Caramon alzó la espada bastarda, listo para blandiría en cualquier momento. Cruzó receloso la sala; a cada paso se volvía para otear la entrada y, a continuación, daba media vuelta y escudriñaba el altar.
—¡No lo toques! —reprendió al kender con aspereza.
Earwig retiró la mano a toda velocidad.
—Entonces, ¿qué hacemos? —inquirió.
—Destruirlo —respondió el guerrero, a la vez que se agachaba en un reflejo instintivo al pasar junto a él el espectral brazo. De la oscuridad salieron más miembros, cuyas manos también tanteaban el aire—. Ésas fueron las instrucciones de Raistlin.
—¿Cómo? Imagino que no lo romperás a golpes de espada, ¿verdad? —opinó el kender tras echar una ojeada experta al cofre sellado.
—No, creo que no.
—Pues entonces ¡tú dirás qué haremos! —instó Earwig, exasperado.
—¡Yo qué sé! Supuse... Di por hecho que Raistlin estaría con nosotros y nos ayudaría.
—Bueno, puesto que ignoramos cómo destruirlo, entonces lo abriremos y echaremos una ojeada a ver que guarda dentro.
Frotándose las manos de contento, el kender se aproximó al cofre y lo examinó de cerca; pasó los dedos a lo largo de la superficie con el propósito de descubrir el agujero de una cerradura o algún resquicio.
—Earwig, no sé si es lo adecuado... —comenzó el guerrero, atento tanto a las manipulaciones del kender como a los brazos ondeantes.
—¡Ajá!
Se escuchó un seco chasquido y en el centro del arca se abrió una grieta que se extendió horizontal por los cuatro costados.
—Oops... —dijo Earwig.
Caramon había compartido con kenders suficientes aventuras como para conocer muy bien el significado de tan temida exclamación; de inmediato, adoptó la posición de lucha.
—¿Qué ocurre? ¿Qué has hecho, Earwig?
—¡Nada! —protestó el aludido con un aire de inocencia ofendida—. Pero creo que ahora no te sería difícil levantar la tapa.
El guerrero subió al estrado; advirtió que poco a poco los brazos ondulantes se tornaban más reales. Eran tantos que resultaba imposible esquivarlos a todos, y el hombretón se estremeció cuando uno de ellos lo tocó, si bien pasó a través de su cuerpo como si él mismo fuera tan insustancial como el espectral miembro.
—¡Aprisa, Caramon! Me muero de impaciencia por ver qué hay dentro —urgió Earwig con gran excitación.
—Pues yo ¡maldita la gana que tengo! —rezongó el hombretón.
Llegó junto al cofre y, tras mirar con recelo alrededor, abandonó la espada en el suelo. Luego se escupió en las manos, se las frotó, plantó los pies con firmeza, aferró la tapa y tiró.
Se escuchó un sonido siseante. La cubierta de piedra se levantó hacia atrás con tanta facilidad que el guerrero casi se fue tras ella con el impulso. Caramon sostuvo la pesada tapa con ambas manos y se asomó con cautela al interior del arca.
—¡Déjame mirar! ¡Déjame mirar! —chilló Earwig y metió la cabeza bajo el musculoso brazo del guerrero.
Las joyas centelleaban a la luz titilante de las antorchas. La mano diminuta del kender se disparó hacia ellas.
—¡Eh! Estamos aquí para destruirlas... no para robarlas —advirtió Caramon mientras jadeaba por el esfuerzo de sostener el peso de la tapa.
—¡Jamás he robado una sola cosa en toda mi vida! —gritó indignado Earwig, mientras cogía un tubo de cristal lleno de deslumbrantes zafiros—. ¡Fíjate! ¿Habías visto algo tan hermoso? —Un destello de luz azul se desprendió de las gemas y trazó un arco que se perdió en el interior del cofre.
—No toques eso —intervino Caramon, más nervioso por momentos—. Ponlo otra vez en...
Sin previo aviso, una de las manos espectrales aferró el tubo de cristal y lo guardó de nuevo en el arca. Caramon se encogió a la espera del ataque que presintió se produciría de inmediato; sin embargo, la mano reanudó el inexplicable movimiento ondulante.
—No ha estado mal eso, ¿verdad, Caramon? ¡Veamos si lo repite!
Earwig se inclinó sobre el borde del arca. Le llamó la atención otro tubo de obsidiana negra, adornado en el centro con relucientes rubíes, esmeraldas, zafiros y perlas. El kender pensó en lo hermoso que resultaba el contraste de los cinco colores. Lo cogió y tiró de él, pero el tubo no cedió.
El ondulante movimiento de las manos se detuvo. A Caramon lo asaltó la inquietante sensación de que unos ojos invisibles los observaban.
—Earwig, has encontrado algo importante —dijo en un susurro.
—Lo sé, pero... —La sangre se agolpó en el rostro del kender a causa del esfuerzo—. ¡No se mueve!
El guerrero bajó la vista al arca.
—Gíralo. ¡Deprisa! ¡No podré sostener la tapa por mucho tiempo! —urgió al kender, al advertir que los brazos le temblaban con el peso de la losa.
Earwig asió el tubo con las dos manos e intentó rotarlo, pero los dedos le resbalaron sobre la tersa superficie del recipiente.
—Prueba hacia el otro lado —sugirió Caramon.
Al guerrero, que vigilaba de nuevo las manos espectrales, le pareció que los dedos se agarrotaban en un gesto de alarma. «A alguien no le gusta nada lo que estamos haciendo», se dijo para sus adentros; la idea le provocó escalofríos.
El kender giró el tubo hacia la izquierda.
—¡Lo logré! —gritó—. ¡Cede!
—¡Estupendo! Sigue y...
Una mano tenebrosa se cerró en torno a su garganta e interrumpió el resto de la frase. Otras dos lo aferraron por los hombros y tiraron de él. Caramon empleó toda su fuerza para resistir y se aferró al borde de la tapa.
—No sé... cuánto... podré aguantar... —jadeó—. ¡Date prisa!
—¿Prisa? ¿Y luego qué? —chilló frenético Earwig mientras giraba el tubo tan rápido como le era posible.
El recipiente salió poco a poco del agujero en el que estaba incrustado. Las manos se acercaron al kender, pero no lo atacaron, tal vez porque sostenía el tubo.
—¿Qué hago cuando lo saque?
La única respuesta que recibió de Caramon fue un gruñido. El rostro del guerrero estaba desencajado en una mueca de dolor y congestionado por el esfuerzo de sostener la tapa y resistir contra las manos que lo atenazaban.
—¡Lo tengo! —Earwig sacó el tubo de un tirón.
Lo examinó, lo sacudió y lo acercó al oído para escuchar el ruido. Los dedos de las manos que lo rodeaban se crisparon en un gesto de agonía o frustración.
Caramon exhaló un grito ahogado. Más y más brazos descendieron de la nada, lo aferraron, y tiraron de él con el firme propósito de alzarlo en el aire. El guerrero se asió a la tapa con desesperación.
—¡Haz algo!
—¡Eso intento! —jadeó el kender.
Había examinado el tubo por todos lados sin resultado. Por último, con un grito de impotencia, lo golpeó contra el canto del arca.
Un sonido penetrante hendió el aire; las vibraciones amenazaron con taladrarles el cerebro. Caramon no había escuchado en toda su vida algo tan horrendo ni experimentado un dolor tan insoportable. Soltó la tapa, que se cerró con estrépito. Las manos se enlazaron en torno a su garganta y apretaron, apretaron. Lo estaban estrangulando.
Con la cabeza hundida entre los hombros en un fútil intento de eludir el vibrante sonido, Earwig golpeó una vez más el negro cilindro contra el cofre.
El guerrero notó que perdía el conocimiento. Su cuello era grueso, pero las manos ejercían una presión tan férrea contra la tráquea que le impedían respirar.
Earwig miró a su amigo y vio que boqueaba, con los ojos desencajados como si fueran a salírsele de las órbitas.
—¡Rómpete! —ordenó frenético al tubo, mientras lo volvía a golpear contra el arca. El fondo del recipiente se quebró y por el agujero se deslizó otro tubo más pequeño. En su interior guardaba un aro de oro.
—¡Oh, no! —gimió Earwig.
Los kenders no le temen a nada, pero él había llegado al límite en lo referente a anillos.
«Tengo que hacer algo. Están matando a Caramon», pensó. Sacudió el tubo y el anillo cayó sobre la palma de su mano.
¿Qué quieres de mí?,
tronó una voz.
—¡Otra vez tú!
Las manos que lo rodeaban apretaron los puños. Una de ellas lo atacó y el kender se agachó para eludirla. La fuerza del golpe dejó una estela de aire que lo hizo tambalearse. Volvió la vista hacia Caramon. Su amigo había perdido el conocimiento y su corpachón pendía inerte de las manos que lo izaban poco a poco en el aire.
Earwig tornó los ojos al aro dorado.
—¡Quiero salir de aquí! —gritó.
Poneos el anillo en el pulgar, Oscura Majestad, y el portal se abrirá.
—Bueno, yo no soy una Oscura Majestad, pero desde luego no tengo tiempo de buscar a alguien que lo sea. ¡Allá vamos! —Earwig se metió el anillo en el pulgar.
—¡No! —clamó una voz espantosa. El kender tuvo la impresión de que eran cinco las voces que gritaban al unísono—. ¡No es el momento! ¡Aún no poseo el poder del Gran Ojo!
Una ráfaga de aire huracanado levantó al hombrecillo del suelo y lo arrojó contra Caramon. Las tinieblas pasaron con precipitación ante él, y después las calles, y a continuación los edificios, y también las horrendas criaturas. Sin embargo, lo extraño era que parecían ir marcha atrás.
Entonces, de súbito, la avalancha cesó.
Earwig, con la sensación de haber dado volteretas, no supo en principio si estaba cabeza arriba o cabeza abajo. De hecho, se encontraba tumbado sobre Caramon y éste, a su vez, yacía sobre las blancas losas de una calle.
El kender se arrodilló junto a su amigo y posó una mano sobre su corazón. Latía con fuerza. El amplio pecho subía y bajaba e inhalaba el aire vivificante. No obstante, el hombretón estaba inconsciente. Earwig escuchó un cercano fragor de lucha, alaridos horrendos, chillidos de dolor.
—Como un puñado de gatos enzarzados dentro de un barril —opinó el kender.
Miró a su alrededor. Vio las burbujas mágicas, mortecinas pero encendidas, y los soportales de la plaza, y la taberna donde Catherine lo besó.
—¡Hemos regresado! —dijo, con un deje de desencanto—. En fin, fue divertido mientras duró.
Se sentó junto al desmayado Caramon a la espera de que el guerrero volviera en sí; entretanto, se distrajo en la contemplación de su nuevo anillo.
—¿Y si no me aliara con Takhisis? —preguntó Raistlin en un susurro.
Shavas arqueó las cejas en un gesto de incredulidad.
—No creerás que su Oscura Majestad te permitiría alcanzar semejante poder sin impedírtelo, ¿verdad? —La mujer rompió a reír—. Ésta es una de las razones por las que me atraes tanto, Raistlin. No le temes a nada.
—«Los pusilánimes acaban a merced de sus propios miedos.»
—Sí. Veo que Eyavel es uno de tus autores predilectos. «Y tú, amable lector, seguirás mis pasos, pues soy el camino que te conducirá al saber.» Ali Azra, otro de tus favoritos. —Shavas dejó la copa de licor medio vacía sobre el aparador—. El nigromante supo elegir a quién entregar su lealtad, a quién rendir pleitesía. Al igual que él, obtendrás un gran poder..., y un placer inmenso.
La mujer se despojó de su atuendo soltando con lentitud, uno a uno, los botones que lo cerraban. La tenue seda se deslizó por sus hombros y cayó al suelo. La luz del hogar se reflejó en la piel, blanca y tersa, y le confirió un matiz rojizo que destacó la voluptuosidad de su cuerpo.
Se acercó a él y le acarició el rostro con las yemas de los dedos.
El mago apretó los puños al sentir el frío roce de la piel femenina contra el ardiente fuego de la suya. Un escalofrío, producto de la repulsión, lo sacudió de pies a cabeza.
Shavas percibió su estremecimiento; se apartó y lo miró con una expresión de incertidumbre, de recelo.
Raistlin alzó su copa, pero los dedos le temblaban de tal manera que casi la dejó caer. La abandonó sobre el aparador y se volvió con brusquedad al tablero de juego; sus pupilas se posaron en la figura de su campeón. Mientras la contemplaba, vio que se retorcía y se tornaba en un guerrero de la muerte. El mago se sentó, temeroso de que las piernas le flaquearan.
—Vuestra oferta es tentadora...
—¿Entonces la aceptas?
Shavas se arrodilló junto al asiento del mago. Lo tomó de las manos y, sonriente, alzó la mirada a las pupilas en forma de reloj de arena. Parecía segura de su victoria.
Raistlin negó con la cabeza.
—No. La rechazo.
—¿Por qué? ¡Te ofrezco todo lo que deseas! ¡Compartirás el gobierno de mi imperio! ¡Forjarás tu propio destino! ¡Me tendrás!
El mago guardó silencio. No la miraba a ella, sino al tablero y a su figura metamorfoseada.
Shavas se puso de pie con movimientos lentos, llenos de dignidad.
—Me deseas. ¡No lo niegues!
Sin alzar la vista, el mago respondió en una voz baja.
—Que os deseo, señora, en efecto no lo niego. Mas tampoco debo negarme a mí mismo.
—¡Entonces eres un estúpido!
—Quizá... ¿Quién sabe? Pero he ganado la partida —dijo Raistlin en un susurro.
Notó que la cólera creciente de la mujer lo envolvía, más abrasadora que las llamas del hogar.
—¿Tú? ¡Tú no has ganado nada! ¡Sólo tu propia destrucción!
Shavas alzó los brazos. Unos relámpagos siniestros se formaron en torno a las puntas de los dedos y se extendieron hasta envolver su cuerpo desnudo en un halo frío, enervante. El largo cabello flotó alrededor de la cabeza cual una maraña de serpientes ondulantes. Las verdes pupilas se desvanecieron y en su lugar surgieron unos pozos de negrura sin fondo.
Raistlin se incorporó y se sostuvo en el Bastón de Mago.
—¡Ese juguete patético no te servirá de nada! Morirás en... —La voz de la mujer se quebró y, acto seguido, se alzó en un alarido de terror—. ¡¿Qué ocurre?!
—Las fuerzas mágicas que has invocado desbordan los confines de tu habilidad para controlarlas —respondió el hechicero.
—¡Ayúdame! —suplicó Shavas con un aullido.
Unos rayos de luz negra se desprendieron de lo alto y se descargaron en el cuerpo desnudo de la mujer. Tendió los brazos para aferrarse a Raistlin, pero sus manos se ajaban, se descomponían; los huesos se hacían visibles al fundirse la piel, los músculos y los tendones.
—No te ayudaré, no puedo hacerlo..., ¡porque soy el causante de tu destrucción!
Shavas se retorció en agonía.
—¡Algún día caerás! ¡Algún día su Oscura Majestad te domeñará!
—No, Shavas. Ocurra lo que ocurra, siempre seré mi dueño.