jadeante, y cerró los párpados para eludir la visión del Gran Ojo.
—¡Existe todo un ejército de estas criaturas! —gimió en un susurro.
En la habitación de El Granero, Raistlin sacó del petate varias bolsas negras, planas, forradas con pieles y otros materiales suaves. De una de ellas, extrajo una serie de redomas y tubos de cristal, sellados con tapones de corcho o caucho, que contenían líquidos, polvos y sustancias cristalizadas de diversos colores. Desplegó un bastidor de bronce, adecuado para almacenar los productos químicos durante el trabajo; soltó los recipientes de las trabillas de sujeción y los colocó en sus lugares correspondientes; los sólidos delante y los líquidos detrás.
De otra bolsa, extrajo un mortero pequeño, el majador, un platillo de mezclas con su trípode y un pomo de cristal lleno de un líquido transparente; por la boca del recipiente asomaba una mecha. Del tercer saquillo, cogió un crisol pequeño con su soporte y un cacillo, aún más pequeño, con el asa forrada en cuero. La siguiente bolsa guardaba barras, cadenillas y varias herramientas de plata.
Tras montar el improvisado laboratorio sobre la mesa, el mago buscó entre los pliegues de sus voluminosos ropajes y extrajo un cilindro
de
oro, hueco, estrecho, no más largo que un dedo, con la tersa superficie carente de adornos, símbolos o runas, y lo colocó junto al cacillo.
Luego tomó asiento, posó las manos sobre las rodillas y apretó los puños para concentrarse. Buscó en su memoria la fórmula prescrita para obtener el elixir adecuado a sus propósitos. La disciplina de la alquimia tomó el control de su conciencia y los componentes acudieron a su mente de manera paulatina y ordenada; sus conocimientos sobre materia y elementos, así como su dilatada práctica en el arte, desarrollaron la fórmula requerida.
Como base, un pellizco de polvo blanco, otro de negro para equilibrarlo, sangre de los implicados, los símbolos de la magia afín, ceniza obtenida con gran riesgo de cuerpo y espíritu, cristales transparentes para la ductilidad, verdes para la expansión, rojos para la destrucción, calor para fraguar, un cilindro de oro para enfriar.
—Y alcohol —concluyó Raistlin mientras salía de un estado próximo al trance.
Se puso de pie y retornó las redomas que no necesitaba a las trabillas de sujeción, cerró la bolsa y la apartó a un lado para no volcarla de manera accidental durante las manipulaciones. A continuación, asió una de las redomas y separó con la uña una cantidad minúscula de un polvo blanco, en su mayor parte apelmazado en pequeños terrones.
Encendió la mecha del pomo transparente, y ésta ardió con una llama ambarina, temblorosa. Como siguiente paso, el mago tomó del bastidor de bronce una redoma opaca y extrajo con toda clase de precauciones el tapón de caucho al que iba adosada una cucharilla, con la que apartó una medida de polvo negro igual a la del polvo blanco; mezcló ambas con un palillo no mayor que una brizna de hierba, y esparció la mixtura, ahora gris, sobre el plato de mezclas de manera que formara un anillo central.
Sacudió la mano y arrojó al otro extremo del cuarto el palillo; luego, enjugó una gotita de sudor que le resbalaba por la frente. A pesar de su empeño por mantener los pensamientos centrados en el proyecto, firmes y libres de influencias exteriores, al contemplar los materiales dispuestos frente a él, le temblaron las manos. Contuvo el aliento y apretó los párpados durante unos segundos.
Recobrado el dominio sobre sí mismo, abrió los ojos y reanudó la tarea.
Cogió del bastidor otras tres redomas que contenían sustancias cristalizadas en prismas de distintos tamaños y formas; los de una eran transparentes; los de la segunda, verdes; y los de la última, rojos. Tomó un fragmento del primer recipiente, lo echó en el mortero y lo machacó con el majador de mármol. Tras pulverizarlo, limpió los restos adheridos al majador con la manga de la túnica antes de repetir la misma operación con los otros dos colores. A continuación, amontonó con el dedo meñique las cantidades que, según sus cálculos, necesitaba. «Sobra una pizca de rojo; añadir un poco más de verde; demasiado transparente... ahora falta...»
Raistlin tenía plena conciencia del paso del tiempo, mas domeñó el impulso de apresurar las manipulaciones.
Machacó más fragmentos cristalizados y aumentó o rebajó las cantidades hasta asegurarse de que la proporción de los tres colores era la correcta. A la totalidad del polvo transparente agregó partes dispares de las otras dos tonalidades —mayor la del verde que la del rojo— y amasó la mezcla entre el pulgar y el índice hasta lograr que los tres elementos conformaran un todo homogéneo y parejo. Volcó en el platillo de mezclas esta nueva mixtura, en el interior del anillo de polvo gris.
Tras limpiarse las manos en las vestiduras, Raistlin se frotó los ojos, doloridos por la tensión y el esfuerzo. Luego acercó el cacillo con el asa forrada, extrajo del bolsillo el aro de oro que llevara Earwig y con un cuchillo de plata raspó la sangre adherida a la joya. El mago realizó esta parte de la operación deprisa; las partículas resecas se precipitaron como una minúscula nevada roja en el fondo del recipiente.
El mago alcanzó un pomo sellado, cuya superficie estaba tachonada de manchas oscuras, como si sufriera un contagio maligno. Lo destapó con mucha más precaución de la empleada con las anteriores redomas; al quedar abierto, retrocedió ante la pestilencia que, como un espectro hediondo, manaba del interior. Cerró la mano en torno al recipiente de manera que sólo la boca y el fondo quedaran al descubierto y propinó unos golpecitos suaves a este último.
Una ceniza oscura se precipitó sobre el cacillo, cubrió la sangre y oscureció el color del fluido reseco. Raistlin alzó el recipiente e incrustó el tapón justo en el momento en que el contenido restante serpenteaba por el cuello de la redoma acuciado por el ansia de apoderarse del palpito vital percibido.
El mago exhaló un suspiro hondo, prolongado, que puso de manifiesto su alivio por librarse de la mortífera ceniza.
Acto seguido, cogió el crisol y echó en él los restos del polvo cristalizado, lo sostuvo con unas tenacillas metálicas y lo puso sobre la llama; observó con atención cómo se fundían los componentes. Cuando el contenido brilló al rojo vivo, echó la sangre seca que se volatizó al instante en una bocanada de humo negro.
—¡Un momento! ¡He olvidado algo! —susurró al advertir el fallo.
Revisó los componentes desplegados en la mesa. Una creciente frustración se apoderó de él.
—¡Falta la gema! ¡Sin ella no surtirá efecto la poción!
El mago se llevó la mano al pecho y los dedos crispados atenazaron el tejido en un gesto de impotencia. Entonces palpó entre los pliegues un objeto duro y circular..., un disco unido a una cadena.
—¡El amuleto que me regaló la cocinera! —musitó estupefacto, a la vez que extraía la joya de uno de los bolsillos interiores—. Sin duda, reconsideraré mi opinión acerca de las supersticiones populares.
Rompió la joya con el majador, eligió las piedras requeridas y las echó al crisol, donde se fundieron casi de inmediato. Volcó la nueva sustancia en una bandeja y la extendió en una capa fina que dejó enfriar. Enseguida, se escucharon unos chasquidos. La sustancia se resquebrajó y se deshizo en un polvo fino, rojo como un rubí.
El hechicero arqueó la espalda; las vértebras, agarrotadas por el cansancio, le crujieron. Por fin había llegado a un punto del proceso en el que podía permitirse un respiro. Sin embargo, durante el breve intervalo, sintió el fluir inexorable del tiempo que se escapaba como el agua entre sus dedos.
La idea sirvió de revulsivo contra el agotamiento que lo envaraba, y reanudó la tarea.
Colocó el platillo de mezclas sobre el trípode con movimientos lentos, a fin de no alterar el anillo de polvo gris.
Después, volcó la sustancia de la bandeja en el interior de una media caña de cristal rematada en una boquilla ahusada, que utilizó para trazar con el polvillo carmesí unos símbolos mágicos en la corona que rodeaba el anillo de polvo gris. Completado el círculo, tiró al suelo la media caña de cristal.
—Y ahora, la etapa final —susurró.
Montó un soporte en forma de trapecio, con dos patas de alambre y una barra conectora en la parte superior, y lo situó sobre el platillo.
Sumergió en un recipiente opaco dos cadenillas de metal para impregnarlas de una sustancia lúbrica; a continuación, las sujetó al extremo de la barra y colgó de ellas el cilindro hueco de oro, suspendido sobre el centro del platillo. Por último, cubrió el orificio superior del cilindro con una tapa dorada.
De la tercera bolsa, extrajo una campanilla y un martillo pequeño, ambos de plata. Golpeó la campanilla y escuchó atento el claro tañido hasta que el sonido se apagó. Repitió el toque, y asintió con la cabeza cuando de nuevo se hizo el silencio.
La campanilla repicó por tercera vez y su tañido límpido y vibrante hendió la noche. El mago aguardó a que el eco se apagara de forma gradual y se perdiera en la distancia hasta que, una vez más, reinó un profundo silencio.
Raistlin levantó la tapa dorada y sopló por el cilindro. Los símbolos dibujados en el platillo bulleron, se difuminaron y se entrelazaron en una única impronta de poder. Fruto de la destrucción de sus elementos, el sello mágico se depositó en el fondo del platillo para expandirse en el aire con un fogonazo; al mismo tiempo, el anillo de polvo gris cobraba vida en una llamarada fulgurante. La esencia flotó hacia el cilindro de oro.
El mago lo cubrió una vez más con la tapa dorada y apagó la llama. El ritual había concluido.
Raistlin inclinó la cabeza sobre el pecho, vencido por la fatiga. Su respiración era dificultosa y entrecortada. Cerró la mano en torno al Bastón de Mago con la finalidad de obtener la energía vivificante que le transmitía.
Al cabo de unos momentos, el hechicero descolgó el cilindro de oro y escudriñó en el interior. Una sustancia cristalizada, de un color marrón oscuro, revestía las paredes de la oquedad. El proceso había resultado según lo esperado.
No obstante, el semblante del mago no manifestó satisfacción, ni gesto alguno que alterara su impasibilidad. Se echó la capucha sobre la cabeza y la máscara dorada quedó oculta en las sombras del embozo.
Earwig observó maravillado la imagen del Gran Ojo, que en este plano se veía invertida: era negra, con un resplandor rojizo, y un minúsculo punto blanco en el centro. Descargas de energía zigzagueaban en un cielo encapotado y alargaban sus dedos ahorquillados hacia unos espacios ignotos.
El kender pensó que podría pasarse una eternidad contemplando el portentoso espectáculo —o, al menos, los siguientes diez minutos—; sin embargo, una vocecilla interna lo urgió con una insistencia irritante a cumplir su cometido.
—¿Pero cuál es ese cometido? ¡Oh, sí, recuerdo! He de reunirme con Caramon en el centro de la ciudad.