—¿Qué quieres decir con «salvar la ciudad»? ¿Qué ocurre? —demandó el hombretón.
El kender no respondió y prosiguió corredor adelante hasta llegar a un punto en que éste se bifurcaba en varias direcciones.
—Busquemos el rastro de los goterones de la antorcha que utilicé cuando salí de aquí —pidió Earwig; se puso a gatas y tanteó el suelo con las palmas de las manos—. ¡Lo encontré! ¡Vamos por este lado! —Sin más preámbulos, corrió por uno de los túneles.
Caramon lo siguió de inmediato; a la preocupación por el extraño comportamiento del kender, se sumaba un temor creciente. La luz titilante de la antorcha daba vida a las sombras; los envolvía un silencio profundo, sólo roto por el golpeteo de las botas contra la piedra del suelo. Earwig se adelantó a su compañero porque se movía con fácil agilidad por el laberinto de túneles. El guerrero, que tropezaba de tanto en tanto al meter un pie en las grietas de la roca, procuró seguir el ritmo del hombrecillo, pero al cabo quedó rezagado. De repente, la luz de la antorcha desapareció por completo, y Caramon se frenó en seco, perplejo.
—¡Earwig! ¡¿Dónde estás?!
—¡Por aquí, Caramon!
La voz del kender se escuchó apagada, como si tuviera una mano sobre la boca.
—¿Dónde? —El guerrero giró sobre sí mismo en medio de la oscuridad para localizar la llamada del otro—. No será otro de tus juegos estúpidos; si lo es...
—¡Estoy aquí!
El guerrero adelantó la espada a guisa de bastón para tantear el terreno y se encaminó despacio, paso a paso, en la dirección de la que en apariencia provenía la voz de su compañero. Chocó varias veces contra las paredes; en cada encontronazo, el acero de la espada emitía unas vibraciones sonoras que provocaban en el hombretón un estremecimiento involuntario. Estaba totalmente ciego, rodeado por una oscuridad impenetrable. Realizó un gran esfuerzo para que no lo dominara el pánico. Entonces, adelante, divisó el brillo mortecino de una luz. Dividido entre la sensación de alivio y un sincero deseo de estrangular al kender, Caramon recorrió el trecho restante a trompicones y entró en una sala.
—Earwig, ¿estás ahí? —llamó, a la vez que contemplaba con asombro las extrañas antorchas insertas en los muros.
Percibió un soplido, y, un instante después, un dardo metálico se le clavó en la mano. Se desplomó de rodillas en el suelo; la espada se escurrió entre sus dedos insensibilizados.
Ahora veía a Earwig y alzó la mirada hacia su amigo, que se hallaba encaramado en un enorme estrado de piedra, con la jupak en la mano. A la vara le faltaba el extremo ahorquillado y parecía una cerbatana.
—Es uno de aquellos dardos envenenados, Caramon —dijo el kender—. Lo encontré en el suelo después de que el asesino huyera. Dentro de poco habrás muerto.
—¿Por qué? —farfulló con voz débil y con un mareo en aumento. Un calor ardiente recorrió su brazo y se propagó por el cuello y la cabeza.
—¡Has de morir, Majere! —siseó el kender, con el rostro distorsionado por una cruel mueca de triunfo—. ¡No obstaculizarás nuestros planes!
Caramon se arrastró sobre las rodillas y se recostó contra la pared lisa, exenta de grietas o imperfecciones. Inclinó la cabeza; unos puntos brillantes parpadearon ante sus ojos. Tenía la boca seca, y sus labios apenas podían articular las palabras.
—¿Los planes de quién?
—¿De quién? —repitió burlón el kender.
El hombrecillo alzó el brazo y tiró de la manga de la túnica para dejar la mano al descubierto. El anillo de oro relampagueó a la mortecina luz de las antorchas.
¡Cuídate del anillo!
En la mente de Caramon resonó el eco de la voz de su hermano.
La oscuridad cubrió el techo de la sala. Aparecieron unos puntos brillantes que conformaban unas figuras vagamente familiares. De forma gradual, los efectos del veneno enturbiaban su cerebro del mismo modo que la piedra deslustra el filo de una espada.
Earwig prorrumpió en carcajadas.
—¡Sí! ¡Abre bien los ojos! ¡Contempla tu propia perdición! ¡Humíllate, rinde pleitesía a nuestra soberana! ¡La Reina de la Oscuridad! ¡Takhisis! ¡Takhisis! ¡Celebramos tu regreso al mundo!
Caramon estaba aturdido, no comprendía nada.
—Earwig —musitó—. Earwig, ¡ayúdame!
El kender bajó la mirada hacia su amigo y los rasgos del rostro se suavizaron.
—¡Ayúdame tú a
mí,
Caramon! ¡No soy dueño de mis actos! —gritó de repente.
Earwig sacó una daga del cinturón, descendió del estrado de un salto, y corrió hacia el guerrero.
* * *
El Señor de los Gatos se deslizaba, veloz y silencioso, por las calles de la ciudad, una sombra entre las sombras bajo la luz de las lunas. Eludió el encuentro con varias patrullas de la guardia, entre ellas las tropas al mando de lord Cal, y avanzó por calles adyacentes o sobre los tejados de los edificios a los que trepaba con una agilidad increíble, sin valerse más que de sus manos y las uñas, largas y fuertes, con las que se aferraba a las irregularidades de las paredes.
En los aledaños de los límites de la población, ascendió a un edificio con el propósito de obtener una mejor panorámica de los alrededores. La mayoría de la gente se había puesto a resguardo tras los muros de sus casas, con las puertas y ventanas cerradas a cal y canto. Todavía quedaban unos pocos que rondaban por las calles, empeñados en derramar la sangre del mago; sin embargo, la casi totalidad de la chusma se había dispersado y regresado al hogar, esposa, y familia, antes de que comenzara el Festival del Ojo. No obstante, ningún chiquillo de Mereklar saldría esa noche a pedir los bizcochos típicos de la celebración.
Bast llegó a la última casa de la calle de la Puerta del Sur; desde el tejado de la vivienda, salvó la enorme distancia que lo separaba de la muralla con un salto limpio, perfecto, silencioso. De inmediato, se enderezó, alerta a cualquier señal de peligro. Aguardó inmóvil, con el oído atento, y luego se volvió hacia los campos que se extendían al otro lado de las blancas empalizadas de Mereklar. Erguido, alzó los brazos sobre la cabeza y llamó a sus súbditos; los convocó para el inminente fin del mundo.
* * *
Earwig, blandiendo la daga en sesgos violentos, arremetió contra Caramon. El guerrero se las arregló para rechazar al kender y desviar el puñal. Atacante y atacado rodaron por el suelo; sobre el robusto corpachón del guerrero, la menuda figura de Earwig se retorcía y pateaba para librarse de las manazas que lo sujetaban. Caramon, a pesar de hallarse debilitado por el veneno, pasó un brazo bajo la barbilla puntiaguda del hombrecillo y lo inmovilizó.
—En nombre del Abismo, ¿qué pretendes? —gruñó entre resuellos.
—¡Aún no has muerto! —aulló el kender.
—¡No será gracias a ti! ¡Ay!
Earwig había metido la pierna bajo el cuerpo del guerrero y la patada lo había alcanzado justo en el bajo vientre.
Caramon se desplomó boca arriba con un gruñido; el kender trazó un brusco sesgo con la daga y la hoja afilada desgarró el hombro del guerrero antes de frenarse contra la guarnición de cuero y salir despedida de su mano por el impacto.
Al verse indefenso, Earwig retrocedió y se refugió tras el estrado de piedra.
El hombretón se recostó contra la pared. La herida del hombro no era profunda y detuvo la hemorragia sólo con presionar la camisa sobre el corte. Después tanteó el cinturón y sacó la manopla guarnecida de hierro en la que enfundó la mano; apretó con fuerza hasta sentir los bordes metálicos del guantelete incrustados en la carne; tenía la esperanza de que el dolor le impidiera perder el conocimiento. Tampoco él entendía por qué seguía vivo.
«Tal como me siento, quizá sería mejor estar muerto», pensó, en medio de los espasmos agonizantes que le retorcían las entrañas.
Earwig lo contemplaba atento, tal vez con la esperanza de que se desplomase en cualquier momento. El guerrero apalancó los talones en la lisa roca del suelo y los hombros en la pared; después, con un esfuerzo denodado, empujó con las piernas y se incorporó poco a poco. Tres dardos dentados chocaron junto a su cabeza, rebotaron en la dura piedra y cayeron a sus pies. El guerrero se agachó, pero de pronto cayó en la cuenta de lo tardío de sus reflejos, que había llegado cuando los proyectiles ya habían fallado. Otros tres dardos disparados desde la parte trasera del estrado silbaron en el aire; dos alcanzaron su objetivo. Uno se le clavó en el brazo y el otro le dio en el pecho, aunque rebotó contra la armadura de cuero.
«Si no detengo pronto a ese kender, sólo será cuestión de tiempo ver qué acaba antes conmigo: el veneno o la pérdida de sangre», se dijo el hombretón. Respiró hondo y a gatas rodeó el enorme estrado con la esperanza de pillar a Earwig por sorpresa. Un profundo silencio reinaba en la cámara y el avance del guerrero resultaba más ruidoso que el de un enano borracho, pero no podía evitarlo.
Caramon captó un fugaz movimiento y se abalanzó hacia adelante con el propósito de agarrar a su amigo; sin embargo, el kender retrocedió de un salto y, acto seguido, estrelló un huevo contra el piso. Al romperse la quebradiza cáscara, se expandió en el aire una humareda apestosa.
¡Cuídate del anillo!
«Si lo cojo, quizá logre quitarle esa condenada joya», razonó el guerrero. Escudriñó entre las volutas de humo, mientras parpadeaba para librarse de las lágrimas que le enturbiaban la vista.
—Earwig, ¿estás ahí?
—Por supuesto. ¡Espero el momento propicio para matarte! —La voz le llegó del otro lado de la sala.
—¡No, no es
contigo
con quien quiero hablar! —gritó Caramon, asaltado por la súbita sensación de que había dos kenders diferentes en la estancia—. ¡Quiero que responda Earwig, mi amigo!
—Caramon, socórreme... —se oyó una voz sofocada que enmudeció de repente.
«Bien, si lo mantengo descentrado...» El guerrero parloteó sobre lo primero que le vino a la mente.
—Oye, Earwig, no te imaginas cuánto te han echado de menos los gatos. En particular, aquel negro que te seguía a todas partes, ¿lo recuerdas?
—¡Todos los gatos perecerán! ¡También los mataré!
—¿Por qué quieres matarlos, Earwig?
—No quiero hacerlo, Caramon. Créeme... —gimió la voz del kender, que vaciló—. La profecía lo dice —gritó—. Atiende a sus palabras. «Son los gatos vivos la piedra angular a cuyo arbitrio queda la sentencia de un destino de luz u oscuridad.» ¡Prevalecerá la oscuridad!
El hombrecillo se había desplazado de lugar y Caramon no tenía la certeza de hacia dónde. A pesar de que el humo se disipaba, todavía era lo bastante espeso para ocultarlo. El guerrero se quedó sentado, inmóvil, recobrando fuerzas en tanto aguardaba a que mejorara la visibilidad.
—Oh, por cierto, Earwig. Catherine me encargó que te dijese que lo lamentaba. Se sentía muy mal por lo que hizo.
—¿Catherine? ¿Qué Catherine? —Era Earwig el que hablaba en esta ocasión y su voz sonaba asustada, perdida.
—Ya sabes. La chica de la taberna. La que te dio un beso.
—¡Ahora recuerdo! Yo... yo... Ayúdame, Caramon.
¡Ella
quiere controlarme y soy incapaz de resistirme! —chilló angustiado.
—Te ayudaré, amigo, pero dime dónde estás —respondió el guerrero.
—¡Aquí mismo!
El kender saltó sobre los hombros de Caramon, lo agarró por el cabello, tiró hacia atrás y trató de degollarlo con el cuchillo.
El guerrero bramó como un toro herido, alargó los brazos sobre la cabeza, aferró a Earwig y lo catapultó hacia adelante. El hombrecillo se estrelló contra la roca de la pared y quedó despatarrado sobre el suelo, inmóvil.
Caramon lo espió con desconfianza durante un momento hasta asegurarse de que no fingía; pronto se convenció de que el kender había perdido el conocimiento.
Se aproximó a él y le alzó el brazo. A la mortecina luz de las antorchas, captó el destello dorado que buscaba. Agarró el anillo y tiró de él, mas, según había anunciado Raistlin, el aro de oro no cedió ni un milímetro.
—Esto te va a doler de verdad, Earwig —musitó el guerrero.
Advirtió que bajo el anillo manaba sangre, como si el áureo metal le mordiera la carne. Caramon se estremeció de pies a cabeza y lo intentó una vez más, pero, aun cuando el flujo sanguíneo brotó más copioso, la joya permaneció inamovible.
—¿Qué haré? —El guerrero se estrujó el cerebro en busca de una solución. El ámbito de la magia escapaba a su comprensión—. ¿Cómo obrarías tú, Raist? —susurró. Casi escuchó la voz de su hermano que respondía.
«Corta el dedo.»
Caramon sacó poco a poco su daga.
—Bien, si no queda más remedio...
Antes, sin embargo, aferró de nuevo el anillo empapado en sangre y efectuó un nuevo intento para extraerlo. Notó que el aro dorado cedía apenas.
Empapado en sangre. Mojado... «Impregna con jabón un anillo atorado y saldrá con facilidad», rememoró. No disponía de jabón, pero si conseguía humedecerlo lo bastante...
—¡Eso es!
El guerrero volvió la daga hacia sí y se practicó un corte profundo en el pulgar. Luego presionó la yema del dedo para que la sangre goteara sobre el anillo; derramó más y más de su fluido vital sobre el oro hasta que la mano del kender se tiñó de rojo.
—No es jabón, pero ¡veamos si funciona!
Caramon sujetó la banda dorada entre el índice y el pulgar y tiró de ella. El anillo se deslizó con suavidad —con demasiada facilidad, a decir verdad— y, ante sus asombrados ojos, aumentó de tamaño, palpitó sobre la palma de su mano.
¡Ponme en tu dedo! ¡Ponme en tu dedo!
«Es una joya preciosa y con su nuevo tamaño me encajará a la perfección», pensó el guerrero.
Earwig exhaló un grito de dolor; el aullido resonó contra las paredes de la cámara y levantó ecos. El kender se retorció, sacudido por espasmos agónicos, en tanto gemía como una criatura.
—¡Ella estaba en mi cabeza..., estaba en mi cabeza..., en mi cabeza...!
Caramon arrojó a un lado el anillo y tomó entre sus fuertes brazos el menudo cuerpo de su amiguito. Lo apretó contra su pecho y acunó con ternura al sollozante kender.
Mereklar se encontraba sumida en un silencio profundo, expectante, preconizador de la inminencia del portento: la configuración del Gran Ojo.
Las tres lunas, Solinari, Lunitari y la oscura Nuitari, que en el trazado de sus órbitas se habían cruzado a lo largo de milenios, una vez más se encontrarían en un mismo punto. Sobre el blanco, el rojo y, sobre éste, el negro; una pupila enfocada al mundo, un núcleo por el que se desataría toda la energía mágica acumulada por unos magos muertos en la Era del Poder.