Earwig giró una esquina y casi chocó con un grupo de felinos de aspecto demencial, contrahecho. Las criaturas eran interesantes, no cabía duda; el hombrecillo consideró la posibilidad de acercarse y presentarse ante ellas, cuando recordó que tomaba parte en una Misión Muy Importante. Por consiguiente, retrocedió a toda prisa y se deslizó, con la agilidad propia de su raza, al abrigo de las sombras, para evitar que los gatos sintieran el impulso irresistible de charlar con él y desatendieran sus obligaciones.
Un estruendo lo obligó a mirar en derredor con curiosidad. Era un carruaje que pasaba frente al kender en medio de traqueteos y sacudidas, propulsado al parecer por sí mismo, puesto que Earwig no vio animal o cosa alguna que tirara de él.
—¡Caramba! Eso sí que es divertido. Lleva mi misma dirección. No creo que les importe transportarme.
Earwig corrió como una exhalación, alcanzó la parte trasera del carruaje y se subió al pescante. Instalado en el improvisado asiento, balanceó las piernas y miró alrededor con una expresión de alegre despreocupación.
El vehículo mantuvo la alocada marcha; los aros metálicos de las ruedas resonaban contra las losas blancas del pavimento. Reconoció la avenida hacia la que se encaminaba como la calle de la Puerta del Sur. Al llegar al cruce, el carruaje se detuvo. Earwig se bajó de un salto y asomó la cabeza por el costado. Del interior del vehículo, descendieron tres de las extrañas criaturas, se desperezaron con movimientos indolentes y arquearon la espalda al estilo de los gatos. Dos de ellas bebieron de unas botellas que llevaban bajo las guarniciones de cuero. Después, sacudieron la cabeza y esbozaron una mueca.
—Ponche Especial —opinó el kender con comprensiva conmiseración.
Dio un paso adelante con el propósito de preguntar el camino al centro de la ciudad, o incluso si alguno de estos tipos había visto a Caramon, pero, los engendros de gato regresaron al interior del carruaje y, antes de que el kender tuviera oportunidad de instalarse en el pescante, el vehículo arrancó en medio de sacudidas y zarandeos y se perdió calle abajo.
—¡Eh! ¡Os habéis olvidado de mí! —chilló, a la vez que agitaba los brazos.
* * *
Caramon se desplazaba a saltos de tejado en tejado; de vez en cuando se detenía para descansar y recobrar el aliento.
Todavía sentía náuseas como consecuencia del veneno y estaba débil por la pérdida de sangre. Se asomó por el borde del tejado y vio que se encontraba casi al final de la calle de la Puerta del Este; le faltaba otra manzana de casas para alcanzar su objetivo.
—Es hora de reemprender la marcha. Confío en que Earwig y Bast hayan llegado; así destruiremos esa cosa y saldremos de aquí de una maldita vez.
Aferró la espada y se deslizó, tan rápido y silencioso como le fue posible, hasta el siguiente edificio. Percibió un sonido chirriante, seguido de un ominoso silencio y, enseguida, un ruido extraño, como si un animal olfateara su rastro. El corazón le palpitó con tanta fuerza que los latidos le retumbaron en los oídos.
El guerrero permaneció en su escondrijo y esperó. Ansiaba salir a terreno abierto, blandir la espada y coger por sorpresa al engendro pero, si tenía en cuenta la velocidad y la agudeza de los sentidos de estas criaturas, no estaba seguro de conseguirlo.
Un rayo escarlata lo alcanzó en el hombro izquierdo, lo traspasó de parte a parte, y dejó el agujero de salida en el peto de la armadura. De la camisa chamuscada se alzaron volutas de humo. Otro rayo lo golpeó en el brazo en el momento en que saltaba para apartarse de la línea de fuego. Con el propósito de distraer a su atacante, sacó la daga del cinturón y se la lanzó.
El demonio se agachó para eludir el arma, momento que Caramon aprovechó para arremeter y enterrar la hoja de la espada en el pecho peludo. El engendro se desplomó sin vida en el suelo.
Acabada la contienda, el guerrero acusó el dolor de la herida. Los oídos le zumbaban y el cielo negro desapareció tras el velo que oscurecía su visión. Enderezó las rodillas temblorosas, en un intento desesperado por mantenerse de pie, temeroso de perder el conocimiento.
Su esfuerzo resultó vano.
Se desplomó boca arriba, despatarrado. La tentación de cerrar los ojos y descansar hasta que el dolor y el miedo remitieran se volvió casi irresistible.
—Raist..., he de encontrar a Raist... —balbució.
En medio de gemidos, se incorporó y examinó la herida. Partes de la armadura de cuero y de la car estaban abrasadas; el hombro había quedado al descubierto y en él se marcaba el agujero producido por la descarga, cauterizado por el mismo calor abrasador del rayo.
—Al menos, no se me infectará —comentó sarcástico, a la vez que estallaba en carcajadas.
Por el sonido de sus risotadas comprendió lo cerca que estaba de ponerse histérico; contuvo la descontrolada hilaridad y recobró la compostura. Se puso de pie con esfuerzo. Ahora no estaba en condiciones de saltar de tejado en tejado; por lo tanto, buscó una escalera y bajó a trompicones a la calle.
* * *
Raistlin se detuvo ante la mansión de Shavas. Los cristales tornasolados de las ventanas vibraban, más vivos que nunca, y creaban líneas y arcos muticolores que se descargaban sobre el suelo. Sin embargo, el espectáculo ya no lo fascinaba. Llegó a la puerta y golpeó la hoja de madera con los nudillos.
Nadie respondió a su llamada; no obstante, la puerta se abrió y le franqueó el paso para cerrarse a su espalda después de que entró en el vestíbulo. El mago se dirigió a la biblioteca. La estancia estaba vacía.
—Tanto mejor. Será más fácil.
Se acercó al aparador, cogió la botella de licor y levantó el tapón de cristal. Echó una fugaz ojeada sobre el hombro para asegurarse de que seguía solo y de que nadie lo espiaba. De un bolsillo de la túnica extrajo el cilindro de oro. Quitó una de las tapas doradas. La mano le tembló.
—Si he cometido un error, será el último de mi vida —se dijo con frialdad, mientras vertía el contenido del cilindro en el licor de la botella.
Tras colocar de nuevo el tapón, se dio media vuelta y se sentó frente al tablero de juego. Recordaba la situación de la partida cuando salió para cumplir la misión encomendada por la señora de la casa.
Shavas había realizado un nuevo movimiento después de que él partiera. Como resultado de la maniobra, su campeón se había convertido en un muerto viviente.
—Muy apropiado —murmuró.
Las pesadas puertas dobles de la estancia giraron sobre los silenciosos goznes y una oleada de perfume impregnó el aire. Shavas entró en la habitación. Iba ataviada con una túnica de seda fina, suelta, envolvente, tan blanca como la piel de los hombros torneados. Los livianos pliegues ondeaban con los gráciles movimientos del cuerpo, como girones vaporosos de nubes. Sonrió a Raistlin. Su rostro resplandecía con un fulgor interno. Su actitud era la de alguien que acaba de llevar a buen fin una empresa difícil y busca una diversión relajante.
—Me complace tu regreso, Raistlin —dijo mientras tomaba asiento frente al mago—. Al fin veo que nos entendemos.
—¿Es ésa la razón de vuestra aparente alegría, Gran Consejera?
—¿Gran Consejera? ¡No me insultes, por favor! Ya no lo soy. Al fin y al cabo, no queda nada ni nadie a quien aconsejar. —La mujer se rió su propia broma.
—Os mostráis muy segura de vos misma, señora. La ciudad no ha caído aún —corrigió el mago con énfasis, a la vez que movía su clérigo de la casilla tras las líneas de los caballeros y soldados.
Shavas posó los dedos sobre su propio clérigo y calculó el movimiento siguiente.
—No queda nadie capaz de detenernos. Las gentes de Mereklar morirán muy pronto.
Adelantó al clérigo unas casillas. Su movimiento dejó las filas del mago en una situación precaria. Raistlin se recostó en el respaldo y consideró las posibilidades.
—¿Cuánto tiempo hace que vivís en esta ciudad? —preguntó, sin apartar los ojos del tablero.
—Oh, muchos, muchísimos años..., bajo una u otra apariencia. Fui el primer Gran Consejero. Y seré el último —respondió ella en un susurro.
Raistlin alzó la vista hacia la mujer. Los maravillosos ojos verdes lo miraban fijamente.
El mago se puso de pie, se acercó al aparador y cogió la botella de licor. Se escanció una copa.
—Sírveme otra a mí, querido.
Raistlin se estremeció al sonido de la palabra, pronunciada con frivolidad por aquellos labios tentadores. Escanció licor en otra copa y se la tendió a la mujer.
—Un brindis —propuso él—. Por el Señor de los Gatos.
Shavas soltó una risa breve, argentina.
—¡Qué sardónico eres!
Él se llevó la copa a los labios y apuró de un trago el ardiente líquido. Shavas lo imitó, sin apartar de su rostro las brillantes pupilas.
Se adelantó unos pasos para acercarse al mago. El resplandor de las llamas de la chimenea otorgó transparencia al sutil tejido de su túnica y remarcó las espléndidas formas de su cuerpo. Con movimientos lánguidos, alzó los brazos a la cabeza y se soltó la larga melena de cabellos oscuros, que cayó en cascada sobre los hombros.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó él—. No soy como mi hermano. No soy... atractivo.
—Eres poderoso, Raistlin; una cualidad que encuentro irresistible. Y crecerás en poder con el paso del tiempo.
—¿Del tiempo...?
—Sí. Dispondremos de todo el tiempo del mundo.
—¿Cómo?
—Mi magia es inmensa, mayor de la que cualquiera de vosotros os imagináis. Estoy dispuesta a... compartirla contigo.
—¿Con qué propósito?
Shavas se acercó al aparador y se sirvió otra copa. Luego recorrió la estancia en tanto acariciaba las armaduras que jalonaban las paredes. Se detuvo frente a una de las estanterías y tomó del anaquel uno de los volúmenes. Las palabras
Los hermanos Majere
aparecían estampadas en oro sobre el lomo.
—Llevas la túnica roja, mago, pero no la vestirás siempre. Careces de paciencia para quedarte en el medio. Has de elegir; de lo contrario, tus pasiones te despedazarán.
—Puede ser, pero sólo cuando llegue mi hora. Repito, ¿qué queréis de mí?
—La pregunta correcta es: ¿qué quieres tú de mí? —Shavas se le acercó y le posó la mano sobre un brazo—. Te ofrezco la oportunidad de dirigir tu propio destino. ¡Te propongo una alianza con su Oscura Majestad!
—He perdido el carruaje; por consiguiente, tendré que andar —protestó malhumorado el kender.
Caminaba calle adelante al mismo tiempo que rumiaba la idea de que la aventura habría resultado mucho más divertida si Caramon y él hubiesen descendido juntos a este mundo; de repente, una de las horrendas criaturas le salió al paso.
—Hola. Me llamo Earwig... —saludó y le tendió la mano.
El extraño gato alzó también la zarpa, pero no para saludarlo. Sostenía el artilugio más fascinante que el kender había visto en su vida, una especie de vara rara. El artefacto emitió un tenue brillo rojizo. Dedujo que la criatura le ofrecía la vara, puesto que le apuntaba con ella, y entonces el hombrecillo alargó la mano y se la cogió.
—Muchas gracias.
El engendro lanzó un sordo gruñido y trató de recobrar el artilugio.
—¡Eh! ¡Me lo has dado! ¡Gully tramposo! —lo insultó.
La criatura se encolerizó y se abalanzó sobre el hombrecillo, con las fauces abiertas y babeantes.
—¡Ni hablar! ¡No te lo devolveré!
Sin más preámbulos, Earwig blandió la jupak y la estrelló contra la sien del engendro, que se desplomó en el suelo y se quedó tumbado, inmóvil.
—Caramba, lo siento —musitó mientras empujaba a la criatura con la punta del pie—. Bueno, te servirá de lección —concluyó ufano—. Ahora, varita mágica, ¡veamos cómo te tornas roja y reluces!
Con los ojos fijos en el artilugio, aguardó expectante la transformación, pero no se produjo el menor cambio. Perplejo, sacudió el objeto con energía, pero tampoco obtuvo resultados. Desilusionado, arrojó la vara sobre el cuerpo del engendro que daba muestras de recobrar el conocimiento.
—¡Está rota! Toma, quédate con ella, no me interesa.
Se le ocurrió que tal vez Caramon lo necesitaba; en consecuencia, reemprendió la marcha.
Al llegar al centro de la ciudad, divisó un pelotón de aquellas horrendas criaturas que marchaba calle adelante en medio de gritos y cantos entonados, o más bien desentonados, con unas voces desagradables y broncas.
Para entonces, Earwig estaba de un humor de perros y no le apetecía charlar con nadie; por lo tanto, se zambulló en las sombras del umbral de una casa y miró en derredor. Justo frente a su puesto de observación, se erguía una edificación alta, rematada en cúpula.
—¡Vaya! Ahí debería de estar la mansión de lady Shavas. ¡Maldición! Quizá me he equivocado de camino.
Sin embargo, tras mirar el entorno, reconoció las calles y los demás edificios. No cabía duda. Se hallaba en el centro de la población.
—Se lo advertiré. Tal vez lady Shavas ignora que su casa ha desaparecido —reflexionó el kender, quien había olvidado por completo lo que dijera Raistlin acerca del templo de la Reina de la Oscuridad.
Dio un paso adelante con el propósito de cruzar la calle, sin apartar la mirada de los saquillos que llevaban algunas de las extrañas criaturas, cuando escuchó una voz contenida que lo llamaba.
—Earwig, ¡aquí!
—¿Caramon? —Escudriñó las sombras a su espalda y atisbó un destello metálico.
—¿Eres tú, Caramon? —repitió en voz alta.
Un brazo se disparó desde la oscuridad, lo cogió por el cuello de la camisa y lo arrastró hasta el callejón adyacente.
—¡Eh! ¡No hagas eso! ¡Me arrugarás la...!
—¡Cierra el pico! —El guerrero le upó la boca coa la manaza.
De inmediato, sin soltar al forcejeante kender que
se
debatía furioso entre sus zarpas, se asomó a la calle con cautela. La horda de demonios marchaba con gran alboroto y, en apariencia, ningún componente del grupo había percibido su presencia ni los había escuchado.
—¡Shhh! —advirtió a su amiguito, mientras lo soltaba.
El aludido lo miró de pies a cabeza y su semblante enrojeció por la cólera.
—¡Te has metido en otra pelea! ¡Y no me has esperado! —chilló Earwig, dando una patada en el suelo.
—Te pido disculpas —rezongó el guerrero—. ¡Pero baja la voz! ¿Has visto al Señor de los Gatos?